UNA MANCHA EN LA PARED

Eran ya casi las doce y media cuando yo, aún sentado en el sombrío estudio de mi casa en la playa, armado con afilada pluma y envuelto en la armadura de mi batín de paño, me disponía a finalizar mi velada creadora, apagar las lámparas de aceite que iluminaban la estancia mientras me preparaba mentalmente para caer entre los mullidos brazos de Morfeo durante toda aquella noche invernal del 16 de febrero.

Lentamente terminé de retocar con un ligero trazo de mi pluma aquél poema al que había estado dando vueltas toda la tarde. Pero, pese a tener un fuerte sentimiento intuitivo alrededor de los primeros versos, finalmente observé abatido que había vuelto a escribir uno de aquellos  poemas, entre vulgares y simbolistas, cuya fuerza estética (si es que tenían alguna) era sin duda el engañoso fruto subjetivo de mi voluntad frustrada y no de un maravilloso arranque de genialidad literaria.

Según  Juan, mi inspiración (antaño tan creadora) se había detenido en el pasado, y nada, ni siquiera un sobrehumano esfuerzo por escribir, lograría hacerla volver a mi vieja pluma. Cualquier otro se habría reído de él: hay quien dice que la poesía es sólo fruto del perfeccionamiento estilístico y de un prolongado trabajo del poeta. Por desgracia, yo soy de los que buscan una poesía más intuitiva, menos fría y más humana. Por este último motivo yo estaba completamente desanimado y terriblemente apático en todo aquello que no implicase el escribir.

Aquella repentina "falta de talento" que experimenté durante aquél invierno vino acompañada, casi simultáneamente, por un cambio de mis preferencias artísticas: ya no surgirán de mi inconsciente pluma versos entonados al amor incontenible y confuso que sentía por la vida, la vida personificada en ella... Ahora se apoderaban de mi mente pensamientos de los más negros que pueden jamás haberse imaginado. Pero estas oscuras y tenebrosas sombras que acechaban mi alma eran sólo meros atisbos de una realidad no empírica que sentía fuera de lo que llamamos Mundo, algo más allá  de lo que el ser humano puede llegar a comprender sin perder completamente el juicio.

Verdes espectros de seres escamosos con tentáculos innúmeros abordaban la complejidad de mis recuerdos, elevándose desde las siniestras  brumas de mis sueños a la parte consciente de mi memoria, como si quisieran pasar a formar parte de mi realidad.

Yo, en lugar de asustarme, me proponía con seriedad y deseo los retos poéticos que estos temas en mí despertaban, ya que se me sugerían cosas inexplicables, seres indescriptibles... Sería un enorme placer describirlos usando las emociones que en el hombre despierte el verso, unas emociones que no son descriptibles mediante meras palabras, pues el hombre no puede más que intuir estas verdades como sombras de una figura monstruosa recortándose frente a la luz de la luna.

Por eso, cuando  sueño con los seres que visitan mi cerebro por las noches, procuro estar alerta para, a la menor incidencia, despertarme; para así saber si comprendo la realidad que los compone. Sin embargo, no me atrevo a subir a mi habitación el material de escritura. No quiero que si algún día veo (o recuerdo) todo lo que en sueños se me ofrece y al despertar se me niega; sea capaz  de plasmarlo en el papel, ya que sería ese un recuerdo que permanecería imborrable por el resto de mi vida, atándome a la locura permanente del que vive el miedo.

Las lámparas humeaban apagadas, mis pies se arrastraban con pesadez hacia las escaleras angostas que llevan a la buhardilla donde solía dormir. Entonces, al disponerme a subir los escalones de madera, me volví a fijar (como cada noche inquieta que pasé en mi nueva casa) en la húmeda mancha oscura de la pared del pasillo. Aquella mancha no tenía ninguna forma definida que me pudiera inspirar temor, pero una extraña inquietud me azotaba al mirarla, como si fuese la costra superficial de la piel de algo cuya realidad se hallaba tras aquella pared... hasta tal punto llegaba mi obsesión debido a la influencia de los sueños que me visitaban cada noche.

