LA TRAMA MACABRA
El hombre se encontraba solo en su habitación,
como era costumbre en los últimos 12 años, desde que su esposa
falleció. "Su caso es terminal; sólo es cuestión de
dÃas, tal vez unas pocas semanas" –le informó el oncólogo–
Su resignación tardó en llegar, pero llegó y se convirtió
en rutina, al igual que su trabajo como encargado de la estafeta postal
número 21 de Barracas. Los dolores articulares siempre, musculares
a veces y óseos esporádicamente, le recordaban a diario que
su retiro estaba próximo.
Se acomodó en su sillón favorito,
apoyó los pies sobre el viejo taburete y, con el control remoto
bajo su mando, comenzó a barrer la pantalla televisiva buscando
alguna pelÃcula que lo distrajese, al menos por un breve lapso,
de la tortura diaria de soportar su asfixiante soledad.
Se detuvo en el canal 39, no porque la escena
lo atrapara, pues la pelÃcula estaba empezada, pero sà por
su música. Era orquestada, con acordes que denotaban suspenso. En
la pantalla, la sombra se recortaba contra los muros gastados del edificio.
Su andar era pausado pero firme, aquella figura siniestra era el condimento
ideal para esa música que crecÃa en intensidad; sus acordes
inspiraban miedo y desazón. De pronto, al cruzar un callejón
iluminado, esa diabólica efigie dejó ver su rostro. Fue un
instante que bastó para que el hombre se sobresaltara de terror.
Sin duda, la escena lo habÃa atrapado.
Se sintió inquieto, con un cosquilleo
interno que le provocó un escalofrÃo breve y molesto. Aplastó
con fuerza su espalda en el sillón, como si quisiera introducirse
dentro de él buscando protección, bajó los pies del
taburete lamentando no haber visto la pelÃcula desde el inicio y
observó inquieto como aquella criatura del espanto se introducÃa
por un oscuro pasillo hasta llegar al pie de una escalera en forma
de caracol.
Nada hacÃa prever el desenlace. ¿Que
oscuro propósito perseguÃa aquél ser abominable?
Su ascenso era acompañado por estruendosos
golpes de tambor. Un peldaño, dos... quince, primer descanso; Un
peldaño, dos... —el sonido del tambor lastima los oÃdos—,
quince, segundo descanso. La música hace un giro violento. Es, sin
duda, aterradora. La figura se interna por el corredor en busca del último
cuarto. En su trayecto extrae un cordel de un bolsillo interno y lo sostiene
de uno de sus extremos. En la pared débilmente iluminada, se ve
claramente como vivorea aquél elemento al compás de su andar.
De pronto, música y figura se detienen. El silencio invade la escena
y la habitación; su pulso se acelera, ansÃa el final, no
soporta un minuto más de suspenso. ¿Y ahora qué? —
Se preguntó —. En un acto inesperado, aquél malévolo
ser arremetió contra la puerta con una estruendosa, certera y destructiva
patada. La madera cedió. La música acrecentó su intensidad
hasta lo intolerable. El hombre estaba absorto, lleno de pánico,
observando, a través de la hipnotizadora pantalla, cómo
la figura entraba en la habitación. Ahora son las dos manos las
que sostienen tensamente el cordel asesino. La trama se aclara y el desenlace
es obvio y quizá, hasta previsto. La cámara que todo
lo capta se ubica por detrás del asesino, permitiendo observar
que en el otro extremo, ajeno a cuanto acontece, de espaldas al intruso,
se encuentra un hombre sentado en un sillón ejercitando la sana,
familiar e inofensiva costumbre de mirar televisión.