La Celestina (Fernando de Rojas)
Calisto fue de noble linaje, de claro ingenio, de gentil disposición, de linda crianza, dotado de muchas gracias, de estado mediano. Fue preso en el amor de Melibea, mujer moza, muy generosa, de alta y serenÃsima sangre, sublimada en próspero estado, una sola heredera a su padre Pleberio, y de su madre Alisa muy amada. Por solicitud del pungido Calisto, vencido el casto propósito de ella, entreviniendo Celestina, mala y astuta mujer, con dos sirvientes del vencido Calisto, engañados y por ésta tornados desleales, presa su fidelidad con anzuelo de codicia y de deleite, vinieron los amantes y los que les ministraron en amargo y desastrado fin. Para comienzo de lo cual dispuso el adversa fortuna lugar oportuno donde a la presencia de Calisto se presentó la deseada Melibea.
Acto I
ARGUMENTO DEL PRIMER ACTO DE ESTA COMEDIA
Entrando Calisto en una huerta en pos de un halcón suyo, halló ahà a Melibea, de cuyo amor preso, comenzole de hablar. De la cual rigurosamente despedido, fue para su casa muy angustiado. Habló con un criado suyo llamado Sempronio, el cual, después de muchas razones, le enderezó a una vieja llamada Celestina, en cuya casa tenÃa el mismo criado una enamorada llamada Elicia, la cual, viniendo Sempronio a casa de Celestina con el negocio de su amo, tenÃa a otro consigo, llamado Crito, al cual escondieron. Entretanto que Sempronio está negociando con Celestina, Calisto está razonando con otro criado suyo, por nombre Pármeno, el cual razonamiento dura hasta que llega Sempronio y Celestina a casa de Calisto. Pármeno fue conocido de Celestina, la cual mucho le dice de los hechos y conocimiento de su madre, induciéndole a amor y concordia de Sempronio.
PÃRMENO, CALISTO, MELIBEA, SEMPRONIO, CELESTINA,ELICIA, CRITO.
CALISTO.- En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios.
MELIBEA.- ¿En qué, Calisto?
CALISTO.- En dar poder a natura que de tan perfecta hermosura te dotase, y hacer a mÃ, inmérito, tanta merced que verte alcanzase, y en tan conveniente lugar, que mi secreto dolor manifestarte pudiese. Sin duda, incomparablemente es mayor tal galardón que el servicio, sacrificio, devoción y obras pÃas que por este lugar alcanzar tengo yo a Dios ofrecido. ¿Quién vio en esta vida cuerpo glorificado de ningún hombre como ahora el mÃo? Por cierto, los gloriosos santos que se deleitan en la visión divina no gozan más que yo ahora en el acatamiento tuyo. Mas, ¡oh triste!, que en esto diferimos: que ellos puramente se glorifican sin temor de caer de tal bienaventuranza y yo, mixto, me alegro con recelo del esquivo tormento que tu ausencia me ha de causar.
MELIBEA.- ¿Por gran premio tienes éste, Calisto?
CALISTO.- Téngolo por tanto, en verdad, que si Dios me diese en el cielo silla sobre sus santos, no lo tendrÃa por tanta felicidad.
MELIBEA.- Pues aun más igual galardón te daré yo si perseveras.
CALISTO.- ¡Oh bienaventuradas orejas mÃas, que indignamente tan gran palabra habéis oÃdo!
MELIBEA.- Más desaventuradas de que me acabes de oÃr, porque la paga será tan fiera cual merece tu loco atrevimiento y el intento de tus palabras ha sido. ¿Cómo de ingenio de tal hombre como tú haber de salir para se perder en la virtud de tal mujer como yo? ¡Vete, vete de ahÃ, torpe!, que no puede mi paciencia tolerar que haya subido en corazón humano conmigo en ilÃcito amor comunicar su deleite.
CALISTO.- Iré como aquel contra quien solamente la adversa fortuna pone su estudio con odio cruel.
CALISTO.- ¡Sempronio, Sempronio, Sempronio! ¿Dónde está este maldito?
SEMPRONIO.- Aquà soy, señor, curando de estos caballos.
CALISTO.- Pues, ¿cómo sales de la sala?
SEMPRONIO.- Abatiose el gerifalte y vÃnele a enderezar en el alcándara.
CALISTO.- ¡Asà los diablos te ganen! ¡Asà por infortunio arrebatado perezcas o perpetuo intolerable tormento consigas, el cual en grado incomparablemente a la penosa y desastrada muerte que espero traspasa! ¡Anda, anda, malvado!, abre la cámara y endereza la cama.
SEMPRONIO.- Señor, luego hecho es.
CALISTO.- Cierra la ventana y deja la tiniebla acompañar al triste y al desdichado la ceguedad. Mis pensamientos tristes no son dignos de luz. ¡Oh bienaventurada muerte aquella que, deseada a los afligidos, viene! ¡Oh, si vinieseis ahora, Crato y Galieno médicos, sentirÃais mi mal! ¡Oh, piedad de Seleuco, inspira en el plebérico corazón, por que, sin esperanza de salud, no envÃe el espÃritu perdido con el del desastrado PÃramo y de la desdichada Tisbe!
SEMPRONIO.- ¿Qué cosa es?
CALISTO.- ¡Vete de ahÃ! No me hables, si no, quizá, antes del tiempo de rabiosa muerte, mis manos causarán tu arrebatado fin.
SEMPRONIO.- Iré, pues solo quieres padecer tu mal.
CALISTO.- ¡Ve con el diablo!
SEMPRONIO.- No creo, según pienso, ir conmigo el que contigo queda. ¡Oh desventura! ¡Oh súpito mal! ¿Cuál fue tan contrario acontecimiento que asà tan presto robó el alegrÃa de este hombre y, lo que peor es, junto con ella el seso? ¿Dejarle he solo o entraré allá? Si le dejo, matarse ha, si entro allá, matarme ha. Quédese, no me curo, más vale que muera aquel a quien es enojosa la vida que no yo, que huelgo con ella. Aunque por ál no desease vivir sino por ver mi Elicia, me deberÃa guardar de peligros. Pero, si se mata sin otro testigo, yo quedo obligado a dar cuenta de su vida. Quiero entrar. Mas, puesto que entre, no quiere consolación ni consejo. Asaz es señal mortal no querer sanar. Con todo, quiérole dejar un poco desbrave, madure, que oÃdo he decir que es peligro abrir o apremiar las postemas duras, porque más se enconan. Esté un poco, dejemos llorar al que dolor tiene, que las lágrimas y suspiros mucho desenconan el corazón dolorido. Y aun, si delante me tiene, más conmigo se encenderá, que el sol más arde donde puede reverberar. La vista, a quien objeto no se antepone, cansa, y, cuando aquél es cerca, agúzase. Por eso quiérome sufrir un poco. Si entretanto se matare, muera; quizá con algo me quedaré que otro no sabe, con que mude el pelo malo. Aunque malo es esperar salud en muerte ajena, y quizá me engaña el diablo y, si muere, matarme han e irán allá la soga y el calderón. Por otra parte, dicen los sabios que es grande descanso a los afligidos tener con quien puedan sus cuitas llorar y que la llaga interior más empece. Pues, en estos extremos en que estoy perplejo, lo más sano es entrar y sufrirle y consolarle, porque, si posible es sanar sin arte ni aparejo, más ligero es guarecer por arte y por cura.
CALISTO.- Sempronio.
SEMPRONIO.- Señor.
CALISTO.- Dame acá el laúd.
SEMPRONIO.- Señor, vesle aquÃ.
CALISTO
¿Cuál dolor puede ser tal
que se iguale con mi mal?
SEMPRONIO.- Destemplado está ese laúd.
CALISTO.- ¿Cómo templará el destemplado? ¿Cómo sentirá el armonÃa aquel que consigo está tan discorde, aquel en quien la voluntad a la razón no obedece? ¿Quién tiene dentro del pecho aguijones, paz, guerra, tregua, amor, enemistad, injurias, pecados, sospechas, todo a una causa? Pero tañe y canta la más triste canción que sepas.
SEMPRONIO
Mira Nero de Tarpeya
a Roma cómo se ardÃa;
gritos dan niños y viejos
y él de nada se dolÃa.
CALISTO.- Mayor es mi fuego y menor la piedad de quien yo ahora digo.
SEMPRONIO.- No me engaño yo, que loco está este mi amo.
CALISTO.- ¿Qué estás murmurando, Sempronio?
SEMPRONIO.- No digo nada.
CALISTO.- Di lo que dices, no temas.
SEMPRONIO.- Digo que ¿cómo puede ser mayor el fuego que atormenta un vivo que el que quemó tal ciudad y tanta multitud de gente?
CALISTO.- ¿Cómo? Yo te lo diré. Mayor es la llama que dura ochenta años que la que en un dÃa pasa, y mayor la que mata un ánima que la que quemó cien mil cuerpos. Como de la aparencia a la existencia, como de lo vivo a lo pintado, como de la sombra a lo real, tanta diferencia hay del fuego que dices al que me quema. Por cierto, si el de purgatorio es tal, más querrÃa que mi espÃritu fuese con los de los brutos animales que por medio de aquél ir a la gloria de los santos.
SEMPRONIO.- ¡Algo es lo que digo! ¡A más ha de ir este hecho! No basta loco, sino hereje.
CALISTO.- ¿No te digo que hables alto cuando hablares? ¿Qué dices?
SEMPRONIO.- Digo que nunca Dios quiera tal, que es especie de herejÃa lo que ahora dijiste.
CALISTO.- ¿Por qué?
SEMPRONIO.- Porque lo que dices contradice la cristiana religión.
CALISTO.- ¿Qué a m�
SEMPRONIO.- ¿Tú no eres cristiano?
CALISTO.- ¿Yo? Melibeo soy y a Melibea adoro, y en Melibea creo y a Melibea amo.
SEMPRONIO.- Tú te lo dirás. Como Melibea es grande, no cabe en el corazón de mi amo, que por la boca le sale a borbollones. No es más menester. Bien sé de qué pie coxqueas. Yo te sanaré.
CALISTO.- IncreÃble cosa prometes.
SEMPRONIO.- Antes fácil, que el comienzo de la salud es conocer hombre la dolencia del enfermo.
CALISTO.- ¿Cuál consejo puede regir lo que en sà no tiene orden ni consejo?
SEMPRONIO.- ¡Ja, ja, ja! ¿Éste es el fuego de Calisto? ¿Éstas son sus congojas? ¡Como si solamente el amor contra él asestara sus tiros! ¡Oh soberano Dios, cuán altos son tus misterios! ¡Cuánta premia pusiste en el amor, que es necesaria turbación en el amante! Su lÃmite pusiste por maravilla. Parece al amante que atrás queda. Todos pasan, todos rompen, pungidos y esgarrochados como ligeros toros, sin freno saltan por las barreras. Mandaste al hombre por la mujer dejar el padre y la madre. Ahora no sólo aquello, mas a Ti y a tu ley desamparan, como ahora Calisto, del cual no me maravillo, pues los sabios, los santos, los profetas, por él te olvidaron.
CALISTO.- Sempronio.
SEMPRONIO.- Señor.
CALISTO.- No me dejes.
SEMPRONIO.- De otro temple está esta gaita.
CALISTO.- ¿Qué te parece de mi mal?
SEMPRONIO.- Que amas a Melibea.
CALISTO.- ¿Y no otra cosa?
SEMPRONIO.- Harto mal es tener la voluntad en un solo lugar cautiva.
CALISTO.- Poco sabes de firmeza.
SEMPRONIO.- La perseverancia en el mal no es constancia, mas dureza, o pertinacia la llaman en mi tierra. Vosotros los filósofos de Cupido llamadla como queráis.
CALISTO.- Torpe cosa es mentir el que enseña a otro, pues que tú precias de loar a tu amiga Elicia.
SEMPRONIO.- Haz tú lo que bien digo y no lo que mal hago.
CALISTO.- ¿Qué me repruebas?
SEMPRONIO.- Que sometes la dignidad del hombre a la imperfección de la flaca mujer.
CALISTO.- ¿Mujer? ¡Oh grosero! ¡Dios, Dios!
SEMPRONIO.- ¿Y asà lo crees, o burlas?
CALISTO.- ¿Que burlo? Por Dios la creo, por Dios la confieso y no creo que hay otro soberano en el cielo aunque entre nosotros mora.
SEMPRONIO.- ¡Ja, ja, ja! ¿OÃste qué blasfemia? ¿Viste qué ceguedad?
CALISTO.- ¿De qué te rÃes?
SEMPRONIO.- RÃome, que no pensaba que habÃa peor invención de pecado que en Sodoma.
CALISTO.- ¿Cómo?
SEMPRONIO.- Porque aquellos procuraron abominable uso con los ángeles no conocidos y tú con el que confiesas ser Dios.
CALISTO.- ¡Maldito seas!, que hecho me has reÃr, lo que no pensé hogaño.
SEMPRONIO.- ¿Pues qué?, ¿toda tu vida habÃas de llorar?
CALISTO.- SÃ.
SEMPRONIO.- ¿Por qué?
CALISTO.- Porque amo a aquella ante quien tan indigno me hallo que no la espero alcanzar.
SEMPRONIO.- ¡Oh pusilánime! ¡Oh hideputa! ¡Qué Nembrot, qué Magno Alejandro, los cuales no sólo del señorÃo del mundo, mas del cielo se juzgaron ser dignos!
CALISTO.- No te oà bien eso que dijiste. Torna, dilo, no procedas.
SEMPRONIO.- Dije que tú, que tienes más corazón que Nembrot ni Alejandro, desesperas de alcanzar una mujer, muchas de las cuales en grandes estados constituidas se sometieron a los pechos y resuellos de viles acemileros y otras a brutos animales. ¿No has leÃdo de PasÃfae con el toro, de Minerva con el can?
CALISTO.- No lo creo; hablillas son.
SEMPRONIO.- Lo de tu abuela con el jimio, ¿hablilla fue? Testigo es el cuchillo de tu abuelo.
CALISTO.- ¡Maldito sea este necio! ¡Y qué porradas dice!
SEMPRONIO.- ¿Escociote? Lee los historiales, estudia los filósofos, mira los poetas. Llenos están los libros de sus viles y malos ejemplos, y de las caÃdas que llevaron los que en algo, como tú, las reputaron. Oye a Salomón do dice que las mujeres y el vino hacen a los hombres renegar. Conséjate con Séneca y verás en qué las tiene. Escucha al Aristóteles, mira a Bernardo. Gentiles, judÃos, cristianos y moros, todos en esta concordia están. Pero lo dicho y lo que de ellas dijere no te contezca error de tomarlo en común, que muchas hubo y hay santas y virtuosas y notables, cuya resplandeciente corona quita el general vituperio. Pero de estas otras, ¿quién te contarÃa sus mentiras, sus tráfagos, sus cambios, su liviandad, sus lagrimillas, sus alteraciones, sus osadÃas? Que todo lo que piensan, osan sin deliberar: sus disimulaciones, su lengua, su engaño, su olvido, su desamor, su ingratitud, su inconstancia, su testimoniar, su negar, su revolver, su presunción, su vanagloria, su abatimiento, su locura, su desdén, su soberbia, su sujeción, su parlerÃa, su golosina, su lujuria y suciedad, su miedo, su atrevimiento, sus hechicerÃas, sus embaimientos, sus escarnios, su deslenguamiento, su desvergüenza, su alcahueterÃa. Considera qué sesito está debajo de aquellas grandes y delgadas tocas, qué pensamientos so aquellas gorgueras, so aquel fausto, so aquellas largas y autorizantes ropas. ¡Qué imperfección, qué albañales debajo de templos pintados! Por ellas es dicho «arma del diablo, cabeza de pecado, destrucción de paraÃso». ¿No has rezado en la festividad de San Juan, do dice: «Ésta es la mujer, antigua malicia que a Adán echó de los deleites de paraÃso; ésta el linaje humano metió en el infierno; a ésta menospreció ElÃas profeta, etc.»?
CALISTO.- Di, pues ese Adán, ese Salomón, ese David, ese Aristóteles, ese Virgilio, esos que dices, como se sometieron a ellas, ¿soy más que ellos?
SEMPRONIO.- A los que las vencieron querrÃa que remedases, que no a los que de ellas fueron vencidos. Huye de sus engaños. ¿Sabes qué hacen? Cosas que es difÃcil entenderlas. No tienen modo, no razón, no intención; por rigor encomienzan el ofrecimiento que de sà quieren hacer. A los que meten por los agujeros denuestan en la calle, convidan, despiden, llaman, niegan, señalan amor, pronuncian enemiga, ensáñanse presto, apacÃguanse luego. Quieren que adivinen lo que quieren. ¡Oh, qué plaga! ¡Oh, qué enojo! ¡Oh, qué hastÃo es conferir con ellas más de aquel breve tiempo que aparejadas son a deleite!
CALISTO.- ¿Ves? Mientras más me dices y más inconvenientes me pones, más la quiero. No sé qué es.
SEMPRONIO.- No es este juicio para mozos, según veo, que no se saben a razón someter, no se saben administrar. Miserable cosa es pensar ser maestro el que nunca fue discÃpulo.
CALISTO.- Y tú, ¿qué sabes? ¿Quién te mostró esto?
SEMPRONIO.- ¿Quién? Ellas, que, desde que se descubren, asà pierden la vergüenza, que todo esto y aun más a los hombres manifiestan. Ponte, pues, en la medida de honra, piensa ser más digno de lo que te reputas. Que, cierto, peor extremo es dejarse hombre caer de su merecimiento que ponerse en más alto lugar que debe.
CALISTO.- Pues, ¿quién yo para eso?
SEMPRONIO.- ¿Quién? Lo primero eres hombre y de claro ingenio; y más, a quien la natura dotó de los mejores bienes que tuvo. Conviene a saber, hermosura, gracia, grandeza de miembros, fuerza, ligereza, y, allende de esto, fortuna medianamente partió contigo lo suyo en tal cantidad, que los bienes que tienes de dentro con los de fuera resplandecen. Porque sin los bienes de fuera, de los cuales la fortuna es señora, a ninguno acaece en esta vida ser bienaventurado. Y más, a constelación de todos eres amado.
CALISTO.- Pero no de Melibea, y en todo lo que me has gloriado, Sempronio, sin proporción ni comparación se aventaja Melibea. ¿Miras la nobleza y antigüedad de su linaje, el grandÃsimo patrimonio, el excelentÃsimo ingenio, las resplandecientes virtudes, la altitud e inefable gracia, la soberana hermosura, de la cual te ruego me dejes hablar un poco, por que haya algún refrigerio? Y lo que te dijere será de lo descubierto, que, si de lo oculto yo hablarte supiera, no nos fuera necesario altercar tan miserablemente estas razones.
SEMPRONIO.- ¿Qué mentiras y qué locuras dirá ahora este cautivo de mi amo?
