- A ver, toma éste más grande, póntelo en la oreja.
-SÃ.
-¿Oyes algo?- preguntó el niño con emoción.
-SÃ, un ruidito.
-¿Cuál ruidito?
-La voz del caracol.
-¿Qué dice, Celia?
-Le canta al mar…
El hombre recordaba aquella conversación con su hermana, como si hubiese sido ayer. Fidel nunca supo qué fue lo que le dijo el caracol, pero debió haber sido algo realmente hermoso. Celia siempre fue una chica muy hermosa con unos ojos de obsidiana. Ella con sus ojos negros, se dedicaba a observar todo y un buen dÃa también volteó a ver la miseria en una mirada que decÃa más que el canto del caracol a la mar embravecida. Celia era rebelde, de causa y de corazón; pronto chocó con la ideologÃa de sus padres conservadores, que habÃan terminado por tener seco el corazón. La muchacha se fue de casa antes de cumplir dieciocho años, ella tomó con rumbo al sur.
Los años pasaron y Fidel decidió dedicar su labor a la Iglesia. Al joven se le comenzaron a abrir sus ojos y decidió que su vocación serÃan las misiones. Un buen dÃa, al Seminario donde trabajaba Fidel llegó una convocatoria para apoyar una misión en los Altos de Chiapas. Fidel no lo dudó un instante y asà comenzó su aventura…
- ¡Despierta, cabrón, es hora de que te tragues esta mierda!
Fidel despertó de sus pensamientos, era hora de comer aquella porquerÃa que le aventaban todos los dÃas. Abrió los ojos y pudo ver que por la ventana entró una paloma con una ramita. El ave estaba construyendo su casita en la cárcel, igual que Fidel tenÃa su encierro ahÃ. La prisión, tristemente, era ahora su jaula, pero su corazón vivÃa lejos, en ese paraÃso llamado Chiapas, y que los españoles junto con su doctrina religiosa fueron moldeando hasta convertirlo en un infierno para sus pobladores, hermanos indÃgenas. La paloma salió por la ventana y extendió sus alas, Fidel comenzó a volar de regreso al edén.
A esa tierra de contrastes él llegó a trabajar con la ilusión de acabar con la injusticia, sabÃa que Dios no lo abandonarÃa en su misión por lo que se sentÃa lleno de energÃa. La primera encomienda de Fidel fue ir a curar a varios heridos en la comunidad zapatista de La Garrucha. Cuando llegó la comitiva aquello era un lugar asqueroso en donde el olor a muerte se habÃa impregnado al sabor de la selva. Fidel se acercó al cuerpecito de una niña y le cogió del brazo para tomarle el pulso, pero ya era demasiado tarde, la pequeña habÃa fallecido. Aquello era una carnicerÃa. Se acercó al cuerpo de un zapatista, le tomó el brazo sin esperanzas. En ese momento sintió cómo algo misterioso lo atravesaba por todo su cuerpo, y como si fuese un milagro regresó el pulso de aquel hombre que ocultaba su cara con un pasamontañas negro.
-¡Está vivo!, vengan a ayudarme.
Aquel hombre zapatista fue el único que se salvó. Fidel seguÃa buscando algún sobreviviente y, de pronto, sintió el brutal golpe de todo el mar en su pecho. Enfrente de él estaba una mujer que tapaba su rostro con un paliacate rojo, aquella joven tenÃa sus ojos de obsidiana. Fidel le quitó lentamente el paliacate de su cara y después estalló en un grito salvaje:
-¡NO!, Dios, ¡no!, ¿por qué, por qué mi hermana?
Fidel se tumbó sobre el cuerpo inerte de ella, estaba destrozado; Celia habÃa muerto en la interminable lucha por la dignidad y el respeto de los que también eran hijos de Dios. Después de algún tiempo la herida cerró, pero la cicatriz siguió ahà para siempre.
Cuando Fidel despertó, notó que la paloma le tomaba de su cabello con el pico, el hombre acarició al ave. Al recordar la muerte de su hermana pensó que Dios era muy injusto.
-Vuela, palomita, sube al cielo y exÃgele al Señor y al mundo entero la justicia en Chiapas.
Y el ave comenzó su vuelo perdiéndose en el horizonte…
Fidel fue asignado para trabajar en la comunidad zapatista de Chenalhó, Acteal. Ahà se vivÃa en la miseria más grande y con la fe más grande. Niños, mujeres y hombres trabajaban sin distinción con la misma energÃa, para poder sobrevivir en la espesura de la selva. Los hombres, acariciando la tierra con sus arados y cuidando los cochinitos en la loma, y las mujeres y niños, además de cocinar, llevando a cuestas en sus frágiles espaldas un bulto de madera más pesado que su propio cuerpo indÃgena. Los habitantes de Acteal trabajaban mucho pero vivÃan con miedo, se rumoraba que el ejército estaba cerrando un cerco. La gente se armaba porque era la única posibilidad de defender lo poco que tenÃan: sus chozas, sus parcelas, sus animalitos, sus sueños. En ese ambiente Fidel profesaba la religión católica a los feligreses indÃgenas de Chenalhó.
