LA RANA Y LA CULEBRA

El hijo de la rana brincaba en el bosque cuando  vio algo nuevo en el camino. Era una persona larga  y esbelta, y su piel relucía con todos los colores  del arco iris.

    -Hola -dijo Niño-rana-. ¿Qué haces tirado en el  sendero?

    -Calentándome al sol -respondió esa otra persona, retorciéndose y desenroscándose-.  Me  llamo Niño-culebra. ¿Y tú?

    -Soy Niño-rana. ¿Quieres jugar conmigo?

    Así Niño-rana y Niño-culebra jugaron toda la mañana en el bosque.  

    El Niño-rana le enseñó a Niño-culebra a saltar y ésta le enseñó a arrastrarse por el suelo y trepar  a los árboles.

    Después cada cual se fue a su casa.

    -¡Mira lo que sé hacer, mamá! -exclamó Niño-rana, arrastrándose sobre el vientre.

    -¿Dónde aprendiste a hacer eso? -preguntó su madre.

    -Me lo enseñó Niño-culebra. Jugamos en el bosque esta mañana. Es mi nuevo amigo.

    -¿No sabes que la familia Culebra es mala? -preguntó su madre-. Tienen veneno en los dientes.  Que no te sorprenda jugando con ellos. Y que no te  vuelva a ver arrastrándote por el suelo. Eso no se  hace.

    Y desde ese día, Niño-rana y Niño-culebra nunca  volvieron a jugar juntos. Pero a menudo se sentaban a solas al sol, cada cual recordando ese único día  de amistad.       

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