CALISTO.- ¿Cómo es eso?
SEMPRONIO.- Dije que digas, que muy gran placer habré de lo oÃr. ¡Asà te medre Dios como me será agradable ese sermón!
CALISTO.- ¿Qué?
SEMPRONIO.- ¡Que asà me medre Dios como me será gracioso de oÃr!
CALISTO.- Pues, por que hayas placer, yo lo figuraré por partes mucho por extenso.
SEMPRONIO.- ¡Duelos tenemos! Esto es tras lo que yo andaba. De pasarse habrá ya esta importunidad.
CALISTO.- Comienzo por los cabellos. ¿Ves tú las madejas del oro delgado que hilan en Arabia? Más lindos son y no resplandecen menos. Su longura hasta el postrero asiento de sus pies, después crinados y atados con la delgada cuerda, como ella se los pone, no ha más menester para convertir los hombres en piedras.
SEMPRONIO.- Más en asnos.
CALISTO.- ¿Qué dices?
SEMPRONIO.- Dije que esos tales no serÃan cerdas de asno.
CALISTO.- ¡Ved qué torpe y qué comparación!
SEMPRONIO.- ¿Tú cuerdo?
CALISTO.- Los ojos verdes rasgados, las pestañas luengas, las cejas delgadas y alzadas, la nariz mediana, la boca pequeña, los dientes menudos y blancos, los labios colorados y grosezuelos, el torno del rostro poco más luengo que redondo, el pecho alto, la redondez y forma de las pequeñas tetas, ¿quién te la podrÃa figurar? ¡Que se despereza el hombre cuando las mira! La tez lisa, lustrosa, el cuero suyo oscurece la nieve, la color mezclada, cual ella la escogió para sÃ.
SEMPRONIO.- ¡En sus trece está este necio!
CALISTO.- Las manos pequeñas en mediana manera, de dulce carne acompañadas; los dedos luengos; las uñas en ellos largas y coloradas, que parecen rubÃes entre perlas. Aquella proporción, que ver yo no pude, no sin duda, por el bulto de fuera juzgo incomparablemente ser mejor que la que Paris juzgó entre las tres deesas.
SEMPRONIO.- ¿Has dicho?
CALISTO.- Cuan brevemente pude.
SEMPRONIO.- Puesto que sea todo eso verdad, por ser tú hombre eres más digno.
CALISTO.- ¿En qué?
SEMPRONIO.- ¿En qué? Ella es imperfecta, por el cual defecto desea y apetece a ti y a otro menor que tú. ¿No has leÃdo el filósofo do dice «asà como la materia apetece a la forma, asà la mujer al varón»?
CALISTO.- ¡Oh triste!, y ¿cuándo veré yo eso entre mà y Melibea?
SEMPRONIO.- Posible es, y aunque la aborrezcas cuanto ahora la amas, podrá ser alcanzándola y viéndola con otros ojos libres del engaño en que ahora estás.
CALISTO.- ¿Con qué ojos?
SEMPRONIO.- Con ojos claros.
CALISTO.- Y ahora, ¿con qué la veo?
SEMPRONIO.- Con ojos de alinde, con que lo poco parece mucho y lo pequeño grande. Y por que no te desesperes, yo quiero tomar esta empresa de cumplir tu deseo.
CALISTO.- ¡Oh, Dios te dé lo que deseas, que glorioso me es oÃrte aunque no espero que lo has de hacer!
SEMPRONIO.- Antes lo haré cierto.
CALISTO.- Dios te consuele. El jubón de brocado que ayer vestÃ, Sempronio, vÃstelo tú.
SEMPRONIO.- Prospérete Dios por éste y por muchos más que me darás. De la burla yo me llevo lo mejor. Con todo, si de estos aguijones me da, traérsela he hasta la cama. ¡Bueno ando! Hácelo esto que me dio mi amo, que sin merced imposible es obrarse bien ninguna cosa.
CALISTO.- No seas ahora negligente.
SEMPRONIO.- No lo seas tú, que imposible es hacer siervo diligente el amo perezoso.
CALISTO.- ¿Cómo has pensado de hacer esta piedad?
SEMPRONIO.- Yo te lo diré. DÃas ha grandes que conozco en fin de esta vecindad una vieja barbuda que se dice Celestina, hechicera, astuta, sagaz en cuantas maldades hay. Entiendo que pasan de cinco mil virgos los que se han hecho y deshecho por su autoridad en esta ciudad. A las duras peñas promoverá y provocará a lujuria si quiere.
CALISTO.- ¿PodrÃala yo hablar?
SEMPRONIO.- Yo te la traeré hasta acá. Por eso, aparéjate, sele gracioso, sele franco, estudia, mientras voy yo a le decir tu pena tan bien como ella te dará el remedio.
CALISTO.- ¿Y tardas?
SEMPRONIO.- Ya voy; quede Dios contigo.
CALISTO.- Y contigo vaya. ¡Oh todopoderoso, perdurable Dios!, Tú que guÃas los perdidos y los reyes orientales por el estrella precedente a Belén trajiste y en su patria los redujiste, humilmente te ruego que guÃes a mi Sempronio, en manera que convierta mi pena y tristeza en gozo, y yo, indigno, merezca venir en el deseado fin.
CELESTINA.- ¡Albricias, albricias, Elicia! ¡Sempronio, Sempronio!
ELICIA.- ¡Ce, ce, ce!
CELESTINA.- ¿Por qué?
ELICIA.- Porque está aquà Crito.
CELESTINA.- ¡Mételo en la camarilla de las escobas! ¡Presto! Dile que viene tu primo y mi familiar.
ELICIA.- ¡Crito, retráete ahÃ; mi primo viene, perdida soy!
CRITO.- Pláceme. No te congojes.
SEMPRONIO.- ¡Madre bendita, qué deseo traigo! ¡Gracias a Dios que te me dejó ver!
CELESTINA.- ¡Hijo mÃo!, ¡rey mÃo!, turbado me has. No te puedo hablar; torna y dame otro abrazo. ¿Y tres dÃas pudiste estar sin vernos? ¡Elicia, Elicia, cátale aquÃ!
ELICIA.- ¿A quién, madre?
CELESTINA.- A Sempronio.
ELICIA.- ¡Ay, triste, qué saltos me da el corazón! ¿Y qué es de él?
CELESTINA.- Vele aquÃ, vele. Yo me le abrazaré, que no tú.
ELICIA.- ¡Ay, maldito seas, traidor! Postema y landre te mate y a manos de tus enemigos mueras, y por crÃmenes dignos de cruel muerte en poder de rigurosa justicia te veas. ¡Ay, ay!
SEMPRONIO.- ¡Ji, ji, ji! ¿Qué es, mi Elicia?, ¿de qué te congojas?
ELICIA.- Tres dÃas ha que no me ves. ¡Nunca Dios te vea, nunca Dios te consuele ni visite! ¡Guay de la triste que en ti tiene su esperanza y el fin de todo su bien!
SEMPRONIO.- ¡Calla, señora mÃa! ¿Tú piensas que la distancia del lugar es poderosa de apartar el entrañable amor, el fuego que está en mi corazón? Do yo voy, conmigo vas, conmigo estás. No te aflijas ni me atormentes más de lo que yo he padecido; mas di, ¿qué pasos suenan arriba?
ELICIA.- ¿Quién? Un mi enamorado.
SEMPRONIO.- Pues créolo.
ELICIA.- ¡Alahé, verdad es! Sube allá y verlo has.
SEMPRONIO.- Voy.
CELESTINA.- ¡Anda acá! Deja esa loca, que es liviana y turbada de tu ausencia. Sácasla ahora de seso; dirá mil locuras. Ven y hablemos; no dejemos pasar el tiempo en balde.
SEMPRONIO.- Pues, ¿quién está arriba?
CELESTINA.- ¿Quiéreslo saber?
SEMPRONIO.- Quiero.
CELESTINA.- Una moza que me encomendó un fraile.
SEMPRONIO.- ¿Qué fraile?
CELESTINA.- No lo procures.
SEMPRONIO.- Por mi vida, madre, ¿qué fraile?
CELESTINA.- ¿PorfÃas? El ministro, el gordo.
SEMPRONIO.- ¡Oh, desaventurada, y qué carga espera!
CELESTINA.- Todo lo llevamos. Pocas mataduras has tú visto en la barriga.
SEMPRONIO.- Mataduras no; mas petreras sÃ.
CELESTINA.- ¡Ay, burlador!
SEMPRONIO.- Deja; si soy burlador, muéstramela.
ELICIA.- ¡Ah, don malvado! ¿Verla quieres? ¡Los ojos se te salten, que no basta a ti una ni otra! ¡Anda, vela y deja a mà para siempre!
SEMPRONIO.- ¡Calla, Dios mÃo! ¿Y enójaste? Que ni quiero ver a ella ni a mujer nacida. A mi madre quiero hablar, y quédate a Dios.
ELICIA.- ¡Anda, anda, vete, desconocido, y está otros tres años que no me vuelvas a ver!
SEMPRONIO.- Madre mÃa, bien tendrás confianza y creerás que no te burlo. Toma el manto y vamos, que por el camino sabrás lo que, si aquà me tardase en decirte, impedirÃa tu provecho y el mÃo.
CELESTINA.- Vamos. Elicia, quédate a Dios, cierra la puerta. ¡A Dios, paredes!
SEMPRONIO.- ¡Oh madre mÃa! Todas cosas dejadas aparte, solamente sé atenta e imagina en lo que te dijere. Y no derrames tu pensamiento en muchas partes, que quien junto en diversos lugares le pone, en ninguno lo tiene, si no por caso determina lo cierto. Quiero que sepas de mà lo que no has oÃdo, y es que jamás pude, después que mi fe contigo puse, desear bien de que no te cupiese parte.
CELESTINA.- Parta Dios, hijo, de lo suyo contigo, que no sin causa lo hará, siquiera porque has piedad de esta pecadora de vieja. Pero di, no te detengas, que la amistad que entre ti y mà se afirma no ha menester preámbulos, ni correlarios, ni aparejos para ganar voluntad. Abrevia y ven al hecho, que vanamente se dice por muchas palabras lo que por pocas se puede entender.
SEMPRONIO.- Asà es. Calisto arde en amores de Melibea. De ti y de mà tiene necesidad. Pues juntos nos ha menester, juntos nos aprovechemos, que conocer el tiempo y usar el hombre de la oportunidad hace los hombres prósperos.
CELESTINA.- Bien has dicho, al cabo estoy. Basta para mà mecer el ojo. Digo que me alegro de estas nuevas como los cirujanos de los descalabrados. Y como aquellos dañan en los principios las llagas y encarecen el prometimiento de la salud, asà entiendo yo hacer a Calisto: alargarle he la certinidad del remedio, porque, como dicen, «el esperanza luenga aflige el corazón» y, cuanto él la perdiere, tanto se la promete. ¡Bien me entiendes!
SEMPRONIO.- Callemos, que a la puerta estamos y, como dicen, las paredes han oÃdos.
CELESTINA.- Llama.
SEMPRONIO.- Ta, ta, ta.
CALISTO.- Pármeno.
PÃRMENO.- Señor.
CALISTO.- ¿No oyes, maldito sordo?
PÃRMENO.- ¿Qué es, señor?
CALISTO.- A la puerta llaman. ¡Corre!
PÃRMENO.- ¿Quién es?
SEMPRONIO.- Abre a mà y a esta dueña.
PÃRMENO.- Señor, Sempronio y una puta vieja alcoholada daban aquellas porradas.
CALISTO.- ¡Calla, calla, malvado, que es mi tÃa! ¡Corre, corre, abre! Siempre lo vi, que por huir hombre de un peligro, cae en otro mayor. Por encubrir yo este hecho de Pármeno, a quien amor o fidelidad o temor pusieran freno, caà en indignación de ésta, que no tiene menor poderÃo en mi vida que Dios.
PÃRMENO.- ¿Por qué, señor, te matas? ¿Por qué, señor, te congojas? ¿Y tú piensas que es vituperio en las orejas de ésta el nombre que la llamé? No lo creas, que asà se glorifica en le oÃr, como tú cuando dicen «diestro caballero es Calisto». Y demás de esto es nombrada y por tal tÃtulo conocida. Si entre cien mujeres va y alguno dice «¡puta vieja!», sin ningún empacho luego vuelve la cabeza y responde con alegre cara. En los convites, en las fiestas, en las bodas, en las cofradÃas, en los mortuorios, en todos los ayuntamientos de gentes, con ella pasan tiempo. Si pasa por los perros, aquello suena su ladrido; si está cerca las aves, otra cosa no cantan; si cerca los ganados, balando lo pregonan; si cerca las bestias, rebuznando dicen «¡puta vieja!». Las ranas de los charcos otra cosa no suelen mentar. Si va entre los herreros, aquello dicen sus martillos. Carpinteros y armeros, herradores, caldereros, arcadores, todo oficio de instrumento forma en el aire su nombre. Cantan los carpinteros, péinanla los peinadores, tejedores, labradores en las huertas, en las aradas, en las viñas, en las segadas con ella pasan el afán cotidiano. Al perder en los tableros, luego suenan sus loores. Todas cosas que son hacen, a doquiera que ella está, el tal nombre representan. ¡Oh, qué comedor de huevos asados era su marido! ¡Qué quieres más, sino que si una piedra topa con otra luego suena «¡puta vieja!»!
CALISTO.- Y tú, ¿cómo lo sabes y la conoces?
PÃRMENO.- Saberlo has. DÃas grandes son pasados que mi madre, mujer pobre, moraba en su vecindad, la cual, rogada por esta Celestina, me dio a ella por sirviente; aunque ella no me conoce por lo poco que la servà y por la mudanza que la edad ha hecho.
CALISTO.- ¿De qué la servÃas?
PÃRMENO.- Señor, iba a la plaza y traÃale de comer, y acompañábala, suplÃa en aquellos menesteres que mi tierna fuerza bastaba. Pero de aquel poco tiempo que la servÃ, recogÃa la nueva memoria lo que la vieja no ha podido quitar. Tiene esta buena dueña al cabo de la ciudad, allá cerca de las tenerÃas, en la cuesta del rÃo, una casa apartada, medio caÃda, poco compuesta y menos abastada. Ella tenÃa seis oficios; conviene saber: labrandera, perfumera, maestra de hacer afeites y de hacer virgos, alcahueta y un poquito hechicera. Era el primero oficio cobertura de los otros, so color del cual muchas mozas de estas sirvientes entraban en su casa a labrarse y a labrar camisas y gorgueras, y otras muchas cosas. Ninguna venÃa sin torrezno, trigo, harina o jarro de vino, y de las otras provisiones que podÃan a sus amas hurtar; y aun otros hurtillos de más cualidad allà se encubrÃan. Asaz era amiga de estudiantes y despenseros y mozos de abades. A éstos vendÃa ella aquella sangre inocente de las cuitadillas, la cual ligeramente aventuraban en esfuerzo de la restitución que ella les prometÃa. Subió su hecho a más, que por medio de aquéllas comunicaba con las más encerradas hasta traer a ejecución su propósito. Y aquéstas, en tiempo honesto, como estaciones, procesiones de noche, misas del gallo, misas del alba y otras secretas devociones, muchas encubiertas vi entrar en su casa. Tras ellas hombres descalzos, contritos y rebozados, desatacados, que entraban allà a llorar sus pecados. ¡Qué tráfagos, si piensas, traÃa! HacÃase fÃsica de niños, tomaba estambre de unas casas, dábalo a hilar en otras, por achaque de entrar en todas. Las unas, «¡Madre acá!», las otras, «¡Madre acullá!», «¡Cata la vieja!», «¡Ya viene el ama!»; de todos muy conocida. Con todos esos afanes nunca pasaba sin misa ni vÃsperas, ni dejaba monasterios de frailes ni de monjas; esto porque allà hacÃa ella sus aleluyas y conciertos. Y en su casa hacÃa perfumes, falsaba estoraques, menjuÃ, animes, ámbar, algalia, polvillos, almizcles, mosquetes. TenÃa una cámara llena de alambiques, de redomillas, de barrilejos de barro, de vidrio, de arambre, de estaño, hechos de mil facciones. HacÃa solimán, afeite cocido, argentadas, bujeladas, cerillas, lanillas, unturillas, lustres, lucentores, clarimientes, albalinos y otras aguas de rostro, de rasuras de gamones, de corteza de espantalobos, de dragontea, de hieles, de agraz, de mosto, destiladas y azucaradas. Adelgazaba los cueros con zumos de limones, con turbino, con tuétano de corzo y de garza y otras confecciones. Sacaba agua para oler, de rosas, de azahar, de jazmÃn, de trébol, de madreselva y clavellinas, mosquetadas y almizcladas, polvorizadas con vino. HacÃa lejÃas para enrubiar, de sarmientos, de carrasca, de centeno, de marrubios, con salitre, con alumbre y milifolia y otras diversas cosas. Y los untos y mantecas que tenÃa es hastÃo de decir: de vaca, de oso, de caballos y de camellos, de culebra y de conejo, de ballena, de garza, de alcaraván, de gamo y de gato montés, y de tejón, de arda, de erizo, de nutria. Aparejos para baños, esto es una maravilla: de las hierbas y raÃces que tenÃa en el techo de su casa colgadas, manzanilla y romero, malvaviscos, culantrillo, coronillas, flor de saúco y de mostaza, espliego y laurel blanco, tortarosa y gramonilla, flor salvaje e higueruela, pico de oro y hojatinta. Los aceites que sacaba para el rostro no es cosa de creer: de estoraque y de jazmÃn, de limón, de pepitas, de violetas, de menjuÃ, de alfócigos, de piñones, de granillo, de azufaifas, de neguilla, de altramuces, de arvejas y de carillas, y de hierba pajarera, y un poquillo de bálsamo tenÃa ella en una redomilla que guardaba para aquel rascuño que tenÃa por las narices. Esto de los virgos, unos hacÃa de vejiga y otros curaba de punto. TenÃa en un tabladillo, en una cajuela pintada, unas agujas delgadas de pellejeros e hilos de seda encerados, y colgadas allà raÃces de hojaplasma y fuste sanguino, cebolla albarrana y cepacaballo. HacÃa con esto maravillas que, cuando vino por aquà el embajador francés, tres veces vendió por virgen una criada que tenÃa.
CALISTO.- ¡Asà pudiera ciento!
PÃRMENO.- ¡SÃ, santo Dios! Y remediaba por caridad muchas huérfanas y erradas que se encomendaban a ella. Y en otro apartado tenÃa para remediar amores y para se querer bien. TenÃa huesos de corazón de ciervo, lengua de vÃbora, cabezas de codornices, sesos de asno, tela de caballo, mantillo de niño, haba morisca, guija marina, soga de ahorcado, flor de hiedra, espina de erizo, pie de tejón, granos de helecho, la piedra del nido del águila y otras mil cosas. VenÃan a ella muchos hombres y mujeres, y a unos demandaba el pan do mordÃan; a otros, de su ropa; a otros, de sus cabellos; a otros, pintaba en la palma letras con azafrán; a otros, con bermellón; a otros daba unos corazones de cera llenos de agujas quebradas, y otras cosas en barro y en plomo hechas, muy espantables al ver. Pintaba figuras, decÃa palabras en tierra. ¿Quién te podrá decir lo que esta vieja hacÃa? Y todo era burla y mentira.