Fidel miró a través de la ventana buscando a la paloma que hacÃa varios dÃas habÃa partido, el regreso del ave era la única razón que lo motivaba a seguir vivo en esos momentos. Al octavo dÃa el pájaro regresó con un regalo para él. HabÃa viajado cientos de kilómetros, el obsequio era algo pesado para el ave, pero no importaba. La paloma habÃa soportado dÃa y noche, simplemente para devolverle una alegrÃa de su infancia a aquel hombre, se acercó al preso y soltó de su pico un caracol blanco que habÃa traÃdo desde el Golfo de México. Ese mar que en algunos momentos era tranquilo y hasta sumiso y que en otros se revelaba como el rugir sonoro de un rifle revolucionario que estallaba para defenderse ante el cómplice silencio del abandono…
El hombre tomó entre sus manos el caracol y se lo colocó en su oÃdo. Fidel se sumergió nuevamente en sus recuerdos, era lo único que tenÃa, y que nadie le podÃa quitar.
La matanza se dio en Acteal como tantas que se han dado en este mundo de humanos, que resulta inhumano. Todo comenzó con los gritos de las mujeres tzeltales que exigÃan a los soldados que se fueran de su comunidad. Fidel salió de la ermita y vio como los niños más grandes cargaban a sus hermanitos en sus espaldas y corrÃan desesperadamente hacia el monte, mientras sus padres tomaban los rifles para defender lo único que tenÃan: su dignidad. Pronto la balacera fue cobrándose la vida de mujeres, niños y hombres sin distinción. Fidel tomó entre sus brazos a una pequeña y se escondió en la ermita. Al poco rato los lÃderes de la comunidad fueron acorralados a la entrada de la choza y ahà fueron acribillados con el tiro de gracia de los paramilitares. Fidel fue obligado a salir junto con la niña tzeltal que sostenÃa entre sus brazos.
-¿Por qué Papá Dios no estuvo para defender a su familia afuera de esta su casita? ¿Por qué cuando rezamos paz al cielo nos llueven balas?- le preguntaba insistentemente llorando la pequeñita, mientras los soldados la separaban de Fidel.
Esa era la historia de Fidel. Ahà estaba encerrado, pensando qué le podÃa responder a esa niña tzeltal.
Pasaron los dÃas y la paloma puso su primer huevo. El ave y Fidel se habÃan hecho en cierto modo amigos. Aquella tarde la palomita, después de estar revolviendo el pelo del hombre decidió despedirse con un pÃo muy agradable. En ese momento, mientras Fidel observaba el vuelo de la palomita, un rugido rompió el silencio, y el preso vio con desesperación como el ave iba cayendo por el impacto de una bala que el mismo diablo habÃa hecho disparar. Fidel se llenó de cólera, ya no podÃa más.
-¡Maldito Dios!, ¿qué has hecho?; ¡respóndeme, cobarde!, ¿por qué has castigado al pueblo que más te ha querido a ti?, te exijo que me respondas si es que en verdad existes, o ¿acaso eres otra estúpida mentira que hemos inventado por nuestro afán de responder todo?, comienzo a pensar que mi hermana tenÃa razón, ¡tú no existes, eres tan sólo una absurda ilusión!, ¿por qué no demuestras tu bondad y terminas con este maldito sufrimiento que tus hijos, tu propia sangre, tu carne, tu piel indÃgena, tu color a tierra tiene que soportar tus caprichos injustos?
Fidel pateó con ira el caracol. En ese momento el cielo se empezó a llenar de nubes y en la noche comenzó a llover, pero aquello no era una lluvia tormentosa sino el llanto de un padre al ver que su hijo le habÃa perdido la fe. Pasaron los dÃas, Fidel también lloraba desconsoladamente, estaba harto de todo, querÃa morir de una vez, a su parecer su Dios le habÃa engañado, lo habÃa abandonado…
Un rayo de sol atravesó la celda de Fidel. HabÃa dejado de llover. Y en el nidito un milagro estaba ocurriendo, en el más completo abandono terrenal más no divino, un pichoncito de paloma habÃa nacido de un diminuto huevo de paloma. Fidel se dio cuenta de aquello y sin saber porqué: se alivió por dentro, estaba avergonzado. El hombre tomó con cariño el caracol.
El pichón se convirtió en paloma y el ave emprendió su vuelo, perdiéndose en el horizonte llevando en su pico un caracol. Fidel se durmió tenÃa la respuesta para la niña tzeltal.
En el 2003, después de la muerte de Fidel, surgieron en Chiapas los caracoles de la esperanza zapatista. Las conchas llevan el canto de la selva Lacandona, pero también el llanto de los pueblos indÃgenas; tienen la canción del mar, la voz de los sin voz, quizá la voz de Dios que nos quiere decir a cada uno lo tanto que nos quiere. Los caracoles le cantan al océano, a los hombres, a la vida. El canto del caracol es seguramente la respuesta a todas esas preguntitas que le hacemos a Dios…
autor: http://servicioskoinonia.org/cuentoscortos/articulo.php?num=018