¡VIVA Petronilo Flores!"
El grito se vino rebotando por los paredones de la barranca y subió hasta donde estábamos nosotros. Luego se deshizo.
Por un rato, el viento que soplaba desde abajo nos trajo un tumulto de voces amontonadas, haciendo un ruido igual al que hace el agua crecida cuando rueda sobre pedregales.En seguida, saliendo de allá mismo, otro grito torció por el recodo de la barranca, volvió a rebotar en los paredones y llegó todavÃa con fuerza junto a nosotros:
"¡ Viva mi general Petronilo Flores!"
Nosotros nos miramos. La Perra se levantó despacio, quitó el cartucho a la carga de su carabina y se lo guardó en la bolsa de la camisa. Después se arrimó a donde estaban Los cuatro y les dijo: "SÃganme, muchachos, vamos a ver qué toritos toreamos!" Los cuatro hermanos Benavides se fueron detrás de él, agachados; solamente la Perra iba bien tieso, asomando la mitad de su cuerpo flaco por encima de la cerca.
Nosotros seguimos allÃ, sin movernos. Estábamos alineados al pie del lienzo, tirados panza arriba, como iguanas calentándose al sol.La cerca de piedra culebreaba mucho al subir y bajar por las lomas, y ellos, la Perra y los Cuatro, iban también culebreando como si fueran los pies trabados. Asà los vimos perderse de nuestros ojos. Luego volvimos la cara para poder ver otra vez hacia arriba y miramos las ramas bajas de los amoles que nos daban tantita sombra. OlÃa a eso; a sombra recalentada por el sol. A amoles podridos.
Se sentÃa el sueño del mediodÃa.
La boruca que venÃa de allá abajo se salÃa a cada rato de la barranca y nos sacudÃa el cuerpo para que no nos durmiéramos. Y aunque querÃamos oÃr parando bien la oreja, sólo nos llegaba la boruca: un remolino de murmullos, como si se estuviera oyendo de muy lejos el rumor que hacen las carretas al pasar por un callejón pedregoso.
De repente sonó un tiro. Lo repitió la barranca como si estuviera derrumbándose. Eso hizo que las cosas despertaran: volaron los totochilos, esos pájaros colorados que habÃamos estado viendo jugar entre los amole s. En seguida las chicharras, que se habÃan dormido a ras del mediodÃa, también despertaron llenando la tierra de rechinidos. -¿Qué fue? - preguntó Pedro Zamora, todavÃa medio amodorrado por la siesta.
Entonces el Chihuila se levantó y, arrastrando su carabina como si fuera un leño, se encaminó detrás de los que se habÃan ido.
- Voy a ver qué fue lo que fue - dijo perdiéndose también como los otros.
El chirriar de las chicharras aumentó de tal modo que nos dejó sordos y no nos dimos cuenta de la hora en que ellos aparecieron por allÃ. Cuando menos acordamos aquà estaban ya, mero enfrente de nosotros, todos desguarnecidos. ParecÃan ir de paso, ajuareados para otros apuros y no para éste de ahorita.Nos dimos vuelta y los miramos por la mira de las troneras. Pasaron los primeros, luego los segundos y otros más, con el cuerpo echado para adelante, jorobados de sueño. Les relumbraba la cara de sudor, como si la hubieran zambullido en el agua al pasar por el arroyo.
Siguieron pasando.
Llegó la señal. Se oyó un chiflido largo y comenzó la tracatera allá lejos, por donde se habÃa ido la Perra. Luego siguió aquÃ. Fue fácil. Casi tapaban el agujero de las troneras con su bulto, de modo que aquello era como tirarles a boca de jarro y hacerles pegar tamaño respingo de la vida a la muerte sin que apenas se dieran cuenta.
Pero esto duró muy poquito. Si acaso la primera y la segunda descarga. Pronto quedó vacÃo el hueco de la tronera por donde, asomándose uno, sólo se veÃa a los que estaban acostados en mitad del camino, medio torcidos, como si alguien los hubiera venido a tirar allÃ. Los vivos desaparecieron. Después volvieron a aparecer, pero por lo pronto ya no estaban allÃ. Para la siguiente descarga tuvimos que esperar. Alguno de nosotros gritó: "¡Viva Pedro Zamora !" Del otro lado respondieron, casi en secreto: "¡Sálvame patroncito!¡Sálvame!¡Santo Niño de Atocha, socórreme!" 'Pasaron los pájaros. Bandadas de tordos cruzaron por encima de nosotros hacia los cerros.