CALISTO.- Bien está, Pármeno, déjalo para más oportunidad. Asaz soy de ti avisado, téngotelo en gracia. No nos detengamos, que la necesidad desecha la tardanza. Oye. Aquélla viene rogada, espera más que debe. Vamos, no se indigne. Yo temo y el temor reduce la memoria y a la providencia despierta. ¡Sus! Vamos, proveamos. Pero ruégote, Pármeno, la envidia de Sempronio, que en esto me sirve y complace, no ponga impedimento en el remedio de mi vida, que si para él hubo jubón, para ti no faltará sayo. Ni pienses que tengo en menos tu consejo y aviso que su trabajo y obra, como lo espiritual sepa yo que precede a lo corporal. Y puesto que las bestias corporalmente trabajen más que los hombres, por eso son pensadas y curadas, pero no amigas de ellos. En tal diferencia serás conmigo en respeto de Sempronio, y so secreto sello, pospuesto el dominio, por tal amigo a ti me concedo.
PÃRMENO.- Quéjome, señor, de la duda de mi fidelidad y servicio, por los prometimientos y amonestaciones tuyas. ¿Cuándo me viste, señor, envidiar, o por ningún interés ni resabio tu provecho estorcer?
CALISTO.- No te escandalices, que sin duda tus costumbres y gentil crianza en mis ojos, ante todos los que me sirven, están. Mas, como en caso tan arduo, do todo mi bien y vida pende, es necesario proveer, proveo a los acontecimientos, como quiera que creo que tus buenas costumbres sobre buen natural florecen, como el buen natural sea principio del artificio. Y no más, si no vamos a ver la salud.
CELESTINA.- Pasos oigo. Acá desciende. Haz, Sempronio, que no lo oyes. Escucha y déjame hablar lo que a ti y a mà me conviene.
SEMPRONIO.- Habla.
CELESTINA.- No me congojes ni me importunes, que sobrecargar el cuidado es aguijar el animal congojoso. Asà sientes la pena de tu amo Calisto que parece que tú eres él y él tú, y que los tormentos son en un mismo sujeto. Pues cree que yo no vine acá por dejar este pleito indeciso o morir en la demanda.
CALISTO.- Pármeno, detente. ¡Ce!, escucha qué hablan éstos. Veamos en qué vivimos. ¡Oh, notable mujer! ¡Oh, bienes mundanos indignos de ser poseÃdos de tan alto corazón! ¡Oh, fiel y verdadero Sempronio! ¿Has visto, mi Pármeno?¿OÃste? ¿Tengo razón? ¿Qué me dices, rincón de mi secreto y consejo y alma mÃa?
PÃRMENO.- Protestando mi inocencia en la primera sospecha, y cumpliendo con la fidelidad, porque me concediste, hablaré. Óyeme, y el afecto no te ensorde ni la esperanza del deleite te ciegue. Tiémplate y no te apresures, que muchos, con codicia de dar en el fiel, yerran el blanco. Aunque soy mozo, cosas he visto asaz y el seso y la vista de las muchas cosas demuestran la experiencia. De verte o de oÃrte descender por la escalera parlan lo que éstos fingidamente han dicho, en cuyas falsas palabras pones el fin de tu deseo.
SEMPRONIO.- Celestina, ruinmente suena lo que Pármeno dice.
CELESTINA.- Calla, que, para mi santiguada, do vino el asno vendrá el albarda. Déjame tú a Pármeno, que yo te le haré uno de nos, y de lo que hubiéremos, démosle parte, que los bienes, si no son comunicados, no son bienes. Ganemos todos, partamos todos, holguemos todos. Yo le traeré manso y benigno a picar el pan en el puño. Y seremos dos a dos y, como dicen, tres al mohÃno.
CALISTO.- ¡Sempronio!
SEMPRONIO.- ¿Señor?
CALISTO.- ¿Qué haces, llave de mi vida? Abre. ¡Oh, Pármeno, ya la veo, sano soy, vivo soy! ¿Miras qué reverenda persona, qué acatamiento? Por la mayor parte por la fisonomÃa es conocida la virtud interior. ¡Oh vejez virtuosa, oh virtud envejecida! ¡Oh gloriosa esperanza de mi deseado fin! ¡Oh fin de mi deleitosa esperanza! ¡Oh salud de mi pasión, reparo de mi tormento, regeneración mÃa, vivificación de mi vida, resurrección de mi muerte! Deseo llegar a ti. Codicio besar esas manos llenas de remedio. La indignidad de mi persona lo embarga. Desde aquà adoro la tierra que huellas y en reverencia tuya beso.
CELESTINA.- Sempronio, ¡de aquéllas vivo yo! ¡Los huesos que yo roà piensa este necio de tu amo de darme a comer! Pues ál le sueño; al freÃr lo verá. Dile que cierre la boca y comience abrir la bolsa. De las obras dudo, cuánto más de las palabras. ¡So, que te estriego, asna coja! ¡Más habÃas de madrugar!
PÃRMENO.- ¡Guay de orejas que tal oyen! Perdido es quien tras perdido anda. ¡Oh Calisto, desaventurado, abatido, ciego, y en tierra está adorando a la más antigua puta tierra, que fregaron sus espaldas en todos los burdeles! Deshecho es, vencido es, caÃdo es; no es capaz de ninguna redención, ni consejo, ni esfuerzo.
CALISTO.- ¿Qué decÃa la madre? ¡Paréceme que pensaba que le ofrecÃa palabras por excusar galardón!
SEMPRONIO.- Asà lo sentÃ.
CALISTO.- Pues ven conmigo. Trae las llaves, que yo sanaré su duda.
SEMPRONIO.- Bien harás. Y luego vamos, que no se debe dejar crecer la hierba entre los panes ni la sospecha en los corazones de los amigos, sino limpiarla luego con el escardilla de las buenas obras.
CALISTO.- Astuto hablas. Vamos y no tardemos.
CELESTINA.- Pláceme, Pármeno, que habemos habido oportunidad para que conozcas el amor mÃo contigo y la parte que en mÃ, inmérito, tienes. Y digo inmérito por lo que te he oÃdo decir, de que no hago caso, porque virtud nos amonesta sufrir las tentaciones y no dar mal por mal. Y especial cuando somos tentados por mozos y no bien instrutos en lo mundano, en que con necia lealtad pierdan a sà y a sus amos, como ahora tú a Calisto. Bien te oÃ, y no pienses que el oÃr con los otros exteriores sesos mi vejez haya perdido, que no sólo lo que veo oigo y conozco, mas aun lo intrÃnseco con los intelectuales ojos penetro. Has de saber, Pármeno, que Calisto anda de amor quejoso. Y no lo juzgues por eso por flaco, que el amor impervio todas las cosas vence, y sabe, si no sabes, que dos conclusiones son verdaderas. La primera, que es forzoso el hombre amar a la mujer, y la mujer al hombre. La segunda, que el que verdaderamente ama es necesario que se turbe con la dulzura del soberano deleite, que por el Hacedor de las cosas fue puesto por que el linaje de los hombres se perpetuase, sin lo cual perecerÃa. Y no sólo en la humana especie, mas en los peces, en las bestias, en las aves, en las reptilias. Y en lo vegetativo, algunas plantas han este respecto, si sin interposición de otra cosa en poca distancia de tierra están puestas, en que hay determinación de herbolarios y agricultores ser machos y hembras. ¿Qué dirás a esto, Pármeno? ¡Neciuelo, loquito, angelico, perlica, simplecico! ¿Lobitos en tal gesto? Llégate acá, putico, que no sabes nada del mundo ni de sus deleites. ¡Más rabia mala me mate si te llego a mÃ, aunque vieja! Que la voz tienes ronca, las barbas te apuntan; mal sosegadilla debes tener la punta de la barriga.
PÃRMENO.- ¡Como cola de alacrán!
CELESTINA.- ¡Y aun peor, que la otra muerde sin hinchar y la tuya hincha por nueve meses!
PÃRMENO.- ¡Ji, ji, ji!
CELESTINA.- ¿RÃeste, landrecilla, hijo?
PÃRMENO.- Calla, madre, no me culpes, ni me tengas, aunque mozo, por insipiente. Amo a Calisto porque le debo fidelidad, por crianza, por beneficios, por ser de él honrado y bien tratado, que es la mayor cadena que el amor del servidor al servicio del señor prende, cuanto lo contrario aparta. Véole perdido, y no hay cosa peor que ir tras deseo sin esperanza de buen fin, y especial pensando remediar su hecho tan arduo y difÃcil con vanos consejos y necias razones de aquel bruto Sempronio, que es pensar sacar aradores a pala de azadón. No lo puedo sufrir. ¡DÃgolo y lloro!
CELESTINA.- Pármeno, ¿tú no ves que es necedad o simpleza llorar por lo que con llorar no se puede remediar?
PÃRMENO.- Por eso lloro, que, si con llorar fuese posible traer a mi amo el remedio, tan grande serÃa el placer de la esperanza que de gozo no podrÃa llorar; pero asÃ, perdida ya toda la esperanza, pierdo el alegrÃa y lloro.
CELESTINA.- Lloras sin provecho por lo que llorando estorbar no podrás ni sanarlo presumas. ¿A otros no ha acontecido esto, Pármeno?
PÃRMENO.- SÃ, pero a mi amo no le querrÃa doliente.
CELESTINA.- No lo es; mas, aunque fuese doliente, podrÃa sanar.
PÃRMENO.- No curo de lo que dices, porque en los bienes mejor es el acto que la potencia, y en los males mejor la potencia que el acto. Asà que mejor es ser sano que poderlo ser, y mejor es poder ser doliente que ser enfermo por acto, y, por tanto, es mejor tener la potencia en el mal que el acto.
CELESTINA.- ¡Oh malvado, como que no se te entiende! ¡Tú no sientes su enfermedad! ¿Qué has dicho hasta ahora? ¿De qué te quejas? Pues burla, o di por verdad lo falso y cree lo que quisieres, que él es enfermo por acto y el poder ser sano es en mano de esta flaca vieja.
PÃRMENO.- Más de esta flaca puta vieja.
CELESTINA.- ¡Putos dÃas vivas, bellaquillo! Y, ¿cómo te atreves?
PÃRMENO.- Como te conozco.
CELESTINA.- ¿Quién eres tú?
PÃRMENO.- ¿Quién? Pármeno, hijo de Alberto, tu compadre, que estuve contigo un poco tiempo, que te me dio mi madre cuando morabas a la cuesta del rÃo, cerca de las tenerÃas.
CELESTINA.- ¡Jesú, Jesú, Jesú! ¿Y tú eres Pármeno, hijo de la Claudina?
PÃRMENO.- ¡Alahé, yo!
CELESTINA.- Pues fuego malo te queme, que tan puta vieja era tu madre como yo. ¿Por qué me persigues, Pármeno? ¡Él es, él es, por los santos de Dios! Allégate a mÃ, ven acá, que mil azotes y puñadas te dà en este mundo y otros tantos besos. ¿Acuérdaste cuando dormÃas a mis pies, loquito?
PÃRMENO.- SÃ, en buena fe. Y algunas veces, aunque era niño, me subÃas a la cabecera y me apretabas contigo, y porque olÃas a vieja, me huÃa de ti.
CELESTINA.- ¡Mala landre te mate! ¡Y cómo lo dice el desvergonzado! Dejadas burlas y pasatiempos, oye ahora, mi hijo, y escucha. Que, aunque a un fin soy llamada, a otro soy venida, y maguer que contigo me haya hecho de nuevas, tú eres la causa. Hijo, bien sabes cómo tu madre, que Dios haya, te me dio viviendo tu padre, el cual, como de mà te fuiste, con otra ansia no murió sino con la incertidumbre de tu vida y persona, por la cual ausencia algunos años de su vejez sufrió angustiosa y cuidadosa vida. Y al tiempo que de ella pasó, envió por mà y en su secreto te me encargó y me dijo, sin otro testigo sino aquel que es testigo de todas las obras y pensamientos, y los corazones y entrañas escudriña, al cual puso entre él y mÃ, que te buscase y llegase y abrigase y, cuando de cumplida edad fueses, tal que en tu vivir supieses tener manera y forma, te descubriese a dónde dejó encerrada tal copia de oro y plata que basta más que la renta de tu amo Calisto. Y porque se lo prometÃ, y con mi promesa llevó descanso, y la fe es de guardar, más que a los vivos, a los muertos, que no pueden hacer por sÃ, en pesquisa y seguimiento tuyo yo he gastado asaz tiempo y cuantÃas hasta ahora, que ha placido a aquel que todos los cuidados tiene y remedia las justas peticiones y las piadosas obras endereza, que te hallase aquÃ, donde solos ha tres dÃas que sé que moras. Sin duda dolor he sentido porque has por tantas partes vagado y peregrinado, que ni has habido provecho ni ganado deudo ni amistad. Que, como Séneca dice, «los peregrinos tienen muchas posadas y pocas amistades», porque en breve tiempo con ninguno pueden firmar amistad. Y el que está en muchos cabos está en ninguno, ni puede aprovechar el manjar a los cuerpos que en comiendo se lanza, ni hay cosa que más la sanidad impida que la diversidad y mudanza y variación de los manjares. Y nunca la llaga viene a cicatrizar en la cual muchas melecinas se tientan. Ni convalece la planta que muchas veces es traspuesta. Y no hay cosa tan provechosa, que en llegando aproveche. Por tanto, mi hijo, deja los Ãmpetus de la juventud y tórnate con la doctrina de tus mayores a la razón. Reposa en alguna parte, y ¿dónde mejor que en mi voluntad, en mi ánimo, en mi consejo, a quien tus padres te remetieron? Y yo asÃ, como verdadera madre tuya, te digo, so las maldiciones que tus padres te pusieron si me fueses inobediente, que por el presente sufras y sirvas a este tu amo que procuraste, hasta en ello haber otro consejo mÃo. Pero no con necia lealtad, proponiendo firmeza sobre lo movible, como son estos señores de este tiempo. Y tú gana amigos, que es cosa durable, ten con ellos constancia, no vivas en flores, deja los vanos prometimientos de los señores, los cuales desechan la sustancia de sus sirvientes con huecos y vanos prometimientos. Como la sanguijuela saca la sangre, desagradecen, injurian, olvidan servicios, niegan galardón. ¡Guay de quien en palacio envejece! Como se escribe de la probática piscina, que de ciento que entraban sanaba uno. Estos señores de este tiempo más aman a sà que a los suyos, y no yerran; los suyos igualmente lo deben hacer. Perdidas son las mercedes, las magnificencias, los actos nobles; cada uno de éstos cautiva y mezquinamente procura su interés con los suyos. Pues aquéllos no deben menos hacer, como sean en facultades menores, sino vivir a su ley. DÃgolo, hijo Pármeno, porque este tu amo, como dicen, me parece rompenecios: de todos se quiere servir sin merced. Mira bien, créeme, en su casa cobra amigos, que es el mayor precio mundano, que con él no pienses tener amistad, como por la diferencia de los estados o condiciones pocas veces contezca. Caso es ofrecido, como sabes, en que todos medremos y tú por el presente te remedies. Que lo ál que te he dicho, guardado te está a su tiempo. Y mucho te aprovecharás siendo amigo de Sempronio.
PÃRMENO.- Celestina, todo tremo en oÃrte. No sé qué haga, perplejo estoy. Por una parte, téngote por madre; por otra, a Calisto por amo. Riqueza deseo, pero quien torpemente sube a lo alto, más aÃna cae que subió. No querrÃa bienes mal ganados.
CELESTINA.- Yo sÃ. A tuerto o a derecho, nuestra casa hasta el techo.
PÃRMENO.- Pues yo con ellos no vivirÃa contento y tengo por honesta cosa la pobreza alegre. Y aun más te digo, que no los que poco tienen son pobres, mas los que mucho desean. Y por esto, aunque más digas, no te creo en esta parte. QuerrÃa pasar la vida sin envidia, los yermos y aspereza sin temor, el sueño sin sobresalto, las injurias con respuesta, las fuerzas sin denuesto, las premias con resistencia.
CELESTINA.- ¡Oh, hijo!, bien dicen que la prudencia no puede ser sino en los viejos, y tú mucho mozo eres.
PÃRMENO.- Mucho segura es la mansa pobreza.
CELESTINA.- Mas di, como mayor, que la fortuna ayuda a los osados. Y demás de esto, ¿quién es, que tenga bienes en la república, que escoja vivir sin amigos? Pues, loado Dios, ¿bienes tienes y no sabes que has menester amigos para los conservar? Y no pienses que tu privanza con este señor te hace seguro, que cuanto mayor es la fortuna, tanto es menos segura. Y tanto en los infortunios el remedio es a los amigos. Y, ¿a dónde puedes ganar mejor este deudo que donde las tres maneras de amistad concurren? Conviene a saber, por bien, y provecho, y deleite. Por bien, mira la voluntad de Sempronio conforme a la tuya y la gran similitud que tú y él en la virtud tenéis. Por provecho, en la mano está si sois concordes. Por deleite, semejable es, como seáis en edad dispuestos para todo linaje de placer, en que más los mozos que los viejos se juntan, asà como para jugar, para vestir, para burlar, para comer y beber, para negociar amores juntos de compañÃa. ¡Oh, si quisieses, Pármeno, qué vida gozarÃamos! Sempronio ama a Elicia, prima de Areúsa.
PÃRMENO.- ¿De Areúsa?
CELESTINA.- De Areúsa.
PÃRMENO.- ¿De Areúsa, hija de Eliso?
CELESTINA.- De Areúsa, hija de Eliso.
PÃRMENO.- ¿Cierto?
CELESTINA.- Cierto.
PÃRMENO.- Maravillosa cosa es.
CELESTINA.- Pero, ¿bien te parece?
PÃRMENO.- No cosa mejor.
CELESTINA.- Pues tu buena dicha quiere, aquà está quien te la dará.
PÃRMENO.- Mi fe, madre, no creo a nadie.
CELESTINA.- Extremo es creer a todos y yerro no creer a ninguno.
PÃRMENO.- Digo que te creo, pero no me atrevo. Déjame.
CELESTINA.- ¡Oh mezquino! De enfermo corazón es no poder sufrir el bien. Da Dios habas a quien no tiene quijadas. ¡Oh simple!, dirás que adonde hay mayor entendimiento hay menor fortuna. Y donde más discreción, allà es menor la fortuna. Dichas son.