La observé de nuevo, como hacía cada noche al subir a mi habitación y, como todas las noches, comprobé que la humedad verde que formaba aquél putrefacto dibujo en mi pared seguía expandiéndose por ella,  contaminando el blanco tabique de yeso.

Un paso hacia ella, mi mirada clavada en la desconchada superficie que abarcaba el cerco de humedad. Apartando inconscientemente la única lámpara que quedaba encendida en la casa (y que llevaba en la mano izquierda) de aquél trozo pútrido de pared. El olor agrio que emanaba  de la mancha me invadió con violencia y me hizo retroceder, según creía yo, ligeramente mareado.

Ligeramente "intoxicado" por arcadas convulsivas y por nauseas (más bien mentales que fruto de la realidad que todos entienden por verdadera) retrocedí unos pasos y, después, recorrí rápidamente los peldaños de crujiente madera que me separaban de mi ansiado lecho. ***

Ya una vez metido entre las mantas, en lugar de sentirme evadido de todo temor, como era costumbre en mí, considerando ajeno a todo aquello que sucedía fuera de mi cuadrilátero lugar de reposo, más bien me sentía amenazado, debido a que era consciente de que "aquello" de lo que provenía el líquido rezumante en la pared de la planta inferior se hallaba justamente debajo de donde yo yacía.

Mirando al techo de color oscuro, que alcanzaba a distinguir debido a la tenue luz proveniente de la luna que penetraba entre las cortinas de mi habitación, no podía cesar de pensar en lo que se encontraba bajo mi suelo, entre los bloques de ladrillo y yeso que formaban el inexistente hueco de la escalera. El frío temor de un imaginario e inminente ataque desde debajo del colchón atenazaba mi espalda, haciendo que los riñones se contrajeran provocándome un grave dolor en la zona lumbar.

Traté de conciliar el sueño, tumbándome de lado. Mirando con los ojos, llorosos de cansancio, hacia el exterior de la ventana, hacia el cielo negro dónde la luna colgaba, ofreciéndome su luz. Pero la visión de la pálida luna (casi llena) no podía hacer más que rememorar en mí los recuerdos de todas aquellas bestias que disfrutan de sus presas por la noche... y no podía dejar de darme cuenta de que la noche, aunque implique el descanso de lo humano, no deja de ser el día para monstruos innombrables capaces de cualquier atrocidad.

Todos mis pensamientos me inquietaban. Llegué a sobresaltarme del propio tacto del pijama, incluso de mis sábanas, húmedas por el frío sudor, símbolo del miedo,

Tras algunas horas (que quizás fueron minutos, pero que la eternidad del pánico convirtieron en siglos) de oir un impertinente  goteo en el piso de abajo, ya advertido por mí desde el primer día, pero que nunca había merecido más consideración que lo meramente rutinario, sentí que me volvía loco. Esperaba, mirando hacia la inmóvil puerta, que ésta se abriese dejando franco el paso a la innominable criatura que vivía bajo mi escalera.

Me levanté, con miedo de poner los pies sobre el marmóreo y frío suelo, y me dirigí hacia la ventana, abriéndola y sacando mi cabeza al frío ambiente nocturno. Me tranquilicé bastante al ver las blancas nubes corriendo suavemente bajo el albo satélite lunar, al oír al grillo, cantor de la noche, cuya canción puede llegar a exasperar al durmiente frustrado, pero que a mí me devolvió a la realidad que estaba a punto de perder por siempre.