La tercera descarga nos llegó por detrás. Brotó de ellos, haciéndonos brincar hasta el otro lado de la cerca, hasta más allá de los muertos que nosotros habÃamos matado.
Luego comenzó la corretiza por entre los matorrales. SentÃamos las balas pajueleándonos los talones, como si hubiéramos caÃdo sobre un enjambre de chapulines. Y de vez en cuando, y cada vez más seguido, pegando mero en medio de alguno de nosotros, que se quebraba con un crujido de huesos. Corrimos. Llegamos al borde de la barranca y nos dejamos descolgar por allà como si nos despeñáramos.
Ellos seguÃan disparando. Siguieron disparando todavÃa después que habÃamos subido hasta el otro lado, a gatas, como tejones espantados por la lumbre.
"¡Viva mi general Petronilo Flores, hijos de la tal por cual!", nos gritaron otra vez. Y el grito se fue rebotando como el trueno de una tormenta, barranca abajo.
Nos quedamos agazapados detrás de unas piedras grandes y boludas, todavÃa resollando fuerte por la carrera. Solamente mirábamos a Pedro Zamora preguntándole con los ojos qué era lo que nos habÃa pasado. Pero él también nos miraba sin decirnos nada. Era como si se nos hubiera acabado el habla a todos o como si la lengua se nos hubiera hecho bola como la de los pericos y nos costara trabajo soltarla para que dijera algo. Pedro Zamora noslseguÃa mirando. Estaba haciendo sus cuentas con los ojos; con aquellos ojos que él tenÃa, todos enrojecidos, como si los trajera siempre desvelados. Nos contaba de uno en uno. SabÃa ya cuántos éramos los que estábamos allÃ, pero parecÃa no estar seguro todavÃa, por eso nos repasaba una vez y otra y otra.
Faltaban algunos: once o doce, sin contar a la Perra y al Chihuila a los que habÃan arrendado con ellos. El Chihuila bien pudiera ser que estuviera horquetado arriba de algún amole, acostado sobre su retrocarga, aguardando a que se fueran los federales.
Los Joseses, los dos hijos de la Perra, fueron los primeros en levantar la cabeza, luego el cuerpo. Por fin caminaron de un lado a otro esperando que Pedro Zamora les dijera algo. Y dijo: Otro agarre como éste y nos acaban.
En seguida, atragantándose como si tragara un buche de coraje, les gritóa los Joseses:
-¡Ya sé que falta su padre, pero aguántense, aguántense tantito! Iremos por él! Una bala disparada de allá hizo volar una parvada de tildÃos en la ladera de enfrente. Los pájaros cayeron sobre la barranca y revolotearon hasta cerca de nosotros; luego, al vernos, se asustaron, dieron media vuelta relumbrando contra el sol y volvieron a llenar de gritos los árboles de la ladera de enfrente.Los Joseses volvieron al lugar de antes y se acuclillaron en silencio.
Asà estuvimos toda la tarde. Cuando empezó a bajar la noche llegó el Chihuila acompañado de uno de los Cuatro. Nos dijeron que venÃan de allá abajo, de la Piedra Lisa, pero no supieron decirnos si ya se habÃan retirado los federales. Lo cierto es que todo parecÃa estar en calma. De vez en cuando se oÃan los aullidos de los coyotes. -¡Epa tú, Pichón.! -me dijo Pedro Zamora-. Te voy a dar la encomienda de que vayas con los Joseses hasta Piedra Lisa y vean a ver qué le pasó a la Perra. Si está muerto, pos entiérrenlo. Y hagan lo mismo con los otros. A los heridos déjenlos encima de algo para que los vean los guachos; pero no se traigan a nadie.
-Eso haremos.
Y nos fuimos.
Los coyotes se oÃan más cerquita cuando llegamos al corral donde habÃamos encerrado la caballada.
Ya no habÃa caballos, sólo estaba un burro trasijado que ya vivÃa allà desde antes que nosotros viniéramos. De seguro los federales habÃan cargado con los caballos. Encontramos al resto de los Cuatro detrasito de unos matojos, los tres juntos, encaramados uno encima de otro como si los hubieran apilado allÃ. Les alzamos la cabeza y se la zangoloteamos un poquito para ver si alguno daba todavÃa señales; pero no, ya estaban bien difuntos. En el aguaje estaba otro de los nuestros con las costillas de fuera como si lo hubieran macheteado. Y recorriendo el lienzo de arriba abajo encontramos uno aquà y otro más allá, casi todos con la cara renegrida.