PÃRMENO.- ¡Oh Celestina!, oÃdo he a mis mayores que un ejemplo de lujuria o avaricia mucho mal hace, y que con aquéllos debe hombre conversar que le hagan mejor, y aquéllos dejar a quien él mejores piensa hacer. Y Sempronio en su ejemplo no me hará mejor, ni yo a él sanaré su vicio. Y puesto que yo a lo que dices me incline, sólo yo querrÃa saberlo, porque a lo menos por el ejemplo fuese oculto el pecado. Y si hombre vencido del deleite va contra la virtud, no se atreve a la honestad.
CELESTINA.- Sin prudencia hablas, que de ninguna cosa es alegre posesión sin compañÃa. No te retraigas ni amargues, que la natura huye lo triste y apetece lo delectable. El deleite es con los amigos en las cosas sensuales, y especial en recontar las cosas de amores y comunicarlas: «Esto hice, esto otro me dijo, tal donaire pasamos, de tal manera la tomé, asà la besé, asà me mordió, asà la abracé, asà se allegó. ¡Oh qué habla, qué gracia!, ¡oh qué juegos!, ¡oh qué besos! Vamos allá, volvamos acá, ande la música, pintemos los motes, cante canciones, invenciones y justemos. ¿Qué cimera sacaremos, o qué letra? Ya va a la misa, mañana saldrá, rondemos su calle, mira su carta, vamos de noche, tenme el escala, aguarda a la puerta. ¿Cómo te fue? Cata el cornudo, sola la deja. Dale otra vuelta. Tornemos allá». Y para esto, Pármeno, ¿hay deleite sin compañÃa? ¡Alahé, alahé! La que las sabe las tañe, éste es el deleite; que lo ál, mejor lo hacen los asnos en el prado.
PÃRMENO.- No querrÃa, madre, me convidases a consejo con amonestación de deleite, como hicieron los que, careciendo de razonable fundamento, opinando hicieron sectas envueltas en dulce veneno para captar y tomar las voluntades de los flacos, y con polvos de sabroso afecto cegaron los ojos de la razón.
CELESTINA.- ¿Qué es razón, loco? ¿Qué es afecto, asnillo? La discreción que no tienes lo determina; y de la discreción mayor es la prudencia; y la prudencia no puede ser sin experimento; y la experiencia no puede ser más que en los viejos; y los ancianos somos llamados padres; y los buenos padres bien aconsejan a sus hijos, y especial yo a ti, cuya vida y honra más que la mÃa deseo. Y, ¿cuándo me pagarás tú esto? Nunca, pues a los padres y a los maestros no puede ser hecho servicio igualmente.
PÃRMENO.- Todo me recelo, madre, de recibir dudoso consejo.
CELESTINA.- ¿No quieres? Pues decirte he lo que dice el sabio: «Al varón que con dura cerviz al que le castiga menosprecia, arrebatado quebrantamiento le vendrá y sanidad ninguna le conseguirá». Y asÃ, Pármeno, me despido de ti y de este negocio.
PÃRMENO.- Ensañada está mi madre. Duda tengo en su consejo: yerro es no creer y culpa creerlo todo. Mas humano es confiar, mayormente en ésta que interés promete, a do provecho no puede allende de amor conseguir. OÃdo he que debe hombre a sus mayores creer. Ésta, ¿qué me aconseja? Paz con Sempronio; la paz no se debe negar, que bienaventurados son los pacÃficos, que hijos de Dios serán llamados. Amor no se debe rehuir. Caridad a los hermanos, interés pocos le apartan, pues quiérola complacer y oÃr. Madre, no se debe ensañar el maestro de la ignorancia del discÃpulo; si no raras veces, por la ciencia, que es de su natural comunicable y en pocos lugares, se podrÃa infundir. Por eso, perdóname, háblame, que no sólo quiero oÃrte y creerte, mas en singular merced recibir tu consejo. Y no me lo agradezcas, pues el loor y las gracias de la acción, más al dante que no al recibiente se deben dar. Por eso, manda, que a tu mandado mi consentimiento se humilla.
CELESTINA.- De los hombres es errar y bestial es la porfÃa. Por ende, gózome, Pármeno, que hayas limpiado las turbias telas de tus ojos y respondido al reconocimiento, discreción e ingenio sutil de tu padre, cuya persona, ahora representada en mi memoria, enternece los ojos piadosos por do tan abundantes lágrimas ves derramar. Algunas veces duros propósitos, como tú, defendÃa, pero luego tornaba a lo cierto. En Dios y en mi ánima, que en ver ahora lo que has porfiado y cómo a la verdad eres reducido, no parece sino que vivo le tengo delante. ¡Oh qué persona! ¡Oh qué hartura! ¡Oh qué cara tan venerable! Pero callemos, que se acerca Calisto y tu nuevo amigo Sempronio, con quien tu conformidad para más oportunidad dejo, que dos en un corazón viviendo son más poderosos de hacer y de entender.
CALISTO.- Duda traigo, madre, según mis infortunios, de hallarte viva. Pero más es maravilla, según el deseo, de cómo llego vivo. Recibe la dádiva pobre de aquel que con ella la vida te ofrece.
CELESTINA.- Como en el oro muy fino labrado por la mano del sutil artÃfice la obra sobrepuja a la materia, asà se aventaja a tu magnÃfico dar la gracia y forma de tu dulce liberalidad. Y, sin duda, la presta dádiva su efecto ha doblado, porque la que tarda el prometimiento muestra negar y arrepentirse del don prometido.
PÃRMENO.- ¿Qué le dio, Sempronio?
SEMPRONIO.- Cien monedas en oro.
PÃRMENO.- ¡Ji, ji, ji!
SEMPRONIO.- ¿Habló contigo la madre?
PÃRMENO.- Calla, que sÃ.
SEMPRONIO.- Pues, ¿cómo estamos?
PÃRMENO.- Como quisieres, aunque estoy espantado.
SEMPRONIO.- Pues calla, que yo te haré espantar dos tanto.
PÃRMENO.- ¡Oh Dios! No hay pestilencia más eficaz que el enemigo de casa para empecer.
CALISTO.- Ve ahora, madre, y consuela tu casa; y después ven, consuela la mÃa; y luego.
CELESTINA.- Quede Dios contigo.
CALISTO.- Y Él te me guarde.
Acto II
ARGUMENTO DEL SEGUNDO ACTO
Partida Celestina de Calisto para su casa, queda Calisto hablando con Sempronio, criado suyo; al cual, como quien en alguna esperanza puesto está, todo aguijar le parece tardanza. EnvÃa de sà a Sempronio a solicitar a Celestina para el concebido negocio. Quedan entretanto Calisto y Pármeno juntos razonando.
CALISTO, PÃRMENO, SEMPRONIO.
CALISTO.- Hermanos mÃos, cien monedas dà a la madre. ¿Hice bien?
SEMPRONIO.- ¡Ay, sà hiciste bien! Allende de remediar tu vida, ganaste muy gran honra. ¿Y para qué es la fortuna favorable y próspera, sino para servir a la honra, que es el mayor de los mundanos bienes? Que esto es premio y galardón de la virtud, y por eso la damos a Dios, porque no tenemos mayor cosa que le dar, la mayor parte de la cual consiste en la liberalidad y franqueza. A ésta los duros tesoros comunicables la oscurecen y pierden, y la magnificencia y liberalidad la ganan y subliman. ¿Qué aprovecha tener lo que se niega aprovechar? Sin duda te digo que mejor es el uso de las riquezas que la posesión de ellas. ¡Oh qué glorioso es el dar! ¡Oh qué miserable es el recibir! Cuanto es mejor el acto que la posesión, tanto es más noble el dante que el recibiente. Entre los elementos, el fuego, por ser más activo, es más noble, y en las esferas puesto en más noble lugar. Y dicen algunos que la nobleza es una alabanza que proviene de los merecimientos y antigüedad de los padres. Yo digo que la ajena luz nunca te hará claro si la propia no tienes. Y, por tanto, no te estimes en la claridad de tu padre, que tan magnÃfico fue, sino en la tuya. Y asà se gana la honra, que es el mayor bien de los que son fuera de hombre. De lo cual no el malo, mas el bueno, como tú, es digno que tenga perfecta virtud. Y aun te digo que la virtud perfecta no pone que sea hecho condigno honor. Por ende, goza de haber sido asà magnÃfico y liberal, y de mi consejo tórnate a la cámara y reposa, pues que tu negocio en tales manos está depositado. De donde ten por cierto, pues el comienzo llevó bueno, el fin será muy mejor. Y vamos luego, porque sobre este negocio quiero hablar contigo más largo.
CALISTO.- Sempronio, no me parece buen consejo quedar yo acompañado y que váyase aquella que busca el remedio de mi mal. Mejor será que vayas con ella y la aquejes, pues sabes que de su diligencia pende mi salud, de su tardanza mi pena, de su olvido mi desesperanza. Sabido eres, fiel te siento, por buen criado te tengo. Haz de manera que en sólo verte ella a ti juzgue la pena que a mà queda y fuego que me atormenta, cuyo ardor me causó no poder mostrarle la tercia parte de esta mi secreta enfermedad, según tiene mi lengua y sentido ocupados y consumidos. Tú, como hombre libre de tal pasión, hablarla has a rienda suelta.
SEMPRONIO.- Señor, querrÃa ir por cumplir tu mandado, querrÃa quedar por aliviar tu cuidado. Tu temor me aqueja, tu soledad me detiene. Quiero tomar consejo con la obediencia, que es ir y dar prisa a la vieja. Mas, ¿cómo iré? Que, en viéndote solo, dices desvarÃos de hombre sin seso, suspirando, gimiendo, maltrovando, holgando con lo oscuro, deseando soledad, buscando nuevos modos de pensativo tormento, donde, si perseveras, o de muerto o loco no podrás escapar, si siempre no te acompaña quien te allegue placeres, diga donaires, tanga canciones alegres, cante romances, cuente historias, pinte motes, finja cuentos, juegue a naipes, arme mates, finalmente, que sepa buscar todo género de dulce pasatiempo para no dejar trasponer tu pensamiento en aquellos crueles desvÃos que recibiste de aquella señora en el primer trance de tus amores.
CALISTO.- ¿Cómo, simple? ¿No sabes que alivia la pena llorar la causa? ¡Cuánto es dulce a los tristes quejar su pasión! ¡Cuánto descanso traen consigo los quebrantados suspiros! ¡Cuánto relevan y disminuyen los lagrimosos gemidos el dolor! Cuantos escribieron consuelos no dicen otra cosa.
SEMPRONIO.- Lee más adelante, vuelve la hoja. Hallarás que dicen que fiar en lo temporal y buscar materia de tristeza, que es igual género de locura. Y aquel MacÃas, Ãdolo de los amantes, del olvido porque le olvidaba se queja. En el contemplar ésta es la pena de amor, en el olvidar el descanso. Huye de tirar coces al aguijón, finge alegrÃa y consuelo y serlo ha. Que muchas veces la opinión trae las cosas donde quiere, no para que mude la verdad, pero para moderar nuestro sentido y regir nuestro juicio.
CALISTO.- Sempronio, amigo, pues tanto sientes mi soledad, llama a Pármeno y quedará conmigo. Y de aquà adelante sé, como sueles, leal, que en servicio del criado está el galardón del señor.
PÃRMENO.- Aquà estoy, señor.
CALISTO.- Yo no, pues no te veÃa. No te partas de ella, Sempronio, ni me olvides a mÃ, y ve con Dios. Tú, Pármeno, ¿qué te parece de lo que hoy ha pasado? Mi pena es grande, Melibea alta, Celestina sabia y buena maestra de estos negocios. No podemos errar. Tú me la has aprobado con toda tu enemistad. Yo te creo, que tanta es la fuerza de la verdad que las lenguas de los enemigos trae a su mandar. Asà que, pues ella es tal, más quiero dar a ésta cien monedas que a otra cinco.
PÃRMENO.- ¿Ya lloras? ¡Duelos tenemos! En casa se habrán de ayunar estas franquezas.
CALISTO.- Pues pido tu parecer, seme agradable, Pármeno. No abajes la cabeza al responder. Mas como la envidia es triste, la tristeza sin lengua, puede más contigo su voluntad que mi temor. ¿Qué dijiste, enojoso?
PÃRMENO.- Digo, señor, que irÃan mejor empleadas tus franquezas en presentes y servicios a Melibea, que no dar dineros a aquella que yo me conozco y, lo que peor es, hacerte su cautivo.
CALISTO.- ¿Cómo, loco, su cautivo?
PÃRMENO.- Porque a quien dices el secreto das tu libertad.
CALISTO.- Algo dice el necio, pero quiero que sepas que, cuando hay mucha distancia del que ruega al rogado, o por gravedad de obediencia, o por señorÃo de estado, o esquividad de género, como entre esta mi señora y mÃ, es necesario intercesor o medianero que suba de mano en mano mi mensaje hasta los oÃdos de aquella a quien yo segunda vez hablar tengo por imposible. Y pues que asà es, dime si lo hecho apruebas.
PÃRMENO.- ¡Apruébelo el diablo!
CALISTO.- ¿Qué dices?
PÃRMENO.- Digo, señor, que nunca yerro vino desacompañado y que un inconveniente es causa y puerta de muchos.
CALISTO.- El dicho yo le apruebo; el propósito no entiendo.
PÃRMENO.- Señor, porque perderse el otro dÃa el neblà fue causa de tu entrada en la huerta de Melibea a le buscar, la entrada causa de la ver y hablar; la habla engendró amor; el amor parió tu pena; la pena causará perder tu cuerpo y alma y hacienda. Y lo que más de ello siento es venir a manos de aquella trotaconventos, después de tres veces emplumada.
CALISTO.- ¡AsÃ, Pármeno, di más de eso, que me agrada! Pues mejor me parece cuanto más la desalabas. Cumpla conmigo y emplúmenla la cuarta. Desentido eres, sin pena hablas; no te duele donde a mÃ, Pármeno.
PÃRMENO.- Señor, más quiero que airado me reprehendas porque te doy enojo, que arrepentido me condenes porque no te dà consejo, pues perdiste el nombre de libre cuando cautivaste tu voluntad.
CALISTO.- ¡Palos querrá este bellaco! Di, mal criado, ¿por qué dices mal de lo que yo adoro? Y tú, ¿qué sabes de honra? Dime, ¿qué es amor?, ¿en qué consiste buena crianza, que te me vendes por discreto? ¿No sabes que el primer escalón de locura es creer ser esciente? Si tú sintieses mi dolor, con otra agua rociarÃas aquella ardiente llaga que la cruel flecha de Cupido me ha causado. Cuanto remedio Sempronio acarrea con sus pies, tanto apartas tú con tu lengua, con tus vanas palabras, fingiéndote fiel. Eres un terrón de lisonja, bote de malicias, el mismo mesón y aposentamiento de la envidia, que, por difamar la vieja, a tuerto o a derecho pones en mis amores desconfianza, sabiendo que esta mi pena y fluctuoso dolor no se rige por razón, no quiere avisos, carece de consejo y, si alguno se le diere, tal que no aparte ni desgozne lo que sin las entrañas no podrá despegarse. Sempronio temió su ida y tu quedada. Yo quÃselo todo y asà me padezco el trabajo de su ausencia y tu presencia. Valiera más solo que mal acompañado.
PÃRMENO.- Señor, flaca es la fidelidad que temor de pena la convierte en lisonja, mayormente con señor a quien dolor y afición priva y tiene ajeno de su natural juicio. Quitarse ha el velo de la ceguedad; pasarán estos momentáneos fuegos; conocerás mis agras palabras ser mejores para matar este fuerte cáncer que las blandas de Sempronio, que lo ceban, atizan tu fuego, avivan tu amor, encienden tu llama, añaden astillas que tenga que gastar, hasta ponerte en la sepultura.
CALISTO.- ¡Calla, calla, perdido! Estoy yo penando y tú filosofando. No te espero más. Saquen un caballo, lÃmpienle mucho, aprieten bien la cincha, porque si pasare por casa de mi señora y mi Dios...
PÃRMENO.- ¡Mozos! ¿No hay mozo en casa? Yo me lo habré de hacer, que a peor vendremos de esta vez que ser mozos de espuelas. ¡Andar!, ¡pase! Mal me quieren mis comadres, etc. ¿Relincháis, don caballo? ¿No basta un celoso en casa o barruntáis a Melibea?
CALISTO.- ¿Viene ese caballo? ¿Qué haces, Pármeno?
PÃRMENO.- Señor, vesle aquÃ, que no está Sosia en casa.
CALISTO.- Pues ten ese estribo, abre más esa puerta y, si viniere Sempronio con aquella señora, di que esperen, que presto será mi vuelta.
PÃRMENO.- ¡Mas nunca sea! ¡Allá irás con el diablo! A estos locos decidles lo que les cumple, no os podrán ver. ¡Por mi ánima, que si ahora le diese una lanzada en el calcañar, que saliesen más sesos que de la cabeza! Pues anda, que a mi cargo ¡que Celestina y Sempronio te espulguen! ¡Oh desdichado de mÃ! Por ser leal padezco mal. Otros se ganan por malos; yo me pierdo por bueno: ¡El mundo es tal! Quiero irme al hilo de la gente, pues a los traidores llaman discretos, a los fieles necios. Si creyera a Celestina con sus seis docenas de años a cuestas, no me maltratara Calisto. Mas esto me pondrá escarmiento de aquà adelante con él. Que si dijere «comamos», yo también; si quisiere derrocar la casa, aprobarlo; si quemar su hacienda,ir por fuego. ¡Destruya, rompa, quiebre, dañe, dé a alcahuetas lo suyo, que mi parte me cabrá, pues dicen «a rÃo vuelto ganancia de pescadores»! ¡Nunca más perro a molino!
Acto III
ARGUMENTO DEL TERCER ACTO
Sempronio vase a casa de Celestina, a la cual reprehende por la tardanza. Pónense a buscar qué manera tomen en el negocio de Calisto con Melibea. En fin sobreviene Elicia. Vase Celestina a casa de Pleberio. Queda Sempronio y Elicia en casa.
SEMPRONIO, CELESTINA, ELICIA.
SEMPRONIO.- ¡Qué espacio lleva la barbuda! ¡Menos sosiego traÃan sus pies a la venida! A dineros pagados, brazos quebrados. ¡Ce, señora Celestina, poco has aguijado!
CELESTINA.- ¿A qué vienes, hijo?
SEMPRONIO.- Este nuestro enfermo no sabe qué pedir. De sus manos no se contenta, no se le cuece el pan, teme tu negligencia, maldice su avaricia y cortedad porque te dio tan poco dinero.
