"He llegado a saber que en tiempo del califa Harún Al-Rachid vivÃa en la ciudad de Bagdad un hombre llamado Sindbad el Cargador. Era de condición pobre, y para ganarse la vida acostumbraba a transportar bultos en su cabeza. Un dÃa entre los dÃas hubo de llevar cierta carga muy pesada; y aquel dÃa precisamente sentÃase un calor tan excesivo, que sudaba el cargador, abrumado par el peso que llevaba encima. Intolerable se habÃa hecho ya la temperatura, cuando el cargador pasó por delante de la puerta de una casa que debÃa pertenecer a algún mercader rico, a juzgar par el suelo bien barrido y regado alrededor con agua de rosas. Soplaba allà una brisa gratÃsima, y cerca de la puerta aparecÃa un ancho banco para sentarse. Al verlo, el cargardor Sindbad soltó su carga sobre el banco en cuestión con objeto de descansar y respirar aquel aire agradable, sintiendo a poco que desde la puerta llegaba a él un aura pura y mezclada con delicioso aroma;. y tanto le deleitó, que fue a sentarse en un extremo del banco. Entonces advirtió un concierto de laúdes e instrumentos diversos, acompañados por magnÃficas voces que cantaban canciones en un lenguaje escogido; y advirtió también pÃos de aves cantoras que glorificaban de modo encantador a Alah el AltÃsimo; distinguió, entre otras, acentos de tórtolas, de ruiseñores, de mirlos, de bulbuls, de palomas de collar y de perdices domésticas. Maravillóse mucho e, impulsada por el placer enorme que todo aquello le causaba, asomó la cabeza por la rendija abierta de la puerta y vio en el fondo un jardÃn inmenso donde se apiñaban servidores jóvenes, y esclavos, y criados, y gente de todas calidades, y habÃa allá cosas que no se encontrarÃan más que en alcázares de reyes y sultanes.
Tras esto llegó hasta él una tufarada de manjares realmente admirables y deliciosos, a la cual se mezclaba todo género de fragancias exquisitas procedentes de diversas vituallas y bebidas de buena calidad. Entonces no pudo por menos de suspirar, y alzó al cielo los ojos y exclamó: "¡Gloria a Ti, Señor Creador!, ¡oh Donador! ¡Sin calcular, repartes cuantos dones te placen!, ¡oh Dios mÃo! ¡Pero no creas que clamo a ti para pedirte cuentas de tus actos o para preguntarte acerca de tu justicia y de tu voluntad, porque a la criatura le está vedado interrogar a su dueño omnipotente! Me limito a observar. ¡Gloria a ti! ¡Enriqueces o empobreces, elevas o humillas, conforme a tus deseos, y siempre obras con lógica, aunque a veces no podamos comprenderla! He ahà el amo de esta casa... ¡Es dichoso hasta los lÃmites extremos de la felicidad! ¡Disfruta las delicias de esos aromas encantadores, de esas fragancias agradables, de esos manjares sobrosos, de esas bebidas superiormente deliciosas! ¡Vive feliz, tranquilo y contentÃsimo, mientras otros, como yo, por ejemplo, nos hallamos en el último confÃn de la fatiga y la miseria!"
Luego apoyó el cargador su mano en la mejilla, y a toda voz cantó los siguientes versos que iba improvisando:
¡Suele ocurrir que un desgraciado sin albergue se despierte de pronto a la sombra de un palacio creado por su Destino! ¡Pero ¡ay! cada mañana me despierto más miserable que la vÃspera!
¡Por instantes aumenta mi infortuaio, como la carga que a mi espalda pesa fatigosa; en tanto que otros viven dichosos y contentos en el seno de los bienes que la suerte les prodiga!
¿Cargó nunca el Destino la espalda de un hombre con carga parecida a la aguantada por mi espadda?... ¡Sin embargo, no dejan de ser mis semejantes otros que están ahÃtos de honores y reposo?
¡Y aunque no dejan de ser mis semejantes, entre ellos y yo puso la suerte alguna diferencia, pareciéndome yo a ellos como el vinagre amargo y rancio se parece al vino!
¡Pero no pienses que te acuso lo más mÃnimo, ¡oh mi Señor! porque nunca haya gozado yo de tu largueza! ¡Eres grande, magnánimo y justo, y bien sé que juzgas con sabidurÃa!
Al concluir de cantar tales versos, Sindbad el Cargador se levantó y quiso poner de nuevo la carga en su cabeza, continuando su camino, cuando se destacó en la puerta del palacio y avanzó hacia él un esclavito de semblante gentil, de formas delicadas y vestiduras muy hermosas, que cogiéndole de la mano, le dijo: "Entra a hablar con mi amo, qus desea verte." Muy intimidado, el cargador intentó encontrar cualquier excusa que le dispensase de seguir al joven esclavo, mes en vano. Dejó, pues su cargamento en el vestÃbulo, y penetró con el niño en el interior de la morada.
Vio una casa espléndida, llena de personas graves y respetuosas, y en el centro de la cual se abrÃa una gran sala, donde le introdujeron. Se encontró allà ante una asamblea numerosa compuesta de personajes que parecÃan honorables, y debÃan ser convidados de importancia. También encontró allà flores de todas especies, perfumes de todas clases, confituras secas de todas calidades, golosinas, pastas de almendras, frutas maravillosas y una cantidad prodigiosa de bandejas cargadas con corderos asados y manjares suntuosos, y más bandejas cargadas con bebidas extraÃdas del zumo de las uvas. Encontró asimismo instrumentos armónicos que sostenÃan en sus rodillas unas esclavas muy hernosas, sentadas ordenadamente an el sitio asignado a cada una.
En medio de la sala, entre los demás convidados, vislumbró el cargador a un hombre de rostro imponente y digno, cuya barba blanqueaba a causa de los años, cuyas facciones eran correctas y agradables a la vista. y cuya fisonomÃa toda denotaba gravedad, bondad, nobleza y grandeza.
Al mirar todo aquello, el cargador Sindbad . . .
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.