La Manuela habÃa espachurrado ajo toda la mañana, asà que de la cocina salÃa un olor envolvente que yo sabÃa le iba a durar en los dedos por lo menos tres dÃas. La vi llenar un cuenco de ajos machacados, y luego otro y otro, y no me alarmaba mientras pensaba que era para la sopa. Pero cuando vi a la Manuela caminar al cantero y amasar el ajo con tierra húmeda en un cazo, le dije «ah, ahora sà que vos estas soreca, tata ¿vamos a comer suelo aliñado?». «No juegues», me dijo, «que ahorita cuando se nos acabe la poca tortilla que queda, voy a pensar en unos tamalitos de barro», y se rió. A mà siempre me gustaba aquella risa linda de la Manuela, como si no le tuviera miedo a nada en el mundo. «Ven», me llamó, «¿ves cómo espanta a los zompopos?». Yo no veÃa nada, pero ella decÃa que por tanto zompopero hacÃa tiempo que no tenÃamos flores. El ajo es bueno, dijo.
La miraba, dÃa tras dÃa, velar el cantero. Se acercaba con la puntita del cuchillo a ver si habÃa brotado algún retoño, pero en vano. La tierra estaba muerta y los zompopos seguÃan su pachanga como si nada. Una mañana, antes de que saliera el sol, la Manuela me tiró de la cama. Andate, dijo, que vamos adonde la virgen, y le vi el rosario entre los dedos. Se puso una mantilla blanca y el único vestidito decente que usaba para ir a Coatepeque. Pensé que algo malo habÃa pasado, pero no me atrevà a preguntarle una palabra. Trataba, por mi parte, de descubrirle algún gesto revelador por entre los pliegues casi azulosos del tul.
De la iglesia siempre me sorprendÃa el contraste entre el bullicio de los vendedores de estampas o velas, y aquel silencio de espanto en la nave. Manuela caminaba con paso firme y de vez en cuando se persignaba frente a las imágenes. Me jalaba por el brazo y mi impulso la chocaba cuando se detenÃa en seco. «¡La cruz!», me susurró finalmente. Entonces empecé a imitarla y hacÃa como si me agachara frente a las santas. Llegó a un banquillo y yo me arrodillé junto a ella. La oÃa murmurando cerca de mà aquellos rezos que aún hoy me pregunto qué podrÃan haber dicho. «Cierra los ojos», me dijo primero, y luego «¡Vamos ya!». La seguà casi a las carreras. Traté de igualar mi paso corto a su estilo distinguido y su frente en alto, pero estaba aún demasiado expuesta a los asombros. «Flores, señoritas», insistió un hombre interrumpiendo el paso. «Ya tenemos, gracias», dijo Manuela, y solo entonces vi el ramo enorme de dalias que llevaba en la mano contraria.¿De dónde las habÃa sacado? «Ma, seguro que es pecado robarle las flores a la virgen». Ella no contestó. Yo no sabÃa si poner cara pÃcara, como que habÃamos hecho una travesura, o un gesto grave de consternación. Yo no querÃa que la virgen me castigara por la complicidad en el delito. Pero descubrà a unos cuilios cerca de la esquina y temÃ, porque la virgen estaba demasiado lejos para condenarme, y aquellos tenÃan unos cañonotes largos colgados al hombro. Yo miré a la Manuela, y la mirada pétrea, de una dureza impenetrable, avanzaba de prisa rasgando el aire. Los cuilios le silbaron y le dijeron groserÃas. No las entendÃa, pero habÃa aprendido a distinguirlas por el tono. Era de las primeras enseñanzas que nos inculcaban a las nenas. Manuela siguió, y yo me puse muy nerviosa, pensé que nos iban a prender por robarle las flores a una santa. «Anda, deprisa», dijo Manuela y no paramos hasta la casa.
Entonces la vi desparramar el mazo en pequeños ramilletes. AllÃ, sobre los anaqueles del armario viejo, existÃa un altar que nunca habÃa imaginado. Una veintena de estampas, amarillas ya, descansaban junto a vasijas con flores secas. Me acerqué, detallé los rostros del panteón de la Manuela. No eran ángeles nevados los que estaban ahÃ, mirando desde el cartón. No, como la Santa Rita, de nariz filosa y ojos azules, o la inmaculada Santa Liduvina, que yo habÃa visto en una cartilla de Semana Santa, todas cheles y bellas y limpias, con los mantones brocados hasta el piso. En aquellas postales las vÃrgenes reÃan a veces, o miraban tristes asÃ, a la nada. Una tocaba guitarra, y otra estaba vestida de militar, con botas de hombre y un fusil contra el piso. Eran indÃgenas, o gordas, o rugosas, como la tierra seca que no querÃa florecer.
La Manuela cambió con ternura el agua de los vasos, acomodó los nuevos ramilletes junto a sus santas, les conversó y lloró como niña junto a ellas. Tomó algunas estampas en sus manos y mencionaba nombres, como si hubieran sido sus hermanas, más que yo. Un dÃa tras otro la vi traer flores. A veces lo hacÃa sin mÃ. Su altar se poblaba cada vez más con nuevas caras. En ocasiones eran casi cipotas. «No podemos sufrir más», la oà decir, y algo como «lucha» o «guerrita» o «guerrilla». Y era tanta la fuerza, o… no sé… la fe tan grande que depositaba en esas extrañas oraciones, de las que nunca habÃa oÃdo en misa, que estuve segura de que alguna vez, alguna de esas muchas santas manchadas, la iba a oÃr.
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