CELESTINA.- No es cosa más propia del que ama que la impaciencia. Toda tardanza les es tormento, ninguna dilación les agrada. En un momento querrÃan poner en efecto sus cogitaciones. Antes las querrÃan ver concluidas que empezadas. Mayormente estos novicios amantes que contra cualquier señuelo vuelan sin deliberación, sin pensar el daño que el cebo de su deseo trae mezclado en su ejercicio y negociación para sus personas y sirvientes.
SEMPRONIO.- ¿Qué dices de sirvientes? ¿Parece por tu razón que nos puede venir a nosotros daño de este negocio y quemarnos con las centellas que resultan de este fuego de Calisto? ¡Aun al diablo darÃa yo sus amores! Al primer desconcierto que vea en este negocio, no como más su pan. Más vale perder lo servido que la vida por cobrarlo. El tiempo me dirá qué haga, que, primero que caiga del todo, dará señal como casa que se acuesta. Si te parece, madre, guardemos nuestras personas de peligro. Hágase lo que se hiciere; si la hubiere, hogaño; si no, a otro; si no, nunca, que no hay cosa tan difÃcil de sufrir en sus principios que el tiempo no la ablande y haga comportable. Ninguna llaga tanto se sintió que por luengo tiempo no aflojase su tormento, ni placer tan alegre fue que no le amengüe su antigüedad. El mal y el bien, la prosperidad y adversidad, la gloria y pena, todo pierde con el tiempo la fuerza de su acelerado principio. Pues los casos de admiración y venidos con gran deseo, tan presto como pasados, olvidados. Cada dÃa vemos novedades y las oÃmos, y las pasamos y dejamos atrás. Disminúyelas el tiempo, hácelas contingibles. ¿Qué tanto te maravillarÃas si dijesen «la tierra tembló» u otra semejante cosa que no olvidases luego, asà como «helado está el rÃo», «el ciego ve ya», «muerto es tu padre», «un rayo cayó», «ganada es Granada», «el Rey entra hoy», «el Turco es vencido», «eclipse hay mañana», «la puente es llevada», «aquél es ya obispo», «a Pedro robaron», «Inés se ahorcó»...? ¿Qué me dirás, sino que, a tres dÃas pasados o a la segunda vista, no hay quien de ello se maraville? Todo es asÃ, todo pasa de esta manera, todo se olvida, todo queda atrás. Pues asà será este amor de mi amo; cuanto más fuere andando, tanto más disminuyendo, que la costumbre luenga amansa los dolores, afloja y deshace los deleites, desmengua las maravillas. Procuremos provecho mientras pendiente la contienda. Y si a pie enjuto le pudiéremos remediar lo mejor, mejor es. Y si no, poco a poco le soldaremos el reproche o menosprecio de Melibea contra él. Donde no, más vale que pene el amo que no que peligre el mozo.
CELESTINA.- Bien has dicho. Contigo estoy, agradado me has. No podemos errar, pero todavÃa, hijo, es necesario que el buen procurador ponga de su casa algún trabajo, algunas fingidas razones, algunos sofÃsticos actos: ir y venir a juicio, aunque reciba malas palabras del juez. Siquiera por los presentes que lo vieren, no digan que se gana holgando el salario. Y asà vendrá cada uno a él con pleito y a Celestina con sus amores.
SEMPRONIO.- Haz a tu voluntad, que no será éste el primero negocio que has tomado a cargo.
CELESTINA.- ¿El primero, hijo?, pocas vÃrgenes, a Dios gracias, has tú visto en esta ciudad que hayan abierto tienda a vender de quien yo no haya sido corredora de su primer hilado. En naciendo la muchacha, la hago escribir en mi registro, y esto para saber cuántas se me salen de la red. ¿Qué pensabas, Sempronio? ¿HabÃame de mantener del viento? ¿Heredé otra herencia? ¿Tengo otra casa o viña? ¿Conócesme otra hacienda más de este oficio de que como y bebo, de que visto y calzo? En esta ciudad nacida, en ella criada, manteniendo honra, como todo el mundo sabe, ¿conocida, pues, no soy? Quien no supiere mi nombre y mi casa, tenle por extranjero.
SEMPRONIO.- Dime, madre, ¿qué pasaste con mi compañero Pármeno cuando subà con Calisto por el dinero?
CELESTINA.- DÃjele el sueño y la soltura, y cómo ganarÃa más con nuestra compañÃa que con las lisonjas que dice a su amo; cómo vivirÃa siempre pobre y baldonado si no mudaba el consejo; que no se hiciese santo a tal perra como yo. Acordele quién era su madre, por que no menospreciase mi oficio; porque queriendo de mà decir mal, tropezase primero en ella.
SEMPRONIO.- ¿Tantos dÃas ha que le conoces, madre?
CELESTINA.- Aquà está Celestina, que le vio nacer y le ayudó a criar. Su madre y yo, uña y carne; de ella aprendà todo lo mejor que sé de mi oficio. Juntas comÃamos, juntas dormÃamos, juntas habÃamos nuestros solaces, nuestros placeres, nuestros consejos y conciertos. En casa y fuera, como dos hermanas; nunca blanca gané en que no tuviese su mitad. Pero no vivÃa yo engañada, si mi fortuna quisiera que ella me durara. ¡Oh muerte, muerte! ¡A cuántos privas de agradable compañÃa! ¡A cuántos desconsuela tu enojosa visitación! Por uno que comes con tiempo, cortas mil en agraz. Que siendo ella viva, no fueran estos mis pasos desacompañados. ¡Buen siglo haya, que leal amiga y buena compañera me fue! Que jamás me dejó hacer cosa en mi cabo estando ella presente. Si yo traÃa el pan, ella la carne. Si yo ponÃa la mesa, ella los manteles. No loca, no fantástica ni presuntuosa, como las de ahora. En mi ánima, descubierta se iba hasta el cabo de la ciudad con su jarro en la mano, que en todo el camino no oÃa peor de «señora Claudina». Y a osadas que otra conocÃa peor el vino y cualquier mercadurÃa. Cuando pensaba que no era llegada, era de vuelta. Allá la convidaban, según el amor todos le tenÃan, que jamás volvÃa sin ocho o diez gustaduras, un azumbre en el jarro y otro en el cuerpo. Asà le fiaban dos o tres arrobas en veces, como sobre una taza de plata. Su palabra era prenda de oro en cuantos bodegones habÃa. Si Ãbamos por la calle, dondequiera que hubiésemos sed, entrábamos en la primera taberna; luego mandaba echar medio azumbre para mojar la boca, mas a mi cargo que no le quitaron la toca por ello, sino cuanto la rayaban en su taja, y andar adelante. Si tal fuese ahora su hijo, a mi cargo que tu amo quedase sin pluma y nosotros sin queja. Pero yo lo haré de mi fierro si vivo; yo le contaré en el número de los mÃos.
SEMPRONIO.- ¿Cómo has pensado hacerlo, que es un traidor?
CELESTINA.- A ese tal, dos alevosos. Harele haber a Areúsa. Será de los nuestros. Darnos ha lugar a tender las redes sin embarazo por aquellas doblas de Calisto.
SEMPRONIO.- Pues, ¿crees que podrás alcanzar algo de Melibea? ¿Hay algún buen ramo?
CELESTINA.- No hay cirujano que a la primera cura juzgue la herida. Lo que yo al presente veo te diré. Melibea es hermosa, Calisto loco y franco. Ni a él penará gastar ni a mà andar. ¡Bulla moneda y dure el pleito lo que durare! Todo lo puede el dinero: las peñas quebranta, los rÃos pasa en seco. No hay lugar tan alto que un asno cargado de oro no lo suba. Su desatino y ardor basta para perder a sà y ganar a nosotros. Esto he sentido, esto he calado, esto sé de él y de ella, esto es lo que nos ha de aprovechar. A casa voy de Pleberio. Quédate. Adiós. Que, aunque esté brava Melibea, no es ésta, si a Dios ha placido, la primera a quien yo he hecho perder el cacarear. Cosquillosicas son todas; mas, después que una vez consienten la silla en el envés del lomo, nunca querrÃan holgar. Por ellas queda el campo. Muertas, sÃ; cansadas, no. Si de noche caminan, nunca querrÃan que amaneciese. Maldicen los gallos porque anuncian el dÃa y el reloj porque da tan aprisa. Requieren las Cabrillas y el Norte, haciéndose estrelleras. Ya, cuando ven salir el lucero del alba, quiéreseles salir el alma: su claridad les oscurece el corazón. Camino es, hijo, que nunca me harté de andar. Nunca me vi cansada. Y aun asÃ, vieja como soy, sabe Dios mi buen deseo; cuánto más éstas que hierven sin fuego. CautÃvanse del primer abrazo, ruegan a quien rogó, penan por el penado, hácense siervas de quien eran señoras, dejan el mando y son mandadas, rompen paredes, abren ventanas, fingen enfermedades, a los chirriadores quicios de las puertas hacen con aceites usar su oficio sin ruido. No te sabré decir lo mucho que obra en ellas aquel dulzor que les queda de los primeros besos de quien aman. Son enemigas del medio; contino están posadas en los extremos.
SEMPRONIO.- No te entiendo esos términos, madre.
CELESTINA.- Digo que la mujer o ama mucho a aquel de quien es requerida o le tiene grande odio. Asà que, si al querer, despiden, no pueden tener las riendas al desamor. Y con esto, que sé cierto, voy más consolada a casa de Melibea que si en la mano la tuviese. Porque sé que, aunque al presente la ruegue, al fin me ha de rogar. Aunque al principio me amenace, al cabo me ha de halagar. Aquà llevo un poco de hilado en esta mi faltriquera, con otros aparejos que conmigo siempre traigo, para tener causa de entrar, donde mucho no soy conocida, la primera vez; asà como gorgueras, garvines, franjas, rodeos, tenazuelas, alcohol, albayalde y solimán, agujas y alfileres; que tal hay, que tal quiere, porque donde me tomare la voz, me halle apercibida para les echar cebo o requerir de la primera vista.
SEMPRONIO.- Madre, mira bien lo que haces, porque, cuando el principio se yerra, no puede seguirse buen fin. Piensa en su padre, que es noble y esforzado, su madre, celosa y brava, tú, la misma sospecha. Melibea es única a ellos: faltándoles ella, fáltales todo el bien. En pensarlo tiemblo, no vayas por lana y vengas sin pluma.
CELESTINA.- ¿Sin pluma, hijo?
SEMPRONIO.- O emplumada, madre, que es peor.
CELESTINA.- ¡Alahé!, en mal hora a ti he yo menester para compañero, aun si quisieses avisar a Celestina en su oficio, pues cuando tú naciste ya comÃa yo pan con corteza. ¡Para adalid eres tú bueno, cargado de agüeros y recelo!
SEMPRONIO.- No te maravilles, madre, de mi temor, pues es común condición humana que lo que mucho se desea jamás se piensa ver concluido, mayormente que en este caso temo tu pena y mÃa. Deseo provecho, querrÃa que este negocio hubiese buen fin, no porque saliese mi amo de pena, mas por salir yo de laceria. Y asà miro más inconvenientes con mi poca experiencia que no tú como maestra vieja.
ELICIA.- ¡Santiguarme quiero, Sempronio! ¡Quiero hacer una raya en el agua! ¿Qué novedad es ésta, venir hoy acá dos veces?
CELESTINA.- Calla, boba, déjale, que otro pensamiento traemos en que más nos va. Dime, ¿está desocupada la casa? ¿Fuese la moza que esperaba al ministro?
ELICIA.- Y aun después vino otra y se fue.
CELESTINA.- ¿Sà que no en balde?
ELICIA.- No, en buena fe, ni Dios lo quiera, que, aunque vino tarde, «más vale a quien Dios ayuda, etc».
CELESTINA.- Pues sube presto al sobrado alto de la solana y baja acá el bote del aceite serpentino que hallarás colgado del pedazo de la soga que traje del campo la otra noche, cuando llovÃa y hacÃa oscuro. Y abre el arca de los lizos, y hacia la mano derecha hallarás un papel escrito con sangre de murciélago, debajo de aquel ala de drago a que sacamos ayer las uñas. Mira no derrames el agua de mayo que me trajeron a confeccionar.
ELICIA.- Madre, no está donde dices; jamás te acuerdas a cosa que guardas.
CELESTINA.- No me castigues, por Dios, a mi vejez. No me maltrates, Elicia. No enfinjas porque está aquà Sempronio ni te ensoberbezcas, que más me quiere a mà por consejera que a ti por amiga, aunque tú le ames mucho. Entra en la cámara de los ungüentos, y en la pelleja del gato negro, donde te mandé meter los ojos de la loba, le hallarás, y baja la sangre del cabrón y unas poquitas de las barbas que tú le cortaste.
ELICIA.- Toma, madre, veslo aquÃ; yo me subo, y Sempronio, arriba.
CELESTINA.- Conjúrote, triste Plutón, señor de la profundidad infernal, emperador de la Corte dañada, capitán soberbio de los condenados ángeles, señor de los sulfúreos fuegos, que los hirvientes étnicos montes manan, gobernador y veedor de los tormentos y atormentadores de las pecadoras ánimas, regidor de las tres Furias, TesÃfone, Megera y Aleto, administrador de todas las cosas negras del reino de Estigia y Dite, con todas sus lagunas y sombras infernales, y litigioso Caos, mantenedor de las volantes harpÃas, con toda la otra compañÃa de espantables y pavorosas hidras. Yo, Celestina, tu más conocida cliéntula, te conjuro por la virtud y fuerza de estas bermejas letras; por la sangre de aquella nocturna ave con que están escritas; por la gravedad de aquestos nombres y signos que en este papel se contienen; por la áspera ponzoña de las vÃboras de que este aceite fue hecho, con el cual unto este hilado. Vengas sin tardanza a obedecer mi voluntad y en ello te envuelvas y con ello estés sin un momento te partir, hasta que Melibea, con aparejada oportunidad que haya, lo compre, y con ello de tal manera quede enredada que, cuanto más lo mirare, tanto más su corazón se ablande a conceder mi petición. Y se le abras, y lastimes del crudo y fuerte amor de Calisto, tanto que, despedida toda honestidad, se descubra a mà y me galardone mis pasos y mensaje. Y esto hecho, pide y demanda de mà a tu voluntad. Si no lo haces con presto movimiento, tendrasme por capital enemiga; heriré con luz tus cárceles tristes y oscuras; acusaré cruelmente tus continuas mentiras; apremiaré con mis ásperas palabras tu horrible nombre. Y otra y otra vez te conjuro. Asà confiando en mi mucho poder, me parto para allá con mi hilado, donde creo te llevo ya envuelto.
Acto IV
ARGUMENTO DEL CUARTO ACTO
Celestina, andando por el camino, habla consigo misma hasta llegar a la puerta de Pleberio, donde halló a Lucrecia, criada de Pleberio. Pónese con ella en razones. Sentidas por Alisa, madre de Melibea, y sabido que es Celestina, hácela entrar en casa. Viene un mensajero a llamar a Alisa. Vase. Queda Celestina en casa con Melibea y le descubre la causa de su venida.
LUCRECIA, CELESTINA, ALISA, MELIBEA.
CELESTINA.- Ahora que voy sola quiero mirar bien lo que Sempronio ha temido de este mi camino. Porque aquellas cosas que bien no son pensadas, aunque algunas veces hayan buen fin, comúnmente crÃan desvariados efectos. Asà que la mucha especulación nunca carece de buen fruto, que, aunque yo he disimulado con él, podrÃa ser que, si me sintiesen en estos pasos de parte de Melibea, que no pagase con pena que menor fuese que la vida, o muy amenguada quedase, cuando matar no me quisiesen, manteándome o azotándome cruelmente. ¡Pues amargas cien monedas serÃan éstas! ¡Ay, cuitada de mÃ, en qué lazo me he metido, que por me mostrar solÃcita y esforzada pongo mi persona al tablero! ¿Qué haré, cuitada, mezquina de mÃ, que ni el salir afuera es provechoso ni la perseverancia carece de peligro? Pues, ¿iré o tornarme he? ¡Oh dudosa y dura perplejidad! ¡No sé cuál escoja por más sano! ¡En el osar, manifiesto peligro; en la cobardÃa, denostada, perdida! ¿A dónde irá el buey que no are? Cada camino descubre sus dañosos y hondos barrancos. Si con el hurto soy tomada, nunca de muerta o encorozada falto, a bien librar. Si no voy, ¿qué dirá Sempronio? Que todas éstas eran mis fuerzas, saber y esfuerzo, ardid y ofrecimiento, astucia y solicitud. Y su amo Calisto, ¿qué dirá?, ¿qué hará?, ¿qué pensará, sino que hay nuevo engaño en mis pisadas y que yo he descubierto la celada por haber más provecho de estotra parte, como sofÃstica prevaricadora? O si no se le ofrece pensamiento tan odioso, dará voces como loco, dirame en mi cara denuestos rabiosos. Propondrá mil inconvenientes que mi deliberación presta le puso, diciendo: «Tú, puta vieja, ¿por qué acrecentaste mis pasiones con tus promesas? Alcahueta falsa, para todo el mundo tienes pies, para mà lengua; para todos obra, para mà palabras; para todos remedio, para mà pena; para todos esfuerzo, para mà faltó; para todos luz, para mà tiniebla. Pues, vieja traidora, ¿por qué te me ofreciste? Que tu ofrecimiento me puso esperanza; la esperanza dilató mi muerte, sostuvo mi vivir, púsome tÃtulo de hombre alegre. Pues no habiendo efecto, ni tú carecerás de pena ni yo de triste desesperación». ¡Pues triste yo! ¡Mal acá, mal acullá, pena en ambas partes! Cuando a los extremos falta el medio, arrimarse el hombre al más sano es discreción. Más quiero ofender a Pleberio que enojar a Calisto. Ir quiero, que mayor es la vergüenza de quedar por cobarde que la pena, cumpliendo como osada lo que prometÃ, pues jamás al esfuerzo desayuda la fortuna. Ya veo su puerta. En mayores afrentas me he visto. ¡Esfuerza, esfuerza, Celestina! No desmayes, que nunca faltan rogadores para mitigar las penas. Todos los agüeros se aderezan favorables o yo no sé nada de esta arte. Cuatro hombres que he topado, a los tres llaman Juanes y los dos son cornudos. La primera palabra que oà por la calle fue de achaque de amores. Nunca he tropezado como otras veces. Las piedras parece que se apartan y me hacen lugar que pase. Ni me estorban las haldas ni siento cansancio en andar. Todos me saludan. Ni perro me ha ladrado ni ave negra he visto, tordo ni cuervo ni otras nocturnas. Y lo mejor de todo es que veo a Lucrecia a la puerta de Melibea. Prima es de Elicia, no me será contraria.
LUCRECIA.- ¿Quién es esta vieja que viene haldeando?
CELESTINA.- Paz sea en esta casa.
LUCRECIA.- Celestina, madre, seas bienvenida. ¿Cuál Dios te trajo por estos barrios no acostumbrados?
