Critón, después de cerrar la boca y los ojos al maestro, dejó a los demás discÃpulos en torno del cadáver, y salió de la cárcel, dispuesto a cumplir lo más pronto posible el último encargo que Sócrates le habÃa hecho, tal vez burla burlando, pero que él tomaba al pie de la letra en la duda de si era serio o no era serio. Sócrates, al espirar, descubriéndose, pues ya estaba cubierto para esconder a sus discÃpulos, el espectáculo vulgar y triste de la agonÃa, habÃa dicho, y fueron sus últimas palabras: -Critón, debemos un gallo a Esculapio, no te olvides de pagar esta deuda. -Y no habló más. Para Critón aquella recomendación era sagrada: no querÃa analizar, no querÃa examinar si era más verosÃmil que Sócrates sólo hubiera querido decir un chiste, algo irónico tal vez, o si se trataba de la última voluntad del maestro, de su último deseo. ¿No habÃa sido siempre Sócrates, pese a la calumnia de Anito y Melito, respetuoso para con el culto popular, la religión oficial? Cierto que les daba a los mitos (que Critón no llamaba asÃ, por supuesto) un carácter simbólico, filosófico muy sublime o ideal; pero entre poéticas y trascendentales paráfrasis, ello era que respetaba la fe de los griegos, la religión positiva, el culto del Estado. Bien lo demostraba un hermoso episodio de su último discurso, (pues Critón notaba que Sócrates a veces, a pesar de su sistema de preguntas y respuestas se olvidaba de los interlocutores, y hablaba largo y tendido y muy por lo florido). HabÃa pintado las maravillas del otro mundo con pormenores topográficos que más tenÃan de tradicional imaginación que de rigurosa dialéctica y austera filosofÃa. Y Sócrates no habÃa dicho que él no creyese en todo aquello, aunque tampoco afirmaba la realidad de lo descrito con la obstinada seguridad de un fanático; pero esto no era de extrañar en quien, aun respecto de las propias ideas, como las que habÃa expuesto para defender la inmortalidad del alma, admitÃa con abnegación de las ilusiones y del orgullo, la posibilidad metafÃsica de que las cosas no fueran como él se las figuraba. En fin, que Critón no creÃa contradecir el sistema ni la conducta del maestro, buscando cuanto antes un gallo para ofrecérselo al dios de la Medicina. Como si la Providencia anduviera en el ajo, en cuanto Critón se alejó unos cien pasos de la prisión de Sócrates, vio, sobre una tapia, en una especie de plazuela solitaria, un gallo rozagante, de espléndido plumaje. Acababa de saltar desde un huerto al caballete de aquel muro, y se preparaba a saltar a la calle. Era un gallo que huÃa; un gallo que se emancipaba de alguna triste esclavitud. Conoció Critón el intento del ave de corral, y esperó a que saltase a la plazuela para perseguirle y cogerle. Se le habÃa metido en la cabeza (porque el hombre, en empezando a transigir con ideas y sentimientos religiosos que no encuentra racionales, no para hasta la superstición más pueril) que el gallo aquel, y no otro, era el que Esculapio, o sea Asclepies, querÃa que se le sacrificase. La casualidad del encuentro ya lo achacaba Critón a voluntad de los dioses. Al parecer, el gallo no era del mismo modo de pensar; porque en cuanto notó que un hombre le perseguÃa comenzó a correr batiendo las alas y cacareando por lo bajo, muy incomodado sin duda. ConocÃa el bÃpedo perfectamente al que le perseguÃa de haberle visto no pocas veces en el huerto de su amo discutiendo sin fin acerca del amor, la elocuencia, la belleza, etc., etc.; mientras él, el gallo, seducÃa cien gallinas en cinco minutos, sin tanta filosofÃa. «Pero buena cosa es, iba pensando el gallo, mientras corrÃa y se disponÃa a volar, lo que pudiera, si el peligro arreciaba; buena cosa es que estos sabios que aborrezco se han de empeñar en tenerme por suyo, contra todas las leyes naturales, que ellos debieran conocer. Bonito fuera que después de librarme de la inaguantable esclavitud en que me tenÃa Gorgias, cayera inmediatamente en poder de este pobre diablo, pensador de segunda mano y mucho menos divertido que el parlanchÃn de mi amo». CorrÃa el gallo y le iba a los alcances el filósofo. Cuando ya iba a echarle mano, el gallo batió las alas, y, dÃgase de un vuelo, dÃgase de un brinco, se puso, por esfuerzo supremo del pánico, encima de la cabeza de una estatua que representaba nada menos que Atenea. -¡Oh, gallo irreverente! -gritó el filósofo, ya fanático inquisitorial, y perdónese el anacronismo. Y acallando con un sofisma pseudo-piadoso los gritos de la honrada conciencia natural que le decÃa: «no robes ese gallo», pensó: «Ahora sà que, por el