Cambié de canales buscando si las televisoras ayacuchanas reproducÃan la noticia propalada en la capital: Roberto Carmona habÃa salido en libertad después de cumplir condena por delito de terrorismo. Y si la luz, el cielo, la claridad, los veÃa iguales, ahora todo me era ajeno.
A través de la persiana percibà la acera: rebosaba de transeúntes. ¿Si salgo a caminar me reconocerán? Mi cara era otra. Irreconocible, asà estoy. Pensar asà me tranquilizó. Para lo que he venido a Huamanga necesito pasar desapercibido. Eso pensé mientras me colgaba en el hombro la cámara fotográfica, esa parte de mi disfraz, igual que mis anteojos.
No conozco a nadie a quién preguntarle, eso supuse. Y si hubiese alguien, simplemente no podrÃa hablarle. Todos estaban muertos para mÃ, menos Roberto Carmona.
Cuando bajé a la primera planta, la administradora del hotel, me dijo con la expresión con la que se sonrÃe a los turistas:
-Si quiere usted ver toda la ciudad debe subir al Mirador de Acuchimay, cualquier taxi lo puede llevar.
Asentà sonriendo. No me era fácil disimular. Al hacerlo, con cinismo, me convencà de que lo harÃa en una situación más difÃcil.
Me habÃa alojado en un hotel a pocas cuadras de la Plaza de Armas. Al bajar por la empinada calle Callao me topé con jóvenes que no habÃan nacido cuando acaeció lo que vine a buscar. ¿Hijos de quiénes eran? Sus cabezas rapadas, sus trajes coloreados. Atravesaron mi cuerpo con la mirada. Me crucé con un anciano que debÃa llevar sombrero. Un escaparate incomprensible. Taxis: pequeños autos amarillos, una mujer fumando en la calle, y las paredes sin las pintas de antes. Mis ojos trataban de revivir lo que tanto me costó olvidar sin lograrlo.
Compré un tabloide regional en un retablo andino que servÃa de quiosco de periódicos. Me senté en uno de los bancos de la plaza. Contemplé la Catedral, los portales, la antigua sede de la Universidad San Cristóbal. Abrà el diario. La misma noticia que oà en la televisión figuraba en la primera plana: Hoy, cierre de campaña de los candidatos que compiten por el Gobierno Regional. A unos metros la estatua de Sucre me pareció más pequeña. Continué buscando inútilmente si en alguna parte del periódico se mencionaba la liberación de Roberto Carmona. Nada. Fue iluso pensar que lo mencionaran.
Un lustrabotas me fijó la mirada como reconociéndome. Brillaron sus ojos. Y me paré como si me alguien hubiese llamado por mi nombre. Y no me imaginé que pudiese tener tanto miedo. Cuando uno no quiere recordar empieza a imaginar.
Dejé abandonado el periódico en la banca. HabÃa llegado la hora.
Pensaba encaminarme hacia la 9 de diciembre, ir al CRAS. Pero al pensar que todo pudiese volver a repetirse se me heló la sangre. Giré en mis talones y enmendé el rumbo. Me dirigà al jirón Asamblea.
Toda una vida se concentró en ese instante, en apenas un segundo. Escuché balazos que no se escuchaban. Balazos fantasmas. Segundos después volvà a la realidad. Caminé por la arteria peatonal más concurrida de Huamanga. Y vi tiendas, y aparatos eléctricos que no existÃan en mi época y televisores de pantalla plana y cámaras fotográficas y celulares, laptops y fotocopiadoras y almacenes de ropa. Permanecà un rato contemplando las casonas antiguas transformadas en restaurantes turÃsticos, las iglesias cerradas con candados oxidados. Me detuve un instante en una pequeña Feria del Libro. Y para disimular compré una postal de la Plaza de Armas. Me pregunté si no habÃa dado ese paseo con el objeto de ser reconocido, como si sólo al ser reconocido por alguien pudiese realmente volver. Y, de pronto, como acudiendo a una invocación volvà a la plaza apurando el paso. No era la plaza la que me llamaba. Paré un taxi y le dije aprensivamente al chofer:
-Lléveme al cementerio.
Mientras el auto caracoleaba por las calles, por un momento sentà como si algo se comprimiese. Presentà que iba a pasar algo malo. Me aterró la idea de retroceder en el tiempo, como si cada minuto fuera un año. Pero la realidad poderosa me devolvió brutalmente a un mundo transformado, desconocido: Mucha gente atestaba las calles cargando banderolas y banderas peruanas, pancartas, pitos y matracas. La algarabÃa indicaba un acontecimiento muy especial.
