Las huestes españolas habÃan llegado a Córdoba, a la Nueva AndalucÃa, como la llamaban por la semejanza que encontraron en el paisaje de esta región de nuestro paÃs, con el de la hermosa provincia española.
Promediaba el Siglo XVI. Grandes extensiones de tierra deshabitada ofrecÃan su belleza natural a los ojos cansados de los conquistadores, fatigados de recorrer leguas en busca del lugar propicio para instalarse y cumplir sus propósitos de colonización.
Bosques naturales cargados de aromas silvestres, eran melodiosas cajas musicales animadas por los trinos y los gorjeos de los pájaros que, dueños absolutos del follaje, cantaban su canción de libertad desde que la aurora adornaba sus nubes rosadas y de color añil, con el oro que le prestaba el sol naciente.
La sierra, a lo lejos, ofrecÃa el hermoso espectáculo de sus cumbres color pizarra, destacándose sobre el fondo celeste del cielo.
Allà buscaron refugio los expedicionarios y allà pasaron la noche, en descanso reparador de energÃas perdidas, dispuestos a proseguir la marcha hacia el norte en cuanto el amanecer despejara las tinieblas.
 Esa mañana muy temprano ya estaban de pie, listos para continuar la expedición.
Durante dÃas y dÃas siguieron la marcha, hasta que llegaron a un lugar en el que la naturaleza habÃa entregado sus dones con la prodigalidad de una madre generosa.
La vegetación exuberante compartÃa la belleza de sus verdes intensos con brillo de esmeraldas, con las piedras de todo color y tamaño que formaban las sierras, y con las corrientes de agua que, deslizándose por las laderas de la montaña, formaban arroyos, riachos y vertientes, o caÃan en rumorosas cascadas que al ser alcanzadas por los rayos del sol, se descomponÃan en los colores del iris.
La región estaba habitada. En prudentes investigaciones, los españoles comprobaron que allà vivÃan, más o menos, cuarenta familias indÃgenas.
Tomando las necesarias precauciones, abandonaron su lugar de observación, en el que se hallaban a cubierto de las miradas de los indios, dirigiéndose directamente a entrevistar al cacique que gobernaba esa tribu, tratando siempre de evitar la fuerza y empleando, en cambio, medios pacÃficos para realizar la conquista.
Sin embargo, iban preparados para hacer uso de sus armas si el caso lo requerÃa.
Nunca supusieron que con tanta facilidad lograrÃan sus deseos, pues los indios, en lugar de recibirlos en son de guerra, lo hicieron con la más acabada demostración de amistad.
El cacique se llamaba Unquillo. De alta talla y buen aspecto, vestÃa una túnica larga con guardas verticales de colores y se cubrÃa con un manto de cuero pintado y adornado con chaquiras.
En su cabeza llevaba plumas de cobre.
Unquillo entró en tratos amistosos con el jefe de los expedicionarios españoles y después de hacer un convenio entre ambos, permitió a los extranjeros que se instalaran en sus dominios.
La instalación de éstos les ocupó varios dÃas, pues las costumbres y viviendas de los indios comechingones, que eran los que allà habitaban, diferÃan por completo de las de los españoles.
Sus viviendas eran grandes, bajas y construidas semienterradas, entrando en ellas como si lo hicieran a un sótano.
El capitán español, intrigado ante esta forma de construcción, interrogó al cacique sobre la razón que tenÃan para hacerlo asÃ, a lo que Unquillo respondió:
-         Muchas veces aprovechamos las cavernas naturales, que nos ofrece la montaña, a las que cubrimos con pircas, para que resulten más abrigadas. Otras veces las hacemos asà para suplir la falta de madera y siempre para protegernos del frÃo.
Era un pueblo de agricultores. Cultivaban maÃz y porotos.
Se alimentaban de esos productos, de animales que cazaban y de algunos pescados.
Criaban llamas y vicuñas aprovechando su lana en la fabricación de tejidos. TenÃan gran habilidad para tejer redes.
Las relaciones entre los indÃgenas y los españoles se afianzaban de dÃa en dÃa.
En cierta oportunidad, los naturales se ofrecieron para guiar a los colonizadores hasta un lugar cercano donde, dijeron, abundaban las corrientes de aguas cristalinas. Merced a ellas, el valle, al conjuro del riego natural y copioso, se convertÃa en un sitio de vegetación exuberante, rico en árboles corpulentos y en plantas lozanas.
