En la margen suroeste de la selva amazónica, el primer lunes de la primavera, nació Tinkus. A diferencia de los otros camaleones bebés de la maternidad, él no podÃa cambiar de color. Sin embargo, por muy evidente que eso fuese, sus padres no se dieron cuenta. Quizá estaban tan felices por traer un hijo al mundo que les impedÃa ver cualquier defecto. O quizá fue otra la razón, porque no sólo ellos lo pasaron por alto, sino también la matrona, los enfermeros, las pacientes y las visitas. Lo más probable es que haya sido la costumbre. Mimetizarse con el entorno estaba tan asumido como respirar. Sólo hacÃan ciertas referencias al color cuando necesitaban indicar la ubicación de algún amigo o pariente. |
Los años pasaron y aquello que sus padres y los demás adultos no vieron, los ojos de algunos niños lo exageraron: “Tinkus es un monstruo, Tinkus es un monstruoâ€, repitieron una y diecisiete veces más durante el recreo del primer dÃa de escuela. Tinkus, sin entender por qué lo insultaban, retrocedió… hasta topar con el borde de un charco. Cuando sus compañeros estuvieron a punto de desenroscar sus lenguas para empujarlo, el profesor los sorprendió: |
Tinkus dejó de salir a los recreos. Le valÃa un pimiento el poder mimetizarse, sólo querÃa ser como los demás… o que ellos fuesen como él. Una tarde, regresando de la escuela a su casa, Tinkus se tumbó junto a un arbusto de fresas y lloró todas las lágrimas que habÃa almacenado. Después, exhausto, cayó dormido con la esperanza de que sus deseos se hicieran realidad. |
Los dos únicos doctores de aquella sociedad camaleónica analizaron exhaustivamente la incapacidad de mimetizarse de Tinkus. Ambos profesionales coincidieron en el diagnóstico: “¡Caramba, qué suerte que no es contagioso!†|
Al tercer amanecer, se dio por vencido, pero, afortunadamente, ya habÃa andado lo suficiente. En el instante que iba a dar media vuelta para regresar a la comarca, Tinkus alcanzó a ver algo que le llamó la atención. Avanzó once o doce pasos… ¡una posta médica! Recordó que en la leyenda se mencionaba a Grillo, que al parecer era real. |
Después de escuchar la historia de Tinkus, Grillo sacó del baúl un libro muy antiguo. No lo leyó. Ni lo abrió. Prefirió utilizarlo para apoyar los codos y hablar con mayor comodidad: |
—Tinkus, escúchame —ordenó una voz muy grave. |
Durante los siete dÃas que duró el viaje de regreso, no paró de llover. Pese a ello, Tinkus se sentÃa radiante y a gusto consigo mismo. HabÃa descubierto una manera distinta de ver las cosas gracias a los consejos del curandero. AUTOR:Rafael R. Valcárcel |