No es fácil encontrar el residuo de lo
gótico en Buenos Aires. Es una ciudad de eterna vigilia, en donde
lo mundanal ha ahogado lo fantástico y los relatos no tienen oyentes.
Tal vez es cierto que ningún fantasma ha caminado por sus calles,
que ninguna maldición se ha posado sobre sus casonas antiguas. Pero
me basta caminar por la madrugada, en ese único momento en que la
gran ciudad duerme para saber que sigue existiendo magia en sus veredas.
Es una sensación, tal vez un sonido, un murmullo. Es un instante
en que la muchedumbre durmiente no puede silenciar a los espectros. Esos
fantasmas emiten su discurso pronunciado en antigua y desconocida lengua.
Tratan de contar lo que les pasó a los transeúntes despreocupados,
sumidos en el dolor de las almas que no estén en el cielo pero tampoco
en el infierno. Y es entonces cuando yo, un romántico, un poeta,
me pongo a escuchar sus relatos. Aunque no puedo entenderlos me gusta mecerme
en sus palabras que dicen -yo lo sé- algo importante. Me gusta sentir
que soy uno de los pocos que sabe sus secretos. Pero cuando la gente comienza
a despertar, ellos callan y yo vuelvo a ser Raél Wilde, un loco,
un fracaso. Aquel dÃa habÃa visto a un niño hurgando
en la basura, a un par de borrachos cantando al unÃsono una vieja
canción y a una prostituta ejerciendo su oficio. En las calles del
barrio de Balvanera no es nada fuera de lo comÃan. Vivo en una casona
en avenida Independencia, donde mis abuelos me educaron desde muy pequeño.
De mis padres sóo existe una sombra. A veces recuerdo una sonrisa,
unos labios finos, pero el accidente sólo me dejó fotografÃas
e imágenes inconexas. Mis abuelos habÃan muerto dos años
atrás, mi abuela primero y después mi abuelo. Los espectros,
la música de un viejo tocadiscos y la frondosa biblioteca familiar
eran mi única compañÃa. Cuando los rayos de sol comenzaron
a asomar y no habÃa nada más que escuchar en las calles,
volvà al hogar. Me aguardaron dos horas de éxtasis poético,
escribiendo pulcros versos, que serÃan condenados al fuego cuando
la mañana siguiente me sorprendiera con la falta de talento. Luego
me sumà en la obra de Poe y en la fina prosa de Lovecraft. LeÃ
alguna monstruosidad porteña de JJ BajalÃda, pero no quede
satisfecho. Me levanté para tomar un libro más, para ahondar
más en ese laberinto de roble que contenÃa fascÃculos
inéditos coleccionados por varias generaciones. Un tomo ennegrecido
por el tiempo me llamó la atención. Fue por esa idea singular
de lo estético que me habÃa acompañado durante toda
mi vida. Un libro de esas caracterÃsticas, polvoriento, antiguo,
no podÃa dejar de tener saberes dignos de conocer. Estética
de alquimista, decÃa mi abuelo, burlándose de mi ingenuidad.
Pero mi intuición -lamentablemente- no falló esa vez. AbrÃ
el fascÃculo. "El Manifiesto de Aurelio", señalaba la primera
hoja en tono imponente. Ante mi asombro era un manuscrito. Identifiqué
la letra de mi abuelo, fina, ese tipo de letra que se ha perdido. Señalaba
ser una traducción de un original en latÃn escrito en el
siglo XVII. ParecÃa ser más una obra sensacionalista, que
algo digno de mi atención.
Estuve a punto de cerrarlo y volverlo a colocar
en su estante en la biblioteca, pero por algún motivo comencé
a leerlo. HabÃa algo en la forma en que estaba escrito, algo en
las palabras, que lo dotaban de un terrible realismo; por más de
que habÃa muchos hechos fantásticos que no creerÃa
ni un chiquillo de cuatro años. Era la vida de un abad francés,
Aurelio, que habÃa estudiado la cábala y alquimia.
"Dios es invisible ante los ojos de los hombres;
y sus hijos no deben desear ver su rostro", decÃa mi abuelo citando
en su faena de traductor al religioso. Rescataba los morbosos rituales
que habÃa llevado a cabo aquel sujeto del pasado, hombre que nunca
debió haber existido para bien de mi cordura y el de todos sus lectores.
Aurelio vivió en NormandÃa. Huérfano, se crió
en una abadÃa entre monjes. Hacia la adolescencia comenzó
a llevar a cabo un profundo análisis teológico, que lo llevó
a estudiar fragmentos de antiquÃsimas obras. Ya en su madurez comenzó
a practicar la magia para acercarse a Dios "pero el Supremo permanec\'eda
distante, alejado". Comprendió que la mejor forma de estudiar a
Dios era a través de la magia negra. Se acercó a los dioses
paganos a quienes los antiguos europeos rendÃan pleitesÃa.
Estudió la magia negra y descubrió cultos que habÃan
sobrevivido desde la antigüedad hasta el presente. Supo que tras todo
sacrificio, tras todo ritual existÃa una entidad, asà como
existÃa un Dios que la habÃa creado. Practicó actos
impuros y bailó junto a las brujas en sus aquelarres. Envejeció
entre los males del mundo, pero su fin era santo, digno de un hombre de
Dios. QuerÃa acercarse al Supremo y para ello debÃa recurrir
a su antÃtesis, al mismo demonio. Ya en su lecho de muerte, consiguió
cita con el Maligno. La figura oscura acudió a su puerta, entró
impetuosa a su habitación y le susurró al oÃdo:
-Toda la vida has tratado de ver algo que no
existe. Yo soy el único y el de siempre. Ahora la muerte te recoge
y sabes que no hay más que dolor tras el umbral. Más dolor
aún por la esperanza perdida. Vi crepitar las hojas del trabajo
de mi abuelo. La bebida me ayudó a olvidar... olvidar por un tiempo
aquello que habÃa leÃdo. Pasaron dÃas antes de que
pueda salir nuevamente a las calles. Pero cuando el valor regresó,
ahà estaba devuelta la madrugada de Buenos Aires, con sus espectros
ignorados. SeguÃan balbuceando su discurso intangible. Pregunté
a ellos si era cierto pero permanecÃan distantes, imperturbables
como siempre. Una mano se posó en mi hombro. Reconocà detrás
mÃo, en el fantasma que se me presentaba el rostro antaño
afable de mi abuelo.
-¿Qué pregunta te aflige?
-¿Es verdad? ¿Es verdad que no
existe?
Sonrió y se perdió en la neblina
matinal.