Cascadas rumorosas caÃan por las laderas de las montañas con sonido de cristal yendo a echarse a alguno de los tantos riachos que cruzaban la tierra en todas direcciones.
Ante tal perspectiva aceptaron complacidos los españoles la tentadora invitación, saliendo a la mañana siguiente en dirección a ese sitio, privilegiado entre tantos hermosos y atractivos.
Cruzaron valles ubérrimos donde crecÃan los aguaribais, los piquillines, las acacias, los pinos y los sauces, donde los amancais florecidos perfumaban la atmósfera con su delicado y persistente aroma, donde las achiras ostentaban el rojo y el amarillo de su floración destacándose sobre el verde de las hojas y donde la brisa, perfumada de menta y de tomillo, soplaba con tanta suavidad que apenas movÃa las ramas.
Próximos a llegar, escucharon el rumor de las corrientes de agua. Era un brillante dÃa de sol y el cielo sereno parecÃa un cristal azul.
Cuando llegaron al sitio prometido, elogiaron los extranjeros la singular belleza del paisaje coincidiendo con los naturales en su admiración por el lugar.
Uno de los españoles, a quien la larga marcha habÃa dado sed, tomó un cántaro de barro y se dirigió a la vertiente a llenarlo de agua fresca.
Los otros se sentaron a derscansar bajo los árboles, y a gozar de la tranquilidad que allà se les ofrecÃa. Quedaron mudos, contemplando la belleza que los rodeaba.
De pronto, fueron arrancados de su abstracción por los gritos del compañero que se hallaba junto a la vertiente y que, sorprendido y azorado, gritaba:
-         ¡Venid! ¡Esto es un milagro! ¡He hallado oro lÃquido! ¡Venid! ¡Esta peña está manando oro! ¡Acercaos! ¡Mirad!
Al oÃr tamaña noticia, se levantaron los hispanos y corrieron al lugar donde el compañero habÃa hecho el milagroso descubrimiento.
Atónitos quedaron al llegar y comprobar que aquél tenÃa razón. Un chorro dorado brotaba de la roca y se deslizaba por un lecho abierto en la tierra, convertido en una corriente que a poco se transformaba en un ancho rÃo de oro lÃquido.
Uno a uno fueron diciendo su sorpresa y su admiración:
-         ¡Es verdad! ¡Es oro!
-         ¡Es oro lÃquido!
-         Bien decÃan que en esta tierra abundaba el oro… ¡Quién nos hubiera dicho que hallarÃamos un manantial de este metal precioso!
-         ¡Nunca soñé que el oro pudiera brotar de las piedras!
-         ¡Hemos tenido mucha suerte!
-         ¡Mirad el rÃo…! ¡Es oro también!
-         Es la primera vez que contemplo una roca que mane agua de oro. ¡Y con qué abundancia!
-         No tenemos más que estirar la mano para recoger todo el que queramos…
-         ¡No haber traÃdo más cántaros para llenarlos todos…!
El que habÃa llegado primero no habÃa podido contener un impulso instintivo, como si quisiera apoderarse de todo el tesoro que surgÃa de las piedras y corrÃa por el amplio lecho, y haciendo un cuenco con sus dos manos, lo llenó del lÃquido codiciado.
Pero la decepción fue muy grande. En sus manos el lÃquido dorado era sólo agua pura y cristalina.
Todos quisieron comprobarlo y todos obtuvieron el mismo infeliz resultado: era agua pura la que brotaba de la roca, sólo que al correr por un lecho de arena y ser alcanzada por los fuertes rayos del sol, lucÃa como el oro: dorada y brillante semejando ser el mismo metal.
Los indÃgenas, indiferentes al valor del oro, ya conocÃan el fenómeno, pero nunca lo habÃan tenido en cuenta porque para ellos el oro no tenÃa la importancia que le daban los europeos.
Estos, en cambio, impresionados aún por la maravilla del fenómeno, que agregabaa un atractivo más al lugar, decidieron llamarle “Agua de oroâ€, que es el que hasta hoy conserva.
leyenda colonial
autor:http://www.bibliotecasvirtuales.com/biblioteca/narrativa/leyendas/aguadeoro.asp