CELESTINA.- Hija, mi amor, deseo de todos vosotros, traerte encomiendas de Elicia y aun ver a tus señoras, vieja y moza, que, después que me mudé al otro barrio, no han sido de mà visitadas.
LUCRECIA.- ¿A eso sólo saliste de tu casa? MaravÃllome de ti, que no es esa tu costumbre ni sueles dar paso sin provecho.
CELESTINA.- ¿Más provecho quieres, boba, que cumplir hombre tus deseos? Y también, como a las viejas nunca nos fallecen necesidades, mayormente a mà que tengo de mantener hijas ajenas, ando a vender un poco de hilado.
LUCRECIA.- ¡Algo es lo que yo digo! En mi seso estoy que nunca metes aguja sin sacar reja. Pero mi señora la vieja urdió una tela; tiene necesidad de ello, tú de venderlo. Entra y espera aquÃ, que no os desavendréis.
ALISA.- ¿Con quién hablas, Lucrecia?
LUCRECIA.- Señora, con aquella vieja de la cuchillada que solÃa vivir en las tenerÃas, a la cuesta del rÃo.
ALISA.- Ahora la conozco menos. Si tú me das a entender lo incógnito por lo menos conocido, es coger agua en cesto.
LUCRECIA.- ¡Jesú, señora!, más conocida es esta vieja que la ruda. No sé cómo no tienes memoria de la que empicotaron por hechicera, que vendÃa las mozas a los abades y descasaba mil casados.
ALISA.- ¿Qué oficio tiene?, quizá por aquà la conoceré mejor.
LUCRECIA.- Señora, perfuma tocas, hace solimán y otros treinta oficios. Conoce mucho en hierbas, cura niños y aun algunos la llaman la vieja lapidaria.
ALISA.- Todo eso dicho no me la da a conocer. ¡Dime su nombre, si le sabes!
LUCRECIA.- ¿Si lo sé, señora? No hay niño ni viejo en toda la ciudad que no le sepa, ¿habÃale yo de ignorar?
ALISA.- Pues, ¿por qué no le dices?
LUCRECIA.- ¡He vergüenza!
ALISA.- ¡Anda, boba, dile! No me indignes con tu tardanza.
LUCRECIA.- Celestina, hablando con reverencia, es su nombre.
ALISA.- ¡Ji, ji, ji! ¡Mala landre te mate! Si de risa puedo estar viendo el desamor que debes de tener a esa vieja, que su nombre has vergüenza nombrar. Ya me voy recordando de ella. ¡Una buena pieza! No me digas más. Algo me vendrá a pedir. Di que suba.
LUCRECIA.- Sube, tÃa.
CELESTINA.- Señora buena, la gracia de Dios sea contigo y con la noble hija. Mis pasiones y enfermedades han impedido mi visitar tu casa, como era razón, mas Dios conoce mis limpias entrañas, mi verdadero amor, que la distancia de las moradas no despega el amor de los corazones. Asà que lo que mucho deseé, la necesidad me lo ha hecho cumplir. Con mis fortunas adversas otras, me sobrevino mengua de dinero. No supe mejor remedio que vender un poco de hilado que para unas toquillas tenÃa allegado. Supe de tu criada que tenÃas de ello necesidad. Aunque pobre y no de la merced de Dios, vesle aquÃ, si de ello y de mà te quieres servir.
ALISA.- Vecina honrada, tu razón y ofrecimiento me mueven a compasión, y tanto, que quisiera cierto más hallarme en tiempo de poder cumplir tu falta que menguar tu tela. Lo dicho te agradezco. Si el hilado es tal, serte ha bien pagado.
CELESTINA.- ¿Tal, señora? Tal sea mi vida y mi vejez y la de quien parte quisiere de mi jura. Delgado como el pelo de la cabeza, igual, recio como cuerdas de vihuela, blanco como el copo de la nieve, hilado todo por estos pulgares, aspado y aderezado. Veslo aquà en madejitas. Tres monedas me daban ayer por la onza, asà goce de esta alma pecadora.
ALISA.- Hija Melibea, quédese esta mujer honrada contigo, que ya me parece que es tarde para ir a visitar a mi hermana, su mujer de Cremes, que desde ayer no la he visto, y también que viene su paje a llamarme, que se le arreció desde un rato acá el mal.
CELESTINA.- Por aquà anda el diablo aparejando oportunidad, arreciando el mal a la otra. ¡Ea!, buen amigo, ¡tener recio! Ahora es mi tiempo o nunca. No la dejes, llévamela de aquà a quien digo.
ALISA.- ¿Qué dices, amiga?
CELESTINA.- Señora, que maldito sea el diablo y mi pecado, porque en tal tiempo hubo de crecer el mal de tu hermana que no habrá para nuestro negocio oportunidad. ¿Y qué mal es el suyo?
ALISA.- Dolor de costado, y tal que, según del mozo supe que quedaba, temo no sea mortal. Ruega tú, vecina, por amor mÃo, en tus devociones, por su salud a Dios.
CELESTINA.- Yo te prometo, señora, en yendo de aquÃ, me vaya por estos monasterios donde tengo frailes devotos mÃos, y les dé el mismo cargo que tú me das. Y demás de esto, antes que me desayune, dé cuatro vueltas a mis cuentas.
ALISA.- Pues, Melibea, contenta a la vecina en todo lo que razón fuere darle por el hilado. Y tú, madre, perdóname, que otro dÃa se vendrá en que más nos veamos.
CELESTINA.- Señora, el perdón sobrarÃa donde el yerro falta. De Dios seas perdonada, que buena compañÃa me queda. Dios la deje gozar su noble juventud y florida mocedad, que es tiempo en que más placeres y mayores deleites se alcanzarán. Que, a la mi fe, la vejez no es sino mesón de enfermedades, posada de pensamientos, amiga de rencillas, congoja continua, llaga incurable, mancilla de lo pasado, pena de lo presente, cuidado triste de lo por venir, vecina de la muerte, choza sin rama que se llueve por cada parte, cayado de mimbre que con poca carga se doblega.
MELIBEA.- ¿Por qué dices, madre, tanto mal de lo que todo el mundo con tanta eficacia gozar y ver desea?
CELESTINA.- Desean harto mal para sÃ, desean harto trabajo. Desean llegar allá porque llegando viven y el vivir es dulce y viviendo envejecen. Asà que el niño desea ser mozo y el mozo viejo y el viejo, más; aunque con dolor. Todo por vivir, porque dicen «viva la gallina con su pepita». Pero, ¿quién te podrÃa contar, señora, sus daños, sus inconvenientes, sus fatigas, sus cuidados, sus enfermedades, su frÃo, su calor, su descontentamiento, su rencilla, su pesadumbre, aquel arrugar de cara, aquel mudar de cabellos su primera y fresca color, aquel poco oÃr, aquel debilitado ver, puestos los ojos a la sombra, aquel hundimiento de boca, aquel caer de dientes, aquel carecer de fuerza, aquel flaco andar, aquel espacioso comer? Pues ¡ay, ay, señora!, si lo dicho viene acompañado de pobreza, allà verás callar todos los otros trabajos, cuando sobra la gana y falta la provisión, que jamás sentà peor ahÃto que de hambre.
MELIBEA.- Bien conozco que hablas de la feria según te va en ella. Asà que otra canción dirán los ricos.
CELESTINA.- Señora hija, a cada cabo hay tres leguas de mal quebranto. A los ricos se les va la gloria y descanso por otros albañales de asechanzas que no se parecen ladrillados por encima con lisonjas. Aquel es rico que está bien con Dios; más segura cosa es ser menospreciado que temido. Mejor sueño duerme el pobre que no el que tiene de guardar con solicitud lo que con trabajo ganó y con dolor ha de dejar. Mi amigo no será simulado, y el del rico sÃ. Yo soy querida por mi persona, el rico por su hacienda. Nunca oye verdad, todos le hablan lisonjas a sabor de su paladar, todos le han envidia. Apenas hallarás un rico que no confiese que le serÃa mejor estar en mediano estado o en honesta pobreza. Las riquezas no hacen rico, mas ocupado; no hacen señor, mas mayordomo. Más son los poseÃdos de las riquezas que no los que las poseen. A muchos trajo la muerte, a todos quita el placer, y a las buenas costumbres ninguna cosa es más contraria. ¿No oÃste decir «durmieron su sueño los varones de las riquezas y ninguna cosa hallaron en sus manos»? Cada rico tiene una docena de hijos y nietos que no rezan otra oración, no otra petición, sino rogar a Dios que le saque de medio de ellos. No ven la hora que tener a él so la tierra y lo suyo entre sus manos y darle a poca costa su morada para siempre.
MELIBEA.- Madre, gran pena tendrás por la edad que perdiste. ¿QuerrÃas volver a la primera?
CELESTINA.- Loco es, señora, el caminante que, enojado del trabajo del dÃa, quisiese volver de comienzo la jornada para tornar otra vez a aquel lugar, que todas aquellas cosas cuya posesión no es agradable, más vale poseerlas que esperarlas, porque más cerca está el fin de ellas cuanto más andado del comienzo. No hay cosa más dulce ni graciosa al muy cansado que el mesón. Asà que, aunque la mocedad sea alegre, el verdadero viejo no la desea, porque el que de razón y seso carece, cuasi otra cosa no ama sino lo que perdió.
MELIBEA.- Siquiera por vivir más, es bueno desear lo que digo.
CELESTINA.- Tan presto, señora, se va el cordero como el carnero. Ninguno es tan viejo que no pueda vivir un año, ni tan mozo que hoy no pudiese morir. Asà que en esto poca ventaja nos lleváis.
MELIBEA.- Espantada me tienes con lo que has hablado. Indicio me dan tus razones que te haya visto en otro tiempo. Dime, madre, ¿eres tú Celestina, la que solÃa morar a las tenerÃas cabe el rÃo?
CELESTINA.- Hasta que Dios quiera.
MELIBEA.- Vieja te has parado. Bien dicen que los dÃas no van en balde. Asà goce de mÃ, no te conociera, sino por esa señaleja de la cara. Figúraseme que eras hermosa. Otra pareces, muy mudada estás.
LUCRECIA.- ¡Ji, ji, ji! ¡Mudada está el diablo! ¡Hermosa era con aquel su «Dios os salve» que traviesa la media cara!
MELIBEA.- ¿Qué hablas, loca? ¿Qué es lo que dices? ¿De qué te rÃes?
LUCRECIA.- De cómo no conocÃas a la madre.
CELESTINA.- Señora, ten tú el tiempo que no ande, tendré yo mi forma que no se mude. ¿No has leÃdo que dicen «vendrá el dÃa que en el espejo no te conozcas»? Pero también yo encanecà temprano y parezco de doblada edad. Que asà goce de esta alma pecadora y tú de ese cuerpo gracioso, que de cuatro hijas que parió mi madre, yo fui la menor. Mira cómo no soy vieja como me juzgan.
MELIBEA.- Celestina, amiga, yo he holgado mucho en verte y conocerte. También hasme dado placer con tus razones. Toma tu dinero y vete con Dios, que me parece que no debes haber comido.
CELESTINA.- ¡Oh angélica imagen! ¡Oh perla preciosa, y cómo te lo dices! Gozo me toma en verte hablar. ¿Y no sabes que por la divina boca fue dicho contra aquel infernal tentador que no de solo pan viviremos? Pues asà es, que no el solo comer mantiene, mayormente a mÃ, que me suelo estar uno y dos dÃas negociando encomiendas ajenas ayuna, salvo hacer por los buenos, morir por ellos. Esto tuve siempre, querer más trabajar sirviendo a otros que holgar contentando a mÃ. Pues, si tú me das licencia, direte la necesitada causa de mi venida, que es otra que la que hasta ahora has oÃdo, y tal, que todos perderÃamos en me tornar en balde sin que la sepas.
MELIBEA.- Di, madre, todas tus necesidades, que si yo las pudiere remediar, de muy buen grado lo haré, por el pasado conocimiento y vecindad que pone obligación a los buenos.
CELESTINA.- ¿MÃas, señora? Antes ajenas, como tengo dicho, que las mÃas de mi puerta adentro me las paso sin que las sienta la tierra, comiendo cuando puedo, bebiendo cuando lo tengo. Que con mi pobreza jamás me faltó, a Dios gracias, una blanca para pan y un cuarto para vino, después que enviudé, que antes no tenÃa yo cuidado de lo buscar, que sobrado estaba en un cuero en mi casa, y uno lleno y otro vacÃo. Jamás me acosté sin comer una tostada en vino y dos docenas de sorbos, por amor de la madre, tras cada sopa. Ahora, como todo cuelga de mÃ, en un jarrillo mal pecado me lo traen, que no caben dos azumbres. Seis veces al dÃa tengo de salir por mi pecado, con mis canas a cuestas, a le henchir a la taberna. Mas no muera yo de muerte hasta que me vea con un cuero o tinajica de mis puertas adentro, que en mi ánima no hay otra provisión, que, como dicen, «pan y vino anda camino, que no mozo garrido». Asà que, donde no hay varón, todo bien fallece. Con mal está el huso cuando la barba no anda de suso. Ha venido esto, señora, por lo que decÃa de las ajenas necesidades y no mÃas.
MELIBEA.- Pide lo que querrás, sea para quien fuere.
CELESTINA.- Doncella graciosa y de alto linaje, tu suave habla y alegre gesto, junto con el aparejo de liberalidad que muestras con esta pobre vieja, me dan osadÃa a te lo decir. Yo dejo un enfermo a la muerte, que con sola palabra de tu noble boca salida que le lleve metida en mi seno, tiene por fe que sanará, según la mucha devoción tiene en tu gentileza.
MELIBEA.- Vieja honrada, no te entiendo, si más no declaras tu demanda. Por una parte, me alteras y provocas a enojo; por otra, me mueves a compasión. No te sabrÃa volver respuesta conveniente, según lo poco que he sentido de tu habla. Que yo soy dichosa si de mi palabra hay necesidad para salud de algún cristiano, porque hacer beneficio es semejar a Dios, y más que el que beneficio lo recibe cuando es a persona que le merece. Y el que puede sanar al que padece, no lo haciendo, le mata. Asà que no ceses tu petición por empacho ni temor.
CELESTINA.- El temor perdà mirando, señora, tu beldad, que no puedo creer que en balde pintase Dios unos gestos más perfectos que otros, más dotados de gracias, más hermosas facciones, sino para hacerlos almacén de virtudes, de misericordia, de compasión, ministros de sus mercedes y dádivas, como a ti. Pues como todos seamos humanos, nacidos para morir, y sea cierto que no se puede decir nacido el que para sà solo nació. Porque serÃa semejante a los brutos animales, en los cuales aun hay algunos piadosos, como se dice del unicornio, que se humilla a cualquiera doncella. El perro, con todo su Ãmpetu y braveza, cuando viene a morder, si se echan en el suelo, no hace mal: esto de piedad. Pues, ¿las aves? Ninguna cosa el gallo come que no participe y llame las gallinas a comer de ello. El pelÃcano rompe el pecho por dar a sus hijos a comer de sus entrañas. Las cigüeñas mantienen otro tanto tiempo a sus padres viejos en el nido, cuanto ellos le dieron cebo siendo pollitos. Pues tal conocimiento dio la natura a los animales y aves, ¿por qué los hombres habemos de ser más crueles? ¿Por qué no daremos parte de nuestras gracias y personas a los prójimos, mayormente cuando están envueltos en secretas enfermedades y tales que, donde está la melecina, salió la causa de la enfermedad?
MELIBEA.- Por Dios, sin más dilatar, me digas quién es ese doliente, que de mal tan perplejo se siente que su pasión y remedio salen de una misma fuente.
CELESTINA.- Bien tendrás, señora, noticia en esta ciudad de un caballero mancebo, gentilhombre de clara sangre, que llaman Calisto.
MELIBEA.- ¡Ya, ya, ya! Buena vieja, no me digas más, no pases adelante. ¿Ése es el doliente por quien has hecho tantas premisas en tu demanda?, ¿por quien has venido a buscar la muerte para ti?, ¿por quien has dado tan dañosos pasos, desvergonzada barbuda? ¿Qué siente ese perdido, que con tanta pasión vienes? De locura será su mal. ¿Qué te parece? Si me hallaras sin sospecha de ese loco, ¿con qué palabras me entrabas? No se dice en vano que el más empecible miembro del mal hombre o mujer es la lengua. ¡Quemada seas, alcahueta, falsa, hechicera, enemiga de honestad, causadora de secretos yerros! ¡Jesú, Jesú! ¡QuÃtamela, Lucrecia, de delante, que me fino, que no me ha dejado gota de sangre en el cuerpo! Bien se lo merece, esto y más, quien a estas tales da oÃdos. Por cierto, si no mirase a mi honestidad, y por no publicar su osadÃa de ese atrevido, yo te hiciera, malvada, que tu razón y vida acabaran en un tiempo.
CELESTINA.- ¡En hora mala acá vine, si me falta mi conjuro! ¡Ea, pues, bien sé a quién digo! ¡Ce, hermano, que se va todo a perder!
MELIBEA.- ¿Aun hablas entre dientes delante mà para acrecentar mi enojo y doblar tu pena? ¿QuerrÃas condenar mi honestidad por dar vida a un loco? ¿Dejar a mà triste por alegrar a él y llevar tú el provecho de mi perdición, el galardón de mi yerro? ¿Perder y destruir la casa y la honra de mi padre por ganar la de una vieja maldita como tú? ¿Piensas que no tengo sentidas tus pisadas y entendido tu dañado mensaje? Pues yo te certifico que las albricias que de aquà saques no sean sino estorbarte de más ofender a Dios, dando fin a tus dÃas. Respóndeme, traidora, ¿cómo osaste tanto hacer?
CELESTINA.- Tu temor, señora, tiene ocupada mi disculpa. Mi inocencia me da osadÃa, tu presencia me turba en verla irada y lo que más siento y me pena es recibir enojo sin razón ninguna. Por Dios, señora, que me dejes concluir mi dicho, que ni él quedará culpado ni yo condenada, y verás cómo es todo más servicio de Dios que pasos deshonestos; más para dar salud al enfermo que para dañar la fama al médico. Si pensara, señora, que tan de ligero habÃas de conjeturar de lo pasado nocibles sospechas, no bastara tu licencia para me dar osadÃa a hablar en cosa que a Calisto ni a otro hombre tocase.