El taxi se detuvo en la entrada del Cementerio General. No reconocà el lugar. Demoré en darme cuenta que habÃa olvidado en el taxi la postal que habÃa comprado.
Por alguna razón que no entiendo, al interior del campo santo supe exactamente hacia dónde caminar. Ella yacÃa enterrada no muy lejos de la puerta. Divisé la inconfundible sepultura. Avancé lentamente.
Me paré delante de una tumba cavada en la tierra. Leà lo escrito en grandes letras blancas: Hierba silvestre, te ruego acompañarme en mi camino/ Serás mi amiga cuando crezcas sobre mi tumba... Yo sabÃa que ese sepulcro habÃa sido dinamitado varias veces. Y, como también me habÃan contado pasaba, pude comprobar que era verdad que en esa tumba siempre habÃa flores frescas. Me iba a retirar cuando vi que se acercaba un niño trayendo un ramo de retamas.
El niño, de ocho o nueve años de edad aproximadamente, se encaramó sobre la tumba. Puso el ramo en un pequeño recipiente de lata. Me miró a los ojos. Sonrió como adivinando lo que se agitaba dentro de mi cabeza.
-Oye, chiquillo, ¿sabes tú quién está enterrado acá?
El niño cambió de expresión, como si mi voz hubiese sonado en otra dimensión. Ante su silencio insistÃ:
-Te he preguntado: ¿has oÃdo, sabes quién está enterrado aquÃ?
El niño calló un instante larguÃsimo sin esconder la mirada.
-No señor. No sé.
-¿Entonces por qué le traes flores?
-Mi mamá me manda. Ella no puede venir, está muy enferma.
-¿Pero sabes quién está enterrada aqu� ¿Lo sabes o no lo sabes?
El niño se encogió de hombros. Se retiró. Se fue. Vi sus espaldas, sus zapatos, su pelo ensortijado hasta que desapareció.
Nuevamente fuera del cementerio volvà a tomar un taxi.
Era un dÃa 2 de diciembre. Faltaban ocho dÃas para el aniversario de la fecha en la que se enterró apoteósicamente a la guerrillera de Huamanga. La ciudad estaba alborotada: las calles bullÃan repletas de gente, muchos llevaban gorras de colores, como si nadie quisiera perderse el espectáculo. VehÃculos con alto-parlantes recorrÃan las calles haciéndoles propaganda a los que candidateaban a la presidencia del Gobierno Regional. Reconocà una camioneta de la televisión. Yo habÃa llegado en la mañana y tenÃa el pasaje de regreso a Lima para las diez de la noche.
En el lobby hotel bebà un mate de coca, desambientado luego de muchos años en la costa cómo no cuidarme de la altura. Hablar con la guapa mujer encargada de la recepción me era indispensable para saber que aún me encontraba vivo.
-Siento que algo grave va a ocurrir en cualquier momento –le dije a la recepcionista del hotel, una joven de cejas muy negras, que además del niño del cementerio era la única que habÃa hablado en Huamanga.
-No creo que pase nada, lo grave ya pasó, señor.
-¿A qué se refiere?
-Usted sabe a qué me refiero. Eso pasó hace mucho tiempo.
-A propósito, en la mañana estuve en el cementerio. Fui a visitar a un familiar que está enterrado ahÃ. Me topé con un niño que le llevaba flores a la tumba de una mujer que el chico no conocÃa.
La recepcionista me miró muy sorprendida. Luego me contempló con curiosidad.
Necesitaba decirlo y lo dije:
-Hablé con el niño. Le habÃa llevado flores a la tumba de una subversiva. Le pregunté si sabÃa para quién eran las flores. Y el chico no supo decirme para quién eran.
Debà haber dicho terruca, no subversiva. Cometà un error.
La recepcionista escudriñó en mis ojos como buscando algo extinguido. Sentà que hacÃa un gran esfuerzo. Por fin logró dominarse, pero evidentemente algo al interior la inquietaba.
-No se preocupe –dijo, como si de pronto hubiese adivinado lo que yo estaba pensando- Todos conocemos a ese niño. Se llama Roberto Carmona. Y, por supuesto, no sabe nada de lo que pasó en el esta ciudad. Su madre no se lo ha contado. No les hablamos de eso a los niños. Nacieron después de que pasó todo, y todos estos años hemos querido protegerlos del pasado. ¿Comprende usted?
Esa noche abandoné Huamanga bajo un copioso aguacero.