Huye de aquÃ, viajero. Huye de este lugar
maldito que jamás debiste visitar. Ese reseco montón de huesos
que ves a tus pies es la advertencia, la señal de que has llegado
demasiado lejos, de que has cruzado la puerta que conduce a la locura.
Quizá aún estés a tiempo: huye. Ricketts lo intentó,
y, aunque no puedo asegurarlo pues su figura se desvaneció en la
tormenta de arena apenas abandonó la cueva, mi corazón me
dice que logró cruzar el desfiladero y llegar a la llanura de El-Arhel.
No te adentres en la cueva. No te dejes engañar por los extraños
bajorrelieves, no prestes atención a su historia, a su canción
de muerte que lleva esperando siglos...
El resto de la expedición arqueológica
de la que Ricketts y yo formábamos parte, encabezada por Sir Benjamin
Morell, el famoso arqueólogo de Boston, y compuesta de otros tres
hombres, llegó a esta la más desolada e inexplorada parte
de Egipto con la intención de contrastar las teorÃas de Sir
Morell. Nuestro lÃder sostenÃa que en esta árida franja
de desierto entre las montañas de Deir el-Bahari se encontraban
las tumbas, aún no descubiertas y con mucha probabilidad todavÃa
no profanadas, de una dinastÃa de faraones antiquÃsima y
cruel, cuyas infamias y despropósitos para con sus súbditos
habÃan hecho que su historia se perdiese en las tinieblas de leyendas
susurradas al oÃdo de generación en generación. Sir
Morell habÃa bosquejado la existencia de las tumbas a través
de decenas de viajes por la región, recopilando historias balbuceadas
en oscuros patios por personajes considerados como locos y visionarios.
Si logró reunir el capital necesario para tan disparatada expedición
no fue sino gracias a mi apoyo ante el consejo de la universidad de Arkham,
de cuyo cuerpo docente habÃa sido yo parte durante años.
La expedición partió de Boston
el 12 de Enero, en un enmohecido velero de nombre "Shelley", cuyos continuos
vaivenes a la menor racha fuerte de viento ponÃa nervioso a la mayor
parte del grupo. El viaje fue realmente tedioso. Por fin llegamos a El
Cairo a principios de Febrero. Allà nos esperaba un equipo de guÃas
nativos que ya habÃan colaborado con Sir Morell en anteriores expediciones.
Esto no evitó, empero, que casi la tercera parte de los mismos desaparecieran
en cuanto se les dio a conocer nuestro destino. El resto aceptó
a conducirnos hasta Deir el-Bahari, si bien por una cantidad bastante superior
a la previamente fijada. La travesÃa por el desierto se vio constantemente
retrasada por desafortunados incidentes que no lograron, sin embargo, desanimarnos.
Tres de los nueve guÃas egipcios desaparecieron durante el viaje,
como tragados por la frÃa noche del desierto. Ninguno de ellos robó
nada, ni siquiera provisiones o agua. Perdimos a otro guÃa más,
asà como al egiptólogo escocés Augustus Lloyd, durante
una pavorosa tormenta de arena que se levantó el décimo dÃa
y que duró tres dÃas y tres noches. De no haber sido por
la habilidad de los guÃas para construir un improvisado refugio
al pie de unas lomas de piedra caliza, abrÃamos sucumbido todos
con total seguridad. Tardamos un dÃa entero en recoger nuestras
pertenencias, y tratando en vano de encontrar los cuerpos de los dos desaparecidos.
Después de la tormenta planteamos a Sir Morell la posibilidad de
desistir, pero el Ãmpetu en forma de brillo enfermizo que sus ojos
despedÃan nos dio fuerzas para seguir. Tras otras dos semanas de
duro tránsito por dunas traicioneras avistamos por fin el desfiladero
de Deir el-Bahari, que se abrÃa ante nosotros como una herida fatal
en las montañas. El viento soplaba por él canciones siniestras
cuyo significado tan sólo los guÃas egipcios parecieron entender,
pues se negaron en redondo a seguir. Para entonces estabamos demasiado
excitados con la idea de haber llegado como para preocuparnos de la irracional
actitud de los guÃas, asà que acordamos dejarles parte de
las provisiones para que montaran un pequeño campamento a la entrada
del desfiladero, donde debÃan esperar a nuestro regreso. No fue
sino tras dos dÃas más de lento caminar bajo la refrescante
pero amenazadora sombra de los riscos del desfiladero que hallamos los
primeros vestigios de ruinas, que confirmaban la existencia de algún
tipo de construcción. Las ruinas eran poco más que piedras
normales a la vista debido a la brutal erosión del viento y la arena,
y habrÃan pasado desapercibidas ante ojos menos expertos y ansiosos
que los nuestros. Poco se podÃa decir de la forma o función
de la estructura en cuestión, pero por nuestras mentes pasaron sombras
de enhiestos templos incrustados en la roca, fachadas de construcciones
seguramente continuadas en grutas excavadas en la roca. Fue durante una
más minuciosa comprobación del terreno que Rickett encontró
la entrada de la cueva, en la pared Este del desfiladero, semi oculta por