- A éstos los remataron, no tiene ni qué -dijo uno delos Joseses.
Nos pusimos a buscar a la Perra; a no hacer caso de ningún otro sino de encontrar a la mentada Perra.
No dimos con él. "Se lo han de haber llevado -pensamos-. Se lo han de haber llevado para enseñárselo al gobierno"; pero, aun asà seguimos buscando por todas partes, entre el rastrojo'. Los coyotes seguÃan aullando.
Siguieron aullando toda la noche.
Pocos dÃas después, en el ArmerÃa, al ir pasando el rÃo, nos volvimos a encontrar con Petronilo Flores. Dimos marcha atrás, pero ya era tarde. Fue como si nos fusilaran. Pedro Zamora pasó por delante haciendo galopar aquel macho barcino y chaparrito que era el mejor animal que yo habÃa conocido. Y detrás de él, nosotros, en manada, agachados sobre el pescuezo de los caballos. De todos modos la matazón fue grande. No me di cuenta de pronto porque me hundà en el rÃo debajo de mi caballo muerto, y la corriente nos arrastró a los dos, lejos, hasta un remanso bajito de agua y lleno de arena. Aquél fue el último agarre que tuvimos con las fuerzas de Petronilo Flores. Después ya no peleamos. Para decir mejor las cosas, ya tenÃamos algún tiempo sin pelear, sólo de andar huyendo el bulto; por eso resolvimos remontarnos los pocos que quedamos, echándonos al cerro para escondernos de la persecución. Y acabamos por ser unos grupitos tan ralos que ya nadie nos tenÃa miedo. Ya nadie corrÃa gritando: "¡Allà vienen los de Zamora!" HabÃa vuelto la paz al Llano Grande.
Pero no por mucho tiempo.
HacÃa cosa de ocho meses que estábamos escondidos en el escondrijo del Cañón del TozÃn, allà donde el rÃo ArmerÃa se encajona durante muchas horas para dejarse caer sobre la costa. Esperábamos dejar pasar los años para luego volver al mundo', cuando ya nadie se acordara de nosotros. HabÃamos comenzado a criar gallinas y de vez en cuando subÃamos a la sierra en busca de venados. Éramos cinco, casi cuatro, porque a uno delos Joseses se le habÃa gangrenado una pierna por el balazo que le dieron abajito de la nalga, allá, cuando nos balacearon por detrás. Estábamos allÃ, empezando a sentir que ya no servÃamos para nada. Y de no saber que nos colgarÃan a todos, hubiéramos ido a pacificarnos.
Pero en eso apareció un tal Armancio Alcalá, que era el que le hacÃa los recados y las cartas a Pedro Zamora.
Fue de mañanita, mientras nos ocupábamos en destazar una vaca, cuando oÃmos el pitido del cuerno. VenÃa de muy lejos, por el rumbo del Llano. Pasado un rato volvió a oÃrse. Era como el bramido de un toro: primero agudo, luego ronco, luego otra vez agudo. El eco lo alargaba más y más y lo traÃa aquà cerca, hasta que el ronroneo del rÃo lo apagaba.
Y ya estaba para salir el sol, cuando el tal Alcalá se dejó ver asomándose por entre los sabinos. TraÃa terciadas dos carrilleras con cartuchos del "44" y en las ancas de su caballo venÃa atravesado un montón de rifles como si fuera una maleta. Se apeó del macho. Nos repartió las carabinas y volvió a hacer la maleta con las que le sobraban".
- Si no tienen nada urgente que hacer de hoy a mañana, pónganse listos para salir a San Buenaventura. Allà los está aguardando Pedro Zamora. En mientras', yo voy un poquito más abajo a buscar a los Zanates. Luego volveré. Al dÃa siguiente volvió, ya de atardecida. Y sÃ, con él venÃan los Zanates. Se les veÃa la cara prieta entre el pardear de la tarde. También venÃan otros tres que no conocÃamos.
-En el camino conseguiremos caballos-nos dijo. Y lo seguimos.
Desde mucho antes de llegar a San Buenaventura nos dimos cuenta de que los ranchos estaban ardiendo. De las trojes de la hacienda se alzaba más alta la llamarada, como si estuviera quemándose un charco de aguarrás. Las chispas volaban y se hacÃan rosca en la oscuridad del cielo formando grandes nubes alumbradas. Seguimos caminando de frente, encandilados por la luminaria de San Buenaventura, como si algo nos dijera que nuestro trabajo era estar allÃ, para acabar con lo que quedara.