MELIBEA.- ¡Jesú! No oiga yo mentar más ese loco, saltaparedes, fantasma de noche, luengo como cigüeña, figura de paramento mal pintado; si no, aquà me caeré muerta. ¡Éste es el que el otro dÃa me vio y comenzó a desvariar conmigo en razones haciendo mucho del galán! Dirasle, buena vieja, que si pensó que ya era todo suyo y quedaba por él el campo, porque holgué más de consentir sus necedades que castigar su yerro, quise más dejarle por loco que publicar su atrevimiento. Pues avÃsale que se aparte de este propósito y serle ha sano; si no, podrá ser que no haya comprado tan cara habla en su vida. Pues sabe que no es vencido sino el que se cree serlo, y yo quedé bien segura y él ufano. De los locos es estimar a todos los otros de su calidad, y tú, tórnate con su misma razón, que respuesta de mà otra no habrás ni la esperes, que por demás es ruego a quien no puede haber misericordia, y da gracias a Dios, pues tan libre vas de esta feria. Bien me habÃan dicho quién tú eras y avisado de tus propiedades, aunque ahora no te conocÃa.
CELESTINA.- ¡Más fuerte estaba Troya, y aun otras más bravas he yo amansado! Ninguna tempestad mucho dura.
MELIBEA.- ¿Qué dices, enemiga? Habla, que te pueda oÃr. ¿Tienes disculpa alguna para satisfacer mi enojo y excusar tu yerro y osadÃa?
CELESTINA.- Mientras viviere tu ira, más dañará mi descargo, que estás muy rigurosa y no me maravillo, que la sangre nueva poca calor ha menester para hervir.
MELIBEA.- ¿Poca calor? Poca la puedes llamar, pues quedaste tú viva y yo quejosa sobre tan gran atrevimiento. ¿Qué palabra podÃas tú querer para ese tal hombre que a mà bien me estuviese? Responde, pues dices que no has concluido, y quizá pagarás lo pasado.
CELESTINA.- Una oración, señora, que le dijeron que sabÃas de Santa Polonia para el dolor de las muelas. Asimismo tu cordón, que es fama que ha tocado todas las reliquias que hay en Roma y Jerusalén. Aquel caballero que dije pena y muere de ellas. Ésta fue mi venida. Pero, pues en mi dicha estaba tu airada respuesta, padézcase él su dolor en pago de buscar tan desdichada mensajera, que, pues en tu mucha virtud me faltó piedad, también me faltará agua si a la mar me enviara. Pero ya sabes que el deleite de la venganza dura un momento, y el de la misericordia para siempre.
MELIBEA.- Si eso querÃas, ¿por qué luego no me lo expresaste? ¿Por qué me lo dijiste por tales palabras?
CELESTINA.- Señora, porque mi limpio motivo me hizo creer que, aunque en otras cualesquier lo propusiera, no se habÃa de sospechar mal. Que si faltó el debido preámbulo fue porque la verdad no es necesario abundar de muchas colores. Compasión de su dolor, confianza de tu magnificencia, ahogaron en mi boca al principio la expresión de la causa. Y pues conoces, señora,que el dolor turba, la turbación desmanda y altera la lengua, la cual habÃa de estar siempre atada con el seso; por Dios que no me culpes. Y si el otro yerro ha hecho, no redunde en mi daño, pues no tengo otra culpa sino ser mensajera del culpado. No quiebre la soga por lo más delgado. No semejes la telaraña, que no muestra su fuerza sino contra los flacos animales. No paguen justos por pecadores. Imita la divina justicia, que dijo: «El ánima que pecare, aquella misma muera»; a la humana, que jamás condena al padre por el delito del hijo ni al hijo por el del padre. Ni es, señora, razón que su atrevimiento acarree mi perdición, aunque, según su merecimiento, no tendrÃa en mucho que fuese él el delincuente y yo la condenada, que no es otro mi oficio sino servir a los semejantes. De esto vivo y de esto me arreo. Nunca fue mi voluntad enojar a unos por agradar a otros, aunque hayan dicho a tu merced en mi ausencia otra cosa. Al fin, señora, a la firme verdad el viento del vulgo no la empece. Una sola soy en este limpio trato. En toda la ciudad pocos tengo descontentos. Con todos cumplo, los que algo me mandan, como si tuviese veinte pies y otras tantas manos.
MELIBEA.- No me maravillo, que un solo maestro de vicios dicen que basta para corromper un gran pueblo. Por cierto, tantos y tales loores me han dicho de tus falsas mañas que no sé si crea que pedÃas oración.
CELESTINA.- Nunca yo la rece, y si la rezare no sea oÃda, si otra cosa de mà se saque, aunque mil tormentos me diesen.
MELIBEA.- Mi pasada alteración me impide a reÃr de tu disculpa, que bien sé que ni juramento ni tormento te hará decir verdad, que no es en tu mano.
CELESTINA.- Eres mi señora. Téngote de callar, hete yo de servir, hasme tú de mandar. Tu mala palabra será vÃspera de una saya.
MELIBEA.- Bien lo has merecido.
CELESTINA.- Si no la he ganado con la lengua, no la he perdido con la intención.
MELIBEA.- Tanto afirmas tu ignorancia que me haces creerlo que puede ser. Quiero, pues, en tu dudosa disculpa tener la sentencia en peso y no disponer de tu demanda al sabor de ligera interpretación. No tengas en mucho ni te maravilles de mi pasado sentimiento, porque concurrieron dos cosas en tu habla, que cualquiera de ellas era bastante para me sacar de seso: nombrarme ese tu caballero que conmigo se atrevió a hablar, y también pedirme palabra sin más causa, que no se podÃa sospechar sino daño para mi honra. Pero, pues todo viene de buena parte, de lo pasado haya perdón, que en alguna manera es aliviado mi corazón viendo que es obra pÃa y santa sanar los apasionados y enfermos.
CELESTINA.- ¡Y tal enfermo, señora! Por Dios, si bien le conocieses, no le juzgases por el que has dicho y mostrado con tu ira. En Dios y en mi alma, no tiene hiel; gracias, dos mil; en franqueza, Alejandro; en esfuerzo, Héctor; gesto de un rey; gracioso, alegre, jamás reina en él tristeza. De noble sangre, como sabes, gran justador, pues verlo armado, un San Jorge. Fuerza y esfuerzo no tuvo Hércules tanta. La presencia y facciones, disposición, desenvoltura, otra lengua habÃa menester para las contar. Todo junto semeja ángel del cielo. Por fe tengo que no era tan hermoso aquel gentil Narciso que se enamoró de su propia figura cuando se vio en las aguas de la fuente. Ahora, señora, tiénele derribado una sola muela que jamás cesa de quejar.
MELIBEA.- ¿Y qué tanto tiempo ha?
CELESTINA.- Podrá ser, señora, de veintitrés años, que aquà está Celestina, que le vio nacer y le tomó a los pies de su madre.
MELIBEA.- Ni te pregunto eso ni tengo necesidad de saber su edad; sino qué tanto ha que tiene el mal.
CELESTINA.- Señora, ocho dÃas, que parece que ha un año en su flaqueza. Y el mayor remedio que tiene es tomar una vihuela, y tañe tantas canciones y tan lastimeras que no creo que fueron otras las que compuso aquel Emperador y gran músico Adriano de la partida del ánima, por sufrir sin desmayo la ya vecina muerte. Que, aunque yo sé poco de música, parece que hace aquella vihuela hablar. Pues, si acaso canta, de mejor gana se paran las aves a le oÃr que no a aquel Anfión, de quien se dice que movÃa los árboles y piedras con su canto. Siendo éste nacido, no alabaran a Orfeo. Mira, señora, si una pobre vieja como yo, si se hallará dichosa en dar la vida a quien tales gracias tiene. Ninguna mujer lo ve que no alabe a Dios, que asà lo pintó, pues, si le habla acaso, no es más señora de sà de lo que él ordena. Y pues tanta razón tengo, juzga, señora, por bueno mi propósito, mis pasos saludables y vacÃos de sospecha.
MELIBEA.- ¡Oh cuánto me pesa con la falta de mi paciencia, porque, siendo él ignorante y tú inocente, habéis padecido las alteraciones de mi airada lengua! Pero la mucha razón me releva de culpa, la cual tu habla sospechosa causó. En pago de tu buen sufrimiento, quiero cumplir tu demanda y darte luego mi cordón. Y, porque para escribir la oración no habrá tiempo sin que venga mi madre, si esto no bastare, ven mañana por ella muy secretamente.
LUCRECIA.- ¡Ya, ya, perdida es mi ama! Secretamente quiere que venga Celestina. Fraude hay; más le querrá dar que lo dicho.
MELIBEA.- ¿Qué dices, Lucrecia?
LUCRECIA.- Señora, que baste lo dicho, que es tarde.
MELIBEA.- Pues, madre, no le des parte de lo que pasó a ese caballero, por que no me tenga por cruel o arrebatada o deshonesta.
LUCRECIA.- No miento yo, que mal va este hecho.
CELESTINA.- Mucho me maravillo, señora Melibea, de la duda que tienes de mi secreto. No temas, que todo lo sé sufrir y encubrir, que bien veo que tu mucha sospecha echó, como suele, mis razones a la más triste parte. Yo voy con tu cordón tan alegre que se me figura que está diciéndole allá el corazón la merced que nos hiciste y que lo tengo de hallar aliviado.
MELIBEA.- Más haré por tu doliente, si menester fuere, en pago de lo sufrido.
CELESTINA.- Más será menester y más harás, y aunque no se te agradezca.
MELIBEA.- ¿Qué dices, madre, de agradecer?
CELESTINA.- Digo, señora, que todos lo agradecemos y serviremos, y todos obligados. Que la paga más cierta es cuando más la tienen de cumplir.
LUCRECIA.- ¡Trastócame esas palabras!
CELESTINA.- ¡Hija Lucrecia! ¡Ce! Irás a casa y darte he una lejÃa con que pares esos cabellos más que el oro. No lo digas a tu señora, y aun darte he unos polvos para quitarte ese olor de la boca, que te huele un poco, que en el reino no lo sabe hacer otra sino yo, y no hay cosa que peor en la mujer parezca.
LUCRECIA.- Oh, Dios te dé buena vejez, que más necesidad tenÃa de todo eso que de comer.
CELESTINA.- Pues, ¿por qué murmuras contra mÃ, loquilla? Calla, que no sabes si me habrás menester en cosa de más importancia. No provoques a ira a tu señora más de lo que ella ha estado. Déjame ir en paz.
MELIBEA.- ¿Qué le dices, madre?
CELESTINA.- Señora, acá nos entendemos.
MELIBEA.- DÃmelo, que me enojo cuando yo presente se habla cosa de que no haya parte.
CELESTINA.- Señora, que te acuerde la oración, para que la mandes escribir. Y que aprenda de mà a tener mesura en el tiempo de tu ira, en la cual yo usé lo que se dice que del airado es de apartar por poco tiempo, del enemigo por mucho. Pues tú, señora, tenÃas ira con lo que sospechaste de mis palabras, no enemistad. Porque, aunque fueran las que tú pensabas, en sà no eran malas, que cada dÃa hay hombres penados por mujeres y mujeres por hombres, y esto obra la natura. Y la natura ordenola Dios, y Dios no hizo cosa mala. Y asà quedaba mi demanda, comoquiera que fuese, en sà loable, pues de tal tronco procede, y yo libre de pena. Más razones de éstas te dirÃa, sino porque la prolijidad es enojosa al que oye y dañosa al que habla.
MELIBEA.- En todo has tenido buen tiento, asà en el poco hablar en mi enojo como con el mucho sufrir.
CELESTINA.- Señora, sufrite con temor, porque te airaste con razón. Porque con la ira morando, poder no es sino rayo. Y por esto pasé tu rigurosa habla hasta que su almacén hubiese gastado.
MELIBEA.- En cargo te es ese caballero.
CELESTINA.- Señora, más merece, y si algo con mi ruego para él he alcanzado, con la tardanza lo he dañado. Yo me parto para él, si licencia me das.
MELIBEA.- Mientras más aÃna la hubieras pedido, más de grado la hubieras recaudado. Ve con Dios, que ni tu mensaje me ha traÃdo provecho ni de tu ida me puede venir daño.
Acto V
ARGUMENTO DEL QUINTO ACTO
Despedida Celestina de Melibea, va por la calle hablando consigo misma entre dientes. Llegada a su casa, halló a Sempronio, que la aguardaba. Ambos van hablando hasta llegar a casa de Calisto y, vistos por Pármeno, cuéntalo a Calisto, su amo, el cual le mandó abrir la puerta.
CALISTO, PÃRMENO,SEMPRONIO, CELESTINA.
CELESTINA.- ¡Oh rigurosos trances! ¡Oh cruda osadÃa! ¡Oh gran sufrimiento! ¡Y qué tan cercana estuve de la muerte, si mi mucha astucia no rigiera con el tiempo las velas de la petición! ¡Oh amenazas de doncella brava! ¡Oh airada doncella! ¡Oh diablo a quien yo conjuro, cómo cumpliste tu palabra en todo lo que te pedÃ! En cargo te soy. Asà amansaste la cruel hembra con tu poder y diste tan oportuno lugar a mi habla cuanto quise con la ausencia de su madre. ¡Oh vieja Celestina! ¿Vas alegre? Sábete que la mitad está hecha cuando tienen buen principio las cosas. ¡Oh serpentino aceite! ¡Oh blanco hilado! ¡Cómo os aparejasteis todos en mi favor! ¡O yo rompiera todos mis atamientos, hechos y por hacer, ni creyera en hierbas ni piedras ni en palabras! Pues alégrate, vieja, que más sacarás de este pleito que de quince virgos que renovaras. ¡Oh malditas haldas, prolijas y largas, cómo me estorbáis de allegar adonde han de reposar mis nuevas! ¡Oh buena fortuna, cómo ayudas a los osados y a los tÃmidos eres contraria! Nunca huyendo huye la muerte al cobarde. ¡Oh cuántas errarán en lo que yo he acertado! ¿Qué hicieran en tan fuerte estrecho estas nuevas maestras de mi oficio, sino responder algo a Melibea, por donde se perdiera, cuanto yo con buen callar he ganado? Por esto dicen «quien las sabe las tañe», y «que es más cierto médico el experimentado que el letrado» y «la experiencia y escarmiento hace los hombres arteros» y la vieja, como yo, que alce sus haldas al pasar del vado, como maestra. ¡Ay cordón, cordón! Yo te haré traer por fuerza, si vivo, a la que no quiso darme su buena habla de grado.
SEMPRONIO.- O yo no veo bien, o aquélla es Celestina. ¡Válgala el diablo, haldear que trae! Parlando viene entre dientes.
CELESTINA.- ¿De qué te fatigas, Sempronio? Creo que en verme.
SEMPRONIO.- Yo te lo diré: la raleza de las cosas es madre de la admiración; la admiración concebida en los ojos desciende al ánimo por ellos; el ánimo es forzado descubrirlo por estas exteriores señales. ¿Quién jamás te vio por la calle abajada la cabeza, puestos los ojos en el suelo, y no mirar a ninguno como ahora? ¿Quién te vio hablar entre dientes por las calles y venir aguijando como quien va a ganar beneficio? Cata que todo esto novedad es para se maravillar quien te conoce. Pero esto dejado, dime, por Dios, con qué vienes. Dime si tenemos hijo o hija, que desde que dio la una te espero aquà y no he sentido mejor señal que tu tardanza.
CELESTINA.- Hijo, esa regla de bobos no es siempre cierta, que otra hora me pudiera más tardar y dejar allá las narices; y otras dos, y narices y lengua; y asà que, mientras más tardase, más caro me costase.
SEMPRONIO.- Por amor mÃo, madre, no pases de aquà sin me lo contar.
CELESTINA.- Sempronio, amigo, ni yo me podrÃa parar ni el lugar es aparejado. Vente conmigo delante Calisto; oirás maravillas, que será desflorar mi embajada comunicándola con muchos. De mi boca quiero que sepa lo que se ha hecho, que, aunque hayas de haber alguna partecilla del provecho, quiero yo todas las gracias del trabajo.
SEMPRONIO.- ¿Partecilla, Celestina? Mal me parece eso que dices.
CELESTINA.- Calla, loquillo, que parte o partecilla, cuanto tú quisieres, te daré. Todo lo mÃo es tuyo. Gocémonos y aprovechémonos, que sobre el partir nunca reñiremos. Y también sabes tú cuánta más necesidad tienen los viejos que los mozos, mayormente tú que vas a mesa puesta.
SEMPRONIO.- Otras cosas he menester más que de comer.
CELESTINA.- ¿Qué, hijo? ¿Una docena de agujetas, y un torce para el bonete, y un arco para andarte de casa en casa tirando a pájaros y aojando pájaras a las ventanas? Muchachas digo, bobo, de las que no saben volar, que bien me entiendes. Que no hay mejor alcahuete para ellas que un arco, que se puede entrar cada uno hecho mostrenco, como dicen: «En achaque de trama, etc.». ¡Mas ay, Sempronio, de quien tiene de mantener honra y se va haciendo vieja como yo!
SEMPRONIO.- ¡Oh lisonjera vieja! ¡Oh vieja llena de mal! ¡Oh codiciosa y avarienta garganta! También quiere a mà engañar como a mi amo, por ser rica. Pues mala medra tiene. No le arriendo la ganancia, que quien con modo torpe sube en alto, más presto cae que sube. ¡Oh qué mala cosa es de conocer el hombre! Y bien dicen que ninguna mercaderÃa ni animal es tan difÃcil. ¡Mala vieja falsa es ésta! ¡El diablo me metió con ella! Más seguro me fuera huir de esta venenosa vÃbora que tomarla. MÃa fue la culpa. Pero gane harto, que por bien o mal no negará la promesa.
CELESTINA.- ¿Qué dices, Sempronio? ¿Con quién hablas? ¿Viénesme royendo las haldas? ¿Por qué no aguijas?
SEMPRONIO.- Lo que vengo diciendo, madre Celestina, es que no me maravillo que seas mudable, que sigas el camino de las muchas. Dicho me habÃas que diferirÃas este negocio. Ahora vas sin seso por decir a Calisto cuanto pasa. ¿No sabes que aquello es en algo tenido que es por tiempo deseado, y que cada dÃa que él penase era doblarnos el provecho?
CELESTINA.- El propósito muda el sabio; el necio persevera. A nuevo negocio, nuevo consejo se requiere. No pensé yo, hijo Sempronio, que asà me respondiera mi buena fortuna. De los discretos mensajeros es hacer lo que el tiempo quiere. Asà que la cualidad de lo hecho no puede encubrir tiempo disimulado. Y más que yo sé que tu amo, según lo que de él sentÃ, es liberal y algo antojadizo. Más dará en un dÃa de buenas nuevas que en ciento que ande penado y yo yendo y viniendo. Que los acelerados y súpitos placeres crÃan alteración; la mucha alteración estorba el deliberar. Pues, ¿en qué podrá parar el bien, sino en bien, y el alto linaje, sino en luengas albricias? ¡Calla, bobo, deja hacer a tu vieja!
SEMPRONIO.- Pues, dime lo que pasó con aquella gentil doncella. Dime alguna palabra de su boca, que, por Dios, asà peno por saberla como mi amo penarÃa.