lo que parecÃdan ser los restos de una enorme columna. No tardamos
en pertrecharnos con un improvisado equipo espeleológico y adentrarnos
en la caverna. Si bien los treinta primeros metros resultaron ser bastante
angostos, teniendo incluso que arrastrarnos en determinados puntos del
recorrido, el techo de la gruta se elevó bruscamente al llegar a
una especie de bóveda natural. Allà fue donde hicimos nuestro
primer gran descubrimiento: una serie de bajorrelieves de extraña
factura y espantosa antigüedad, que no encajaban en absoluto con lo
hasta ahora documentado sobre arte egipcio. En vez de la rigidez y sencillez
habitual de la época Tinita, fecha en la cual datamos al principio
los bajorrelieves, éstos mostraban figuras semihumanas en posturas
indescriptibles, seres extraños retorciéndose en un oscuro
rito que no alcanzábamos a comprender. Todo aquello no sirvió
sino para intrigarnos más y alimentar nuestras expectativas de realizar
un asombroso descubrimiento. Los bajorrelieves parecÃan narrar la
historia del pueblo que antaño habitó Deir el-Bahar, pues
los frisos, si bien incomprensibles, insinuaban una continuidad casi lineal,
un argumento evolucionante que, si bien nosotros no entendÃamos,
nuestro cerebro parecÃa empezar a asimilar. Nuestras lámparas
de aceite alcanzaban apenas a iluminar un radio de tres escasos metros,
pero parecÃa claro que los bajorrelieves se extendÃan largamente
por la pared de la cueva. Fue asà siguiendo los hechos probablemente
de carácter mitológico tallados en la roca como os fuimos
adentrando sin darnos cuenta en las profundidades de la gruta, cuya longitud
parecÃa no tener fin. Creo que fue Rickett el único que se
dio cuenta de que el techo se elevaba cada vez más, hasta alturas
imposibles, y de que nuestras lámparas apenas ya alumbraban, no
por falta de combustible sino por la extraña voracidad con la que
la oscuridad la devoraba. Quizá por eso se fue rezagando del grupo
cada vez más quizás por eso su mirada se enturbió
con un pánico indescriptible, y quizás por eso logró
escapar de aquà con vida. Cuando el resto llegamos al final de la
cueva hacÃa ya tiempo que el charco de luz de la lámpara
de Rickett se habÃa perdido tras nosotros. Nos encontramos entonces
con una pétrea puerta, cuyo marco no habÃa sido concebido
para permitir la entrada de cuerpos humanos, pues ángulos imposibles
lanzados desde los casi irreconocible vértices del marco hacÃan
pensar más bien en las retorcidas figuras de los relieves. No recuerdo
con claridad quién fue el que empujó la puerta, tan sólo
que ésta se deslizó sin resistencia hacia el interior, mostrando
un estrecho corredor cuyo suelo estaba decorado con sÃmbolos mareantes
y sin sentido, y cuyas curvas y esquinas nos hicieron agradecer que no
hubiera bifurcaciones en el camino, pues jamás habrÃamos
sido capaces de encontrar el camino de vuelta. No sé durante cuánto
tiempo vagamos por aquel corredor, con Sir Morell a la cabeza, la lámpara
en alto, tratando de adivinar por fin el final de aquel corredor.
De pronto las paredes volvieron a distanciarse,
e irrumpimos en lo que creo que era la cámara funeraria de los faraones
que las leyendas recogidas por Sir Morell insinuaban. Solo que no se trataba
de faraones. Y tampoco estaban muertos... No relataré, viajero,
lo que allà vimos. No me atreverÃa a repetir las espantosas
imágenes que fueron la muerte de los demás expedicionarios,
ni a narrar mi desesperada huida a ciegas a través de la oscuridad.
La expresión de mi desencajado rostro bastó para que Rickett,
que esperaba al principio de la bóveda de los bajorrelieves, se
desmayara. Cuando recobró el sentido intentamos ganar la salida,
pero allà nos esperaba una tormenta de arena cuya violencia e intensidad
superaba con mucho la que anteriormente habÃamos sufrido en el desierto.
No soportaba la idea de seguir en la cueva, pero la primera tentativa de
salir al exterior acabó con nuestro presto regreso al amparo de
la gruta, nuestros rostros sangrando debido a la terrible fuerza con que
el viento arrastraba la arena hacia nosotros. Esperamos en vano a que amainase
durante horas, y fue entonces cuando entre los aullidos locos del viento
pudimos escuchar un sordo sonido que venÃa de las profundidades
de la gruta. Rickett me miró con angustia, y en mi rostro encontró
la confirmación a sus terrores. Rickett se adentró de un
salto en la tormenta. Espero que haya conseguido escapar. Por mi parte,
hice lo que la conciencia me dictaba, ya que fui uno de los impulsores
de la expedición, y por tanto responsable de lo ocurrido. Con una
pequeña carga de dinamita, que llevábamos por si era necesario
despejar alguna galerÃa obturada por los desprendimientos, clausuró
la entrada de la cueva, quedándome yo dentro...
Que Dios me perdone, pero yo no acabaré como los demás. Espero que mi pistola aún funcione...