Pero no habÃamos alcanzado a llegar cuando encontramos a los primeros de a caballo que venÃan al trote, con la soga morreada en la cabeza de la silla y tirando, unos, de hombres pialados que, en ratos, todavÃa caminaban sobre sus manos, y otros, de hombres a los que ya se les habÃan caÃdo las manos y traÃan descolgada la cabeza. Los miramos pasar. Más atrás venÃan Pedro Zamora y mucha gente a caballo. Mucha más gente que nunca. Nos dio gusto.
Daba gusto mirar aquella larga fila de hombres cruzando el Llano Grande otra vez, como en los tiempos buenos. Como al principio, cuando nos habÃamos levantado de la tierra como huizapoles maduros aventados por el viento, para llenar de terror todos los alrededores del Llano. Hubo un tiempo que asà fue. Y ahora parecÃa volver. De allà nos encaminamos hacia San Pedro. Le prendimos fuego y luego la emprendimos rumbo al Petacal. Era la época en que el maÃz ya estaba por pizcarse y las milpas se veÃan secas y dobladas por los ventarrones que soplan por este tiempo sobre el Llano. Asà que se veÃa muy bonito ver caminar el fuego en los potreros; ver hecho una pura brasa casi todo el Llano en la quemazón aquella, con el humo ondulado por arriba; aquel humo oloroso a carrizo y a miel, porque la lumbre habÃa llegado también a los cañaverales.
Y de entre el humo Ãbamos saliendo nosotros, como espantajos, con la cara tiznada, arreando ganado de aquà y de allá para juntarlo en algún lugar y quitarle el pellejo. Ese era ahora nuestro negocio: los cueros de ganado.
Porque, como nos dijo Pedro Zamora: "Esta revolución la vamos a hacer con el dinero de los ricos. Ellos pagarán las armas y los gastos que cueste esta revolución que estamos haciendo. Y aunque no tenemos por ahorita ninguna bandera por qué pelear, debemos apurarnos a amontonar dinero, para que cuando vengan las tropas del gobierno vean que somos poderosos." Eso nos dijo. Y cuando al fin volvieron las tropas, se soltaron matándonos otra vez como antes, aunque no con la misma facilidad. Ahora se veÃa a leguas que nos tenÃan miedo.
Pero nosotros también les tenÃamos miedo. Era de verse cómo se nos atoraban los güevos en el pescuezo con sólo oÃr el ruido que hacÃan sus guarniciones o las pezuñas de sus caballos al golpear las piedras de algún camino, donde estábamos esperando para tenderles una emboscada. Al verlos pasar, casi sentÃamos que nos miraban de reojo y como diciendo: "Ya los venteamos, nomás nos estamos haciendo disimulados." Y asà parecÃa ser, porque de buenas a primeras se echaban sobre el suelo, afortinados detrás de sus caballos y nos resistÃan allà hasta que otros nos iban cercando poquito a poco, agarrándonos como a gallinas acorraladas. Desde entonces supimos que a ese paso no Ãbamos a durar mucho, aunque éramos muchos. Cuando los vivos comenzaron a salir de entre las astillas de los carros, nosotros nos retiramos de allÃ, acalambrados de miedo.
Estuvimos escondidos varios dÃas; pero los federales nos fueron a sacar de nuestro escondite. Ya no nos dieron paz; ni siquiera para mascar un pedazo de cecina en paz. Hicieron que se nos acabaran las horas de dormir y de comer, y que los dÃas y las noches fueran iguales para nosotros. Quisimos llegar al Cañón del TozÃn; pero el gobierno llegó primero que nosotros. Faldeamos el volcán. Subimos a los montes más altos y allÃ, en ese lugar que le dicen el Camino de Dios, encontramos otra vez al gobierno tirando a matar. SentÃamos cómo bajaban las balas sobre nosotros, en rachas apretadas, calentando el aire que nos rodeaba. Y hasta las piedras detrás de las que nos escondÃamos se hacÃan trizas una tras otra como si fueran terrones. Después supimos que eran ametralladoras aquellas carabinas con que disparaban ahora sobre nosotros y que dejaban hecho una coladera el cuerpo de uno; pero entonces creÃmos que eran muchos soldados, por miles, y todo lo que querÃamos era correr de ellos.
autor juan rulfo