Es raro que una persona que haya vivido en el barrio madrileño de Lavapiés, en los años 50, no recuerde a Gloria DomÃnguez Carpio. Era una mujer muy poco agraciada, solterona y sin ningún pretendiente, se ganaba la vida fregando suelos, no tenÃa familiares cercanos ni amigos, su casa era una habitación sin ventanas y, en resumen, su existencia se limitaba a trabajar y a dormir, pero todos la envidiaban. Se la veÃa feliz.  Algunos de los que rozaron por instantes la vida de Gloria no perdieron la oportunidad de preguntarle —con más indiscreción que sutileza— cuál era la razón de su desconcertante estado anÃmico. Y, palabras textuales de la señora DomÃnguez: “La gente me tomaba por una jovencita loca, por una loca clÃnica, mas no desgraciada. No lo decÃan, pero sus miradas bastaban. Además, se despedÃan de inmediato y no volvÃan a tocar el tema. Explicarles que mi alegrÃa se debÃa a la ilusión de llegar a casa para dormir cuanto antes y asà soñar el mayor tiempo posible les parecÃa demencialâ€. |
Ella no recuerda desde cuando empezó a vivir en sus sueños. También asegura no conservar imágenes de sus primeros años en casa de sus padres. Le gusta creer que llegó a ese mundo perfecto por casualidad, gracias a su curiosidad infantil. Sin embargo, Andrés Blanco, ex empleado del clausurado orfelinato Santa MarÃa, donde ella se crió, plantea que fue el dolor profundo y constante lo que la llevó a refugiarse en la fantasÃa. En todo caso, más allá del origen, lo relevante en su juventud era su presente. Y el presente no es algo que se ve o se toca o que está en el entorno, sino aquello que se siente y se percibe. Por eso mismo su felicidad era tan real. |