Su vida se deshizo como azúcar en el agua, casi literalmente.
En Junio se avecinó la tormenta más tormentosa y feroz de la última década. Se inició de noche, de repente, de cabrona que era, con toda su furia, sobre aquél lejano y humilde pueblito santafesino donde vivÃa el protagonista de esta historia.
Fue tal la velocidad con que subió el nivel del atrevido rÃo, que asaltó con sus aguas negras cada casa del pueblo.
Su hogar estaba muy próximo a la vera del Paraná, en una zona un tanto baja, por lo que en cuestión de segundos nuestro amigo se encontró nadando para salvar su vida. Fue el único en salir con vida. Su mujer no tuvo fuerzas para seguirle el ritmo a su marido. Los chiquitos, los ocho que eran, ni asomaron por la escena. Él creyó que no tuvieron ni tiempo de despertarse para darse cuenta de que estaban respirando agua y barro. No habÃan sufrido, y ese era el mejor consuelo que pudo encontrar cuando pensó en lo que habÃa pasado, luego de que llegara a un punto de suelo firme, cerca del centro del pueblo.
Miró allà a su alrededor. Todo era cielo, y pensó que afortunadamente él mismo habÃa muerto también, allà abajo. Una lancha pasó por delante de él y con el oleaje que generó rompió el hechizo, trayéndolo de vuelta a la inquietante realidad: el pueblo entero estaba sumergido. Las nubes que veÃa a sus pies eran el mero reflejo del cielo, que le gastaba una cruel broma usando al agua como espejo.
Quiso subir a una de esas lanchas, pero no habÃa lugar para él. “Sólo mujeres y niños†repetÃa un improvisado capitán. Se le revolvió el estómago de rabia al ver que uno de los niños llevaba a su perro sentado al lado.
Las pocas lanchas que quedaron sanas eran ocupadas sólo por mujeres, niños y ancianos. Ah, y ese perro odioso, claro.
En ese momento tuvo una revelación: no saldrÃa de ahà si no era por sus propios medios.
Desde la pequeña lomita que sobresalÃa del agua y que le servÃa de piso (¿qué era eso? ¿El techo de una casa? ¿Un silo? ¿Un tractor?), desde allà trazó en su cabeza el trayecto que tendrÃa que seguir para acercarse al único pedazo de tierra firme, que además, servÃa para abandonar el pueblo: la ruta. Ésta se elevaba sobre el nuevo nivel del rÃo, alzada por unas banquinas casi verticales.
Tomó aire y se largó. Fue saltando de punto en punto, ya fuese eso un techo, un tronco, un mueble que flotaba… A veces le pifiaba y caÃa medio cuerpo al agua, y dejaba el aliento en cada intento por no caer entero al rÃo.
Cierta gente que lo veÃa se acercaba y lo ayudaba. En una ocasión una muchacha lo subió a un bote, pero como se dirigÃa hacia el lado opuesto de su objetivo, él solo se tiró del bote, sin antes darle las gracias, aunque fuera con la mirada roja y desesperada de los que lo han perdido todo, hasta la cordura.
Le costó mucho llegar, pero llegó. Alcanzó su meta entrado el atardecer, teniendo en cuenta la dificultad de avanzar, porque a veces no habÃa de qué aferrarse y tenÃa que esperar que flotara algo hasta allÃ; otras veces, tuvo que esconderse de Prefectura, que habÃa ido a ayudarlos, pero él ya tenÃa bien en claro su objetivo: saldrÃa de allà por su cuenta. Además que no podrÃa jamás aceptar la ayuda de aquellos que imponen autoridad sólo por cargar un arma al hombro.
Con casi nada de luz llegó a la banquina que subÃa desde las aguas en un ángulo empinado, imposible de escalar con sus paredes de barro. Subió como pudo hasta llegar a una frÃa superficie plana.
Al fin el asfalto. Le produjo escalofrÃos, se le erizó la piel, sus pupilas duplicaron su tamaño, esperando visualizar las lÃneas blancas pintadas en el suelo negro.
VeÃa muy poco, la luna y su luz eran rehenes de las nubes. Se sentó un momento mirando hacia el pueblo, para recobrar el aliento; y vio pequeñas luces titilando. Los puntos más grandes y constantes eran las luces de la cámara de algún móvil de televisión que habÃa llegado al lugar, incluso antes que los bomberos y la Cruz Roja.
Aquél pueblo era eso: una débil lucecita a punto de extinguirse. Recordó en ese momento a las luciérnagas que en tiempos más felices, salÃan al campo y le avisaban que era hora de volver a casa, con su mujer y sus hijos. Aquellos dÃas fueron buenos, pero ya no volverÃan. La lluvia que golpeaba su rostro le decÃa que era en vano pensar en el pasado. Era hora de seguir adelante.
Afirmó sus pies en el asfalto, movió los dedos, como si ellos fueran a decirle hacia qué lado empezar a caminar. Miró a sus lados, movió su nariz, despegó sus labios apretados - irónicamente tenÃa la boca sequÃsima. DebÃa decidir hacia dónde ir, o el frÃo lo inmovilizarÃa para siempre.
Un lado de la ruta parecÃa tener más luz, además de que el viento soplaba en ese sentido y quizás lo ayudarÃa a llegar más rápido a donde fuera que fuese.
Comenzó a avanzar. La lluvia recobró intensidad, y el viento le hizo compañÃa.
Por un rato sólo se escuchaba la lluvia y el rechinar de los pocos árboles que habÃa cerca del camino. Se detuvo un par de veces, pensando en la posibilidad de que el camino correcto fuera el contrario… en cuanto se daba vuelta, la lluvia le daba de lleno en los ojos y no podÃa ver nada. ¿Para qué empeorar las cosas?
Aquella claridad que se imaginó momentos antes, de repente se concentró, tomó forma y fuerza. Se volvió más intensa, de a ratos cambiaba de dirección, avanzaba errante, perdida. Pensó que era una persona a la que le habÃa pasado lo mismo que a él, con la salvedad de que aquél tenÃa una linterna e iluminaba sus pasos irregulares y cansados, seguro por la angustia de haberlo perdido todo, exactamente como él.
Siguió avanzando, y vio que la luz se acercaba ahora velozmente, y que no era un sólo rayo de luz, sino dos. Se acercó tan rápido y bruscamente que no pudo darse cuenta siquiera en qué momento llegó a estar frente suyo.
De la misma manera en que sus hijos no habrÃan despertado para saber que morirÃan ahogados, él no pudo ni pensar que morirÃa atropellado por un patrullero de tránsito.
Asà fue que nuestro amigo casi dejó este mundo.
Y digo casi, porque una parte de él -su pata- hoy cuelga bamboleante en el espejo retrovisor del patrullero, cortejada de una cintita roja y una estampita de San Expedito.