CELESTINA.- ¡Calla, loco! Altérasete la complexión. Ya lo veo en ti, que querrÃas más estar al sabor que al olor de este negocio. Andemos presto, que estará loco tu amo con mi mucha tardanza.
SEMPRONIO.- Y aun sin ella se lo está.
PÃRMENO.- ¡Señor, señor!
CALISTO.- ¿Qué quieres, loco?
PÃRMENO.- A Sempronio y a Celestina veo venir cerca de casa, haciendo paradillas de rato en rato y, cuando están quedos, hacen rayas en el suelo con el espada. No sé qué sea.
CALISTO.- ¡Oh desvariado, negligente! Veslos venir, ¿no puedes bajar corriendo a abrir la puerta? ¡Oh alto Dios! ¡Oh soberana deidad! ¿Con qué viene? ¿Qué nuevas traen? Que tan grande ha sido su tardanza que ya más esperaba su venida que el fin de mi remedio. ¡Oh tristes oÃdos!, aparejaos a lo que os viniere, que en su boca de Celestina está ahora aposentado el alivio o pena de mi corazón. ¡Oh, si en sueños se pasase este poco tiempo hasta ver el principio y fin de su habla! Ahora tengo por cierto que es más penoso al delincuente esperar la cruda y capital sentencia que el acto de la ya sabida muerte. ¡Oh espacioso Pármeno, manos de muerto, quita ya esa enojosa aldaba! Entrará esa honrada dueña en cuya lengua está mi vida.
CELESTINA.- ¿Oyes, Sempronio? De otro temple anda nuestro amo. Bien difieren estas razones a las que oÃmos a Pármeno y a él la primera venida. De mal en bien me parece que va. No hay palabra de las que dice que no vale a la vieja Celestina más que una saya.
SEMPRONIO.- Pues mira que, entrando, hagas que no ves a Calisto y hables algo bueno.
CELESTINA.- Calla, Sempronio, que aunque haya aventurado mi vida, más merece Calisto, y su ruego y tuyo, y más mercedes espero yo de él.
Acto VI
ARGUMENTO DEL SEXTO ACTO
Entrada Celestina en casa de Calisto con grande afición y deseo, Calisto le pregunta de lo que le ha acontecido con Melibea. Mientras ellos están hablando, Pármeno, oyendo hablar a Celestina de su parte contra Sempronio, a cada razón le pone un mote, reprehendiéndolo Sempronio. En fin, la vieja Celestina le descubre todo lo negociado y un cordón de Melibea. Y, despedida de Calisto, vase para su casa y con ella Pármeno.
CALISTO, CELESTINA, PÃRMENO, SEMPRONIO.
CALISTO.- ¿Qué dices, señora y madre mÃa?
CELESTINA.- ¡Oh mi señor Calisto! ¿Y aquà estás? ¡Oh mi nuevo amador de la muy hermosa Melibea y con mucha razón! ¿Con qué pagarás a la vieja que hoy ha puesto su vida al tablero por tu servicio? ¿Cuál mujer jamás se vio en tan estrecha afrenta como yo? Que en tornarlo a pensar se me menguan y vacÃan todas las venas de mi cuerpo de sangre. Mi vida diera por menor precio que ahora darÃa este manto raÃdo y viejo.
PÃRMENO.- Tú dirás lo tuyo. Entre col y col, lechuga. Subido has un escalón; más adelante te espero a la saya. Todo para ti y no nada de que puedas dar parte. Pelechar quiere la vieja. Tú me sacarás a mà verdadero y a mi amo loco. No le pierdas palabra, Sempronio, y verás cómo no quiere pedir dinero porque es divisible.
SEMPRONIO.- Calla, hombre desesperado, que te matará Calisto si te oye.
CALISTO.- ¡Madre mÃa, o abrevia tu razón o toma esta espada y mátame!
PÃRMENO.- Temblando está el diablo como azogado. No se puede tener en sus pies, su lengua le querrÃa prestar para que hablase presto. No es mucha su vida, luto habremos de medrar de estos amores.
CELESTINA.- ¿Espada, señor, o qué? ¡Espada mala mate a tus enemigos y a quien mal te quiere!, que yo la vida te quiero dar con buena esperanza que traigo de aquella que tú amas.
CALISTO.- ¿Buena esperanza, señora?
CELESTINA.- Buena se puede decir, pues queda abierta puerta para mi tornada y antes me recibirá a mà con esta saya rota que a otra con seda y brocado.
PÃRMENO.- Sempronio, cóseme esta boca, que no lo puedo sufrir. ¡Encajado ha la saya!
SEMPRONIO.- ¿Callarás, por Dios, o te echaré de aquà con el diablo? Que si anda rodeando su vestido, hace bien, pues tiene de ello necesidad, que el abad, de do canta, de allà viste.
PÃRMENO.- Y aun viste como canta. Y esta puta vieja querrÃa en un dÃa, por tres pasos, desechar todo el pelo malo cuanto cincuenta años no ha podido medrar.
SEMPRONIO.- ¿Todo eso es lo que te castigó, y el conocimiento que os tenÃais y lo que te crió?
PÃRMENO.- Bien sufriré yo más que pida y pele, pero no todo para su provecho.
SEMPRONIO.- No tiene otra tacha sino ser codiciosa, pero dejarla barde sus paredes, que después bardará las nuestras o en mal punto nos conoció.
CALISTO.- Dime, por Dios, señora, ¿qué hacÃa? ¿Cómo entraste? ¿Qué tenÃa vestido? ¿A qué parte de casa estaba? ¿Qué cara te mostró al principio?
CELESTINA.- Aquella cara, señor, que suelen los bravos toros mostrar contra los que lanzan las agudas flechas en el coso, la que los monteses puercos contra los sabuesos que mucho los aquejan.
CALISTO.- ¿Y a ésas llamas señales de salud? Pues, ¿cuáles serÃan mortales? No por cierto la misma muerte, que aquélla alivio serÃa en tal caso de este mi tormento, que es mayor y duele más.
SEMPRONIO.- ¿Éstos son los fuegos pasados de mi amo? ¿Qué es esto? ¿No tendrÃa este hombre sufrimiento para oÃr lo que siempre ha deseado?
PÃRMENO.- ¿Y que calle yo, Sempronio? Pues si nuestro amo te oye, tan bien te castigará a ti como a mÃ.
SEMPRONIO.- ¡Oh mal fuego te abrase! Que tú hablas en daño de todos y yo a ninguno ofendo. ¡Oh intolerable pestilencia y mortal te consuma, rijoso, envidioso, maldito! ¿Toda ésta es la amistad que con Celestina y conmigo habÃas concertado? ¡Vete de aquà a la mala ventura!
CALISTO.- Si no quieres, reina y señora mÃa, que desespere y vaya mi ánima condenada a perpetua pena oyendo esas cosas, certifÃcame brevemente si no hubo buen fin tu demanda gloriosa y la cruda y rigurosa muestra de aquel gesto angélico y matador, pues todo eso más es señal de odio que de amor.
CELESTINA.- La mayor gloria que al secreto oficio del abeja se da, a la cual los discretos deben imitar, es que todas las cosas por ella tocadas convierte en mejor de lo que son. De esta manera me he habido con las zahareñas razones y esquivas de Melibea. Todo su rigor traigo convertido en miel, su ira en mansedumbre, su aceleramiento en sosiego. Pues, ¿a qué piensas que iba allá la vieja Celestina, a quien tú, demás de su merecimiento, magnÃficamente galardonaste, sino a ablandar su saña, a sufrir su accidente, a ser escudo de tu ausencia, a recibir en mi manto los golpes, los desvÃos, los menosprecios, desdenes, que muestran aquéllas en los principios de sus requerimientos de amor, para que sea después en más tenida su dádiva? Que, a quien más quieren, peor hablan. Y si asà no fuese, ninguna diferencia habrÃa entre las públicas que aman a las escondidas doncellas. Si todas dijesen «sû a la entrada de su primer requerimiento, en viendo que de alguno eran amadas, las cuales, aunque están abrasadas y encendidas de vivos fuegos de amor, por su honestidad muestran un frÃo exterior, un sosegado vulto, un aplacible desvÃo, un constante ánimo y casto propósito, unas palabras agras que la propia lengua se maravilla del gran sufrimiento suyo, que la hace forzosamente confesar el contrario de lo que siente. Asà que para que tú descanses y tengas reposo mientras te contare por extenso el proceso de mi habla y la causa que tuve para entrar, sabe que el fin de tu razón fue muy bueno.
CALISTO.- Ahora, señora, que me has dado seguro para que ose esperar todos los rigores de la respuesta, di cuanto mandares y como quisieres, que yo estaré atento. Ya me reposa el corazón, ya descansa mi pensamiento, ya reciben las venas y recobran su perdida sangre, ya he perdido temor, ya tengo alegrÃa. Subamos, si mandas, arriba. En mi cámara me dirás por extenso lo que aquà he sabido en suma.
CELESTINA.- Subamos, señor.
PÃRMENO.- ¡Oh Santa MarÃa, y qué rodeos busca este loco por huir de nosotros, para poder llorar a su placer con Celestina de gozo y por descubrirle mil secretos de su liviano y desvariado apetito, por preguntar y responder seis veces cada cosa sin que esté presente quien le pueda decir que es prolijo! Pues mándote yo, desatinado, que tras ti vamos.
CALISTO.- Mira, señora, qué hablar trae Pármeno, cómo se viene santiguando de oÃr lo que has hecho de tu gran diligencia. Espantado está, por mi fe, señora Celestina. Otra vez se santigua. Sube, sube, sube y asiéntate, señora, que de rodillas quiero escuchar tu suave respuesta, y dime luego la causa de tu entrada, qué fue.
CELESTINA.- Vender un poco de hilado, con que tengo cazadas más de treinta de su estado, si a Dios ha placido, en este mundo y algunas mayores.
CALISTO.- Eso será de cuerpo, madre, pero no de gentileza, no de estado, no de gracia y discreción, no de linaje, no de presunción con merecimiento, no en virtud, no en habla.
PÃRMENO.- Ya escurre eslabones el perdido, ya se desconciertan sus badajadas. Nunca da menos de doce, siempre está hecho reloj de mediodÃa. Cuenta, cuenta, Sempronio, que está desbabado oyéndole a él locuras y a ella mentiras.
SEMPRONIO.- ¡Oh maldiciente venenoso! ¿Por qué cierras las orejas a lo que todos los del mundo las aguzan, hecho serpiente, que huye la voz del encantador? Que sólo por ser de amores estas razones, aunque mentiras, las habÃas de escuchar con gana.
CELESTINA.- Oye, señor Calisto, y verás tu dicha y mi solicitud qué obraron, que en comenzando yo a vender y poner en precio mi hilado, fue su madre de Melibea llamada para que fuese a visitar una hermana suya enferma. Y como le fuese necesario ausentarse, dejó en su lugar a Melibea para...
CALISTO.- ¡Oh gozo sin par! ¡Oh singular oportunidad! ¡Oh oportuno tiempo! ¡Oh quién estuviera allà debajo de tu manto, escuchando qué hablarÃa sola aquella en quien Dios tan extremadas gracias puso!
CELESTINA.- ¿Debajo de mi manto, dices? ¡Ay mezquina!, que fueras visto por treinta agujeros que tiene, si Dios no le mejora.
PÃRMENO.- Sálgome fuera, Sempronio. Ya no digo nada; escúchatelo tú todo. Si este perdido de mi amo no midiese con el pensamiento cuántos pasos hay de aquà a casa de Melibea y contemplase en su gesto y considerase cómo estarÃa aviniendo el hilado, todo el sentido puesto y ocupado en ella, él verÃa que mis consejos le eran más saludables que estos engaños de Celestina.
CALISTO.- ¿Qué es esto, mozos? Estoy yo escuchando atento, que me va la vida, ¿vosotros susurráis, como soléis, por hacerme mala obra y enojo? Por mi amor, que calléis; moriréis de placer con esta señora, según su buena diligencia. Di, señora, ¿qué hiciste cuando te viste sola?
CELESTINA.- RecibÃ, señor, tanta alteración de placer que cualquiera que me viera me lo conociera en el rostro.
CALISTO.- Ahora la recibo yo; cuánto más quien ante sà contemplaba tal imagen. EnmudecerÃas con la novedad incogitada.
CELESTINA.- Antes me dio más osadÃa a hablar lo que quise verme sola con ella. Abrà mis entrañas, dÃjele mi embajada, cómo penabas tanto, por una palabra de su boca salida en favor tuyo, para sanar un gran dolor. Y como ella estuviese suspensa, mirándome, espantada del nuevo mensaje, escuchando hasta ver quién podÃa ser el que asà por necesidad de su palabra penaba o a quién pudiese sanar su lengua, en nombrando tu nombre, atajó mis palabras, diose en la frente una gran palmada, como quien cosa de grande espanto hubiese oÃdo, diciendo que cesase mi habla y me quitase delante, si no querÃa hacer a sus servidores verdugos de mi postrimerÃa, agravando mi osadÃa, llamándome hechicera, alcahueta, vieja falsa barbuda, malhechora y otros muchos ignominiosos nombres, con cuyos tÃtulos asombran a los niños de cuna. Y en pos de esto mil amortecimientos y desmayos, mil milagros y espantos, turbado el sentido, bullendo fuertemente los miembros todos, a una parte y a otra, herida de aquella dorada flecha que del sonido de tu nombre le tocó, retorciendo el cuerpo, las manos enclavijadas, como quien se despereza, que parecÃa que las despedazaba, mirando con los ojos a todas partes, acoceando con los pies el suelo duro. Y yo a todo esto arrinconada, encogida, callando, muy gozosa con su ferocidad. Mientras más basqueaba, más yo me alegraba, porque más cerca estaba el rendirse y su caÃda. Pero entretanto que gastaba aquel espumajoso almacén su ira, yo no dejaba mis pensamientos estar vagos ni ociosos, de manera que tuve tiempo para salvar lo dicho.
CALISTO.- Eso me di, señora madre, que yo he revuelto en mi juicio mientras te escucho y no he hallado disculpa que buena fuese ni conveniente, con que lo dicho se cubriese ni colorase, sin quedar terrible sospecha de tu demanda. Porque conozca tu mucho saber, que en todo me pareces más que mujer, que como su respuesta tú pronosticaste, proveÃste con tiempo tu réplica. ¿Qué más hacÃa aquella Tusca Adeleta, cuya fama, siendo tú viva, se perdiera? La cual tres dÃas antes su fin prenunció la muerte de su viejo marido y de dos hijos que tenÃa. Ya creo lo que se dice, que el género flaco de las hembras es más apto para las prestas cautelas que el de los varones.
CELESTINA.- ¿Qué, señor? Dije que tu pena era mal de muelas y que la palabra que de ella querÃa era una oración que ella sabÃa, muy devota, para ellas.
CALISTO.- ¡Oh maravillosa astucia! ¡Oh singular mujer en su oficio! ¡Oh cautelosa hembra! ¡Oh melecina presta! ¡Oh discreta en mensajes! ¿Cuál humano seso bastara a pensar tan alta manera de remedio? De cierto creo, si nuestra edad alcanzara aquellos pasados Eneas y Dido, no trabajara tanto Venus para atraer a su hijo el amor de Elisa, haciendo tomar a Cupido ascánica forma para la engañar; antes, por evitar prolijidad, pusiera a ti por medianera. Ahora doy por bien empleada mi muerte, puesta en tales manos, y creeré que si mi deseo no hubiere efecto, cual querrÃa, que no se pudo obrar más, según natura, en mi salud. ¿Qué os parece, mozos?¿Qué mas se pudiera pensar? ¿Hay tal mujer nacida en el mundo?
CELESTINA.- Señor, no atajes mis razones; déjame decir, que se va haciendo noche. Ya sabes que quien mal hace aborrece la claridad y, yendo a mi casa, podré haber algún mal encuentro.
CALISTO.- ¿Qué, qué? SÃ, que hachas y pajes hay que te acompañen.
PÃRMENO.- ¡SÃ, sÃ, por que no fuercen a la niña, tú irás con ella, Sempronio, que ha temor de los grillos que cantan con lo escuro!
CALISTO.- ¿Dices algo, hijo Pármeno?
PÃRMENO.- Señor, que yo y Sempronio será bueno que la acompañemos hasta su casa, que hace mucho oscuro.
CALISTO.- Bien dicho es. Después será. Procede en tu habla y dime qué más pasaste, qué respondió a la demanda de la oración.
CELESTINA.- Que la darÃa de su grado.
CALISTO.- ¿De su grado? ¡Dios mÃo, qué alto don!
CELESTINA.- Pues más le pedÃ.
CALISTO.- ¿Qué, mi vieja honrada?
CELESTINA.- ¡Un cordón que ella trae contino ceñido, diciendo que era provechoso para tu mal porque habÃa tocado muchas reliquias!
CALISTO.- Pues, ¿qué dijo?
CELESTINA.- ¡Dame albricias! DecÃrtelo he.
CALISTO.- ¡Oh!, por Dios, toma toda esta casa y cuanto en ella hay y dÃmelo; o pide lo que quieras.
CELESTINA.- Por un manto que des a la vieja, te dará en tus manos el mismo que en su cuerpo ella traÃa.
CALISTO.- ¿Qué dices de manto? Manto y saya y cuanto yo tengo.
CELESTINA.- Manto he menester y éste tendré yo en harto. No te alargues más, no pongas sospechosa duda en mi pedir, que dicen que ofrecer mucho al que poco pide es especie de negar.
CALISTO.- ¡Corre, Pármeno!, llama a mi sastre y corte luego un manto y una saya de aquel contray que se sacó para frisado.
PÃRMENO.- ¡AsÃ, asÃ, a la vieja todo por que venga cargada de mentiras como abeja, y a mà que me arrastren! Tras esto anda ella hoy todo el dÃa con sus rodeos.
CALISTO.- ¡De qué gana va el diablo! No hay cierto tan mal servido hombre como yo, manteniendo mozos adivinos, rezongadores, enemigos de mi bien. ¿Qué vas, bellaco, rezando? Envidioso, ¿qué dices, que no te entiendo? Ve donde te mando presto y no me enojes, que harto basta mi pena para me acabar, que también habrá para ti sayo en aquella pieza.
PÃRMENO.- No digo, señor, otra cosa, sino que es tarde para que venga el sastre.
CALISTO.- ¿No digo yo que adivinas? Pues quédese para mañana. Y tú, señora, por amor mÃo te sufras, que no se pierde lo que se dilata. Y mándame mostrar aquel santo cordón que tales miembros fue digno de ceñir. ¡Gozarán mis ojos con todos los otros sentidos, pues juntos han sido apasionados! ¡Gozará mi lastimado corazón, aquel que nunca recibió momento de placer después que aquella señora conoció! Todos los sentidos le llagaron, todos acorrieron a él con sus esportillas de trabajo. Cada uno le lastimó cuanto más pudo: los ojos en