Érase una vez un rey que habÃa gobernado a su pueblo en paz y armonÃa durante muchos años y ,tanto sus vasallos como reinos cercanos, asà lo veÃan… y asà se lo reconocÃan; por lo que la convivencia entre todos, era uno de los valores de los que más se enorgullecÃa.
Un dÃa, atraÃdo por la tranquilidad del reino y de sus habitantes, un artesano decidió establecer su negocio allà y lo primero que le llamó la atención era que todo lo que en él habÃa tan sólo tenÃa tres colores: rojo, amarillo y azul. Asà que pensó que serÃa bueno para los clientes de su nueva tienda, empezar a mezclarlos para hacer nuevas creaciones con ricos y alegres colores. En poco tiempo empezaron a verse ropas con tonos violetas, naranjas y verdes. Aquello fue una novedad que no tardó mucho en llegar a los oÃdos del rey, el cual mandó llamar al artesano.
Mis consejeros -dijo el rey- me han informado de que estás haciendo ropas con unos colores extraños que en este reino no se han visto jamás y eso puede provocar disturbios y que ,la tranquilidad que este reino ha tenido hasta ahora, se vea alterada. Además no has pedido permiso a nadie para hacerlo.
- Majestad -le respondió el artesano- desconocÃa que debÃa pedirse permiso para ello y no pensé que traer un poco de color y variedad a este reino pudiese turbar su paz, sino todo lo contrario, que al hacerlo ayudarÃa a que sus gentes fuesen más alegres y felices. Además, aunque no sea bueno para mi negocio, estoy dispuesto a enseñar a todos los artesanos del reino a mezclar los colores para que aprendan y puedan pintar sus creaciones de colores: muebles, fachadas, los carros de los bueyes, los adornos de las casas y todo lo que la gente quiera.
Ante tales palabras, los consejeros del rey y los súbditos presentes, quedaron expectantes y ,abriendo sus grandes ojos, esperaron -en silencio- la respuesta de su rey. – Bueno -por fin contestó- veremos cómo se hacen esas mezclas y ya decidiré más adelante.
Cuando llegó el dÃa en el que todos los artesanos se reunieron para aprender las nuevas artes, el rey también acudió a la cita y -sentado en su sillón sobre una tarima, para no perderse detalle- atendió con curiosidad a las explicaciones; tras las cuales, se levantó y se fue a sus aposentos a meditar.
Pasaron los dÃas y al rey no le convencÃa nada que alterara lo que durante tantos años se habÃa estado haciendo en su reino y su descontento se veÃa acentuado por algunos consejeros que le ratificaban que aquello no podÃa traer nada bueno. Sin embargo, en las calles cada vez más gente compraba los objetos que -los artesanos más atrevidos- decoraban con los nuevos colores que surgieron de la mezcla de los de toda la vida; empezando incluso a realizar nuevas mezclas que hicieron aparecer el rosa, el marrón, el morado y un sinfÃn de colores que llenaron las calles de alegrÃa.
Mientras tanto, el rey y algunos de sus asesores seguÃan encerrados en un gran salón pensando que aquello acabarÃa mal y que no se debÃa haber tomado, tan a la ligera, aquella cuestión; ya que lo que se habÃa hecho durante toda la vida era un seguro para el futuro. Y… seguramente estaban llenos de razón, ya que si hasta ese momento todo habÃa ido bien con sólo tres colores, no habÃa razón para el cambio. La gente sin conocer nuevos colores habÃa podido vivir perfectamente y por tanto aquello no deberÃa continuar. Asà que siguieron dándole vueltas y vueltas en sus cabezas y cada vez estaban más convencidos de sus razones. Hasta que cayeron en la cuenta de que no habÃan preguntado al pueblo, habÃan estado tan ensimismados con sus dudas dentro de los muros del palacio, que no se les habÃa pasado por la cabeza salir a la calle a ver la reacción de la gente sobre el tremendo problema que habÃa caÃdo sobre el reino.
Aquella misma tarde, el rey convocó a su pueblo en la explanada frente al castillo, para preguntar y exponer todas sus dudas y miedos; pero cuál no serÃa su sorpresa que -al salir al balcón real- una nube de vestimentas, serpentinas y banderolas se agitaron, vitoreando a su rey por la alegrÃa de colores que habÃa traÃdo a su reino. El rey miró a sus súbditos, subió las manos hacia el cielo para saludarlos y, a continuación, se las llevó a su pecho y nunca más sus miedos impidieron que su pueblo fuera feliz.