El aire fresco me sentó muy bien, la cordura se volvió a adueñar de mi persona, desterrando a la locura intuitiva que había exagerado hacía tan poco rato, debido a mi espíritu extremadamente emotivo y exagerado. La soledad que me acompañaba desde el día que compré el caserón hacía que mi imaginación volase alto y en torno a lugares que jamás habría querido yo, voluntariamente, visitar. Pero ya estaba todo en paz de nuevo. ***

   Al entrar de nuevo en mi rancia habitación, la desesperación y el desaliento me aplastaron bajo un peso sobre mis hombros y mi alma que me hizo caer, inerte, al suelo. Aquello existía, la puerta estaba entreabierta, y la maligna entidad que permanecía junto a los peldaños de madera, emparedada desde hacía innumeros años, dejaba ver un reflejo de su corrupta y leprosa alma, bajo la forma de una neblina color mostaza que ascendía de debajo de la cama en forma de pútridas volutas de humo cuyo amargo olor se me hacía insoportable.

Entonces, en un arranque de furia provocada por mi locura, bajé a la planta baja, pasando sin volverme junto a la monstruosa mancha de la pared. Entré, con la lámpara de aceite que portaba en alto, en el trastero donde guardaba todas las pertenencias olvidadas por el anterior dueño de la casa, y, no encontrando ningún pico ni martillo lo suficientemente grande, agarré un hacha roma, vieja y rojiza por el óxido, volviendo hacia las escaleras, fuente y fin de mis temores más profundos e incomprensibles.

El primer golpe descargado por el filo viejo sobre el yeso, que saltó en pedazos blanduzcos, rezumantes de un verdoso limo, hizo que la cabeza del hacha  se hincase en la pared... y al sacarla de su aprisionamiento, un tufo  agrio (como el de la leche pasada) inundase todo el corredor.

Mareado por la vaharada del pútrido aliento de la pared, y exaltado por mi febril estado, continué descargando golpes al tabique, que en lugar de despedir  trozos compactos de yeso carcomido por el impacto del pico, empezó a supurar grandes cantidades de verde y denso líquido que empapaba el suelo y salpicaba las paredes.

No se cuánto tiempo permanecí golpeando la infecta muesca hecha por mí en la pared, pero con el esfuerzo de mi mente enferma  logré abrir un agujero en ella de, más o menos, el diámetro de mi cabeza.

Fui a asomarme por el negro boquete rodeado de chorreantes babas y algunos gusanos interceptados por mi hacha durante su trayectoria por el yeso. Pero cuando acerqué mi rostro al agujero una vaharada de fétido aire invadió mis fosas nasales, provocándome un terrible shock. Caí contra la pared del pasillo magullándome el hombro izquierdo.

Pero en aquellos momentos no sentí ningún dolor, mis sentidos se hallaban saturados por el aullido de mis lacerados pulmones, quemados por aquél corrupto aire...

En aquél momento miré de nuevo el agujero... Jamás podré describir, ni en el más melancólico poema -por muy tenebroso e inquietante que éste sea- la parte de la figura que asomó durante aquel breve instante por el otro lado del improvisado vano, para después retroceder, dejando que aquello que chorreaba por las paredes de la sala volviese a cubrir el agujero: ventana hacia un mundo exterior que aquél recluido ser parecía preferir ignorar por el momento.

Ahora me encuentro tumbado en una cama del hospital situado a las afueras del pueblo, hospital que tantas veces divisé desde mi buhardilla durante los s días claros, tan escasos en aquella comarca costera. Recuerdo aquella noche de incomprensible locura e irremediable temor. Nadie, si siquiera los médicos que me encontraron en aquel estado casi catatónico, me quieren explicar cómo me hallaron y la situación del pasillo de mi casa...

Ayer, un colega de profesión y gran amigo me comentó que, cuando él llegó a mi casa, la pared que yo le indiqué por señas olía a yeso fresco y aún estaba blanda, evidenciando alguna reciente obra. Esto es prueba de que aquello  existe, y yo volveré a la casa para derruir esa pared y desvelar ese ente que garantizará atemporalmente una inagotable inspiración por el resto de mis días...

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