sacrilegio, mereces la muerte. Serás mÃo, irás al sacrificio». Y el filósofo se ponÃa de puntillas; se estiraba cuanto podÃa, daba saltos cortos, ridÃculos; pero todo en vano. -¡Oh, filósofo idealista, de imitación! -dijo el gallo en griego digno del mismo Gorgias; -no te molestes, no volarás ni lo que vuela un gallo. ¿Qué? ¿Te espanta que yo sepa hablar? Pues ¿no me conoces? Soy el gallo del corral de Gorgias. Yo te conozco a ti. Eres una sombra. La sombra de un muerto. Es el destino de los discÃpulos que sobreviven a los maestros. Quedan acá, a manera de larvas, para asustar a la gente menuda. Muere el soñador inspirado y quedan los discÃpulos alicortos que hacen de la poética idealidad del sublime vidente una causa más del miedo, una tristeza más para el mundo, una superstición que se petrifica. -«¡Silencio, gallo! En nombre de la Idea de tu género, la naturaleza te manda que calles». -Yo hablo, y tú cacareas la Idea. Oye, hablo sin permiso de la Idea de mi género y por habilidad de mi individuo. De tanto oÃr hablar de Retórica, es decir, del arte de hablar por hablar, aprendà algo del oficio. -¿Y pagas al maestro huyendo de su lado, dejando su casa, renegando de su poder? -Gorgias es tan loco, si bien más ameno, como tú. No se puede vivir junto a semejante hombre. Todo lo prueba; y eso aturde, cansa. El que demuestra toda la vida, la deja hueca. Saber el porqué de todo es quedarse con la geometrÃa de las cosas y sin la substancia de nada. Reducir el mundo a una ecuación es dejarlo sin pies ni cabeza. Mira, vete, porque puedo estar diciendo cosas asà setenta dÃas con setenta noches: recuerda que soy el gallo de Gorgias, el sofista. -Bueno, pues por sofista, por sacrÃlego y porque Zeus lo quiere, vas a morir. ¡Date! -¡Nones! No ha nacido el idealista de segunda mesa que me ponga la mano encima. Pero, ¿a qué viene esto? ¿Qué crueldad es esta? ¿Por qué me persigues? -Porque Sócrates al morir me encargó que sacrificara un gallo a Esculapio, en acción de gracias porque le daba la salud verdadera, librándole por la muerte, de todos los males. -¿Dijo Sócrates todo eso? -No; dijo que debÃamos un gallo a Esculapio. -De modo que lo demás te lo figuras tú. -¿Y qué otro sentido, pueden tener esas palabras? -El más benéfico. El que no cueste sangre ni cueste errores. Matarme a mà para contentar a un dios, en que Sócrates no creÃa, es ofender a Sócrates, insultar a los Dioses verdaderos... y hacerme a mÃ, que sà existo, y soy inocente, un daño inconmensurable; pues no sabemos ni todo el dolor ni todo el perjuicio que puede haber en la misteriosa muerte. -Pues Sócrates y Zeus quieren tu sacrificio. -Repara que Sócrates habló con ironÃa, con la ironÃa serena y sin hiel del genio. Su alma grande podÃa, sin peligro, divertirse con el juego sublime de imaginar armónicos la razón y los ensueños populares. Sócrates, y todos los creadores de vida nueva espiritual, hablan por sÃmbolos, son retóricos, cuando, familiarizados con el misterio, respetando en él lo inefable, le dan figura poética en formas. El amor divino de lo absoluto tiene ese modo de besar su alma. Pero, repara cuando dejan este juego sublime, y dan lecciones al mundo, cuán austeras, lacónicas, desligadas de toda inútil imagen con sus máximas y sus preceptos de moral. -Gallo de Gorgias, calla y muere. -DiscÃpulo indigno, vete y calla; calla siempre. Eres indigno de los de tu ralea. Todos iguales. DiscÃpulos del genio, testigos sordos y ciegos del sublime soliloquio de una conciencia superior; por ilusión suya y vuestra, creéis inmortalizar el perfume de su alma, cuando embalsamáis con drogas y por recetas su doctrina. Hacéis del muerto una momia para tener un Ãdolo. Petrificáis la idea, y el sutil pensamiento lo utilizáis como filo que hace correr la sangre. SÃ; eres sÃmbolo de la triste humanidad sectaria. De las últimas palabras de un santo y de un sabio sacas por primera consecuencia la sangre de un gallo. Si Sócrates hubiera nacido para confirmar las supersticiones de su pueblo, ni hubiera muerto por lo que murió, ni hubiera sido el santo de la filosofÃa. Sócrates no creÃa en Esculapio, ni era capaz de matar una mosca, y menos un gallo, por seguirle el humor al vulgo. -Yo a las palabras me atengo. Date... Critón buscó una piedra, apuntó a la cabeza, y de la cresta del gallo salió la sangre... El gallo de Gorgias perdió el sentido, y al caer cantó por el aire, diciendo: -¡QuiquiriquÃ! Cúmplase el destino; hágase en mà según la voluntad de los imbéciles. Por la frente de jaspe de Palas Atenea resbalaba la sangre del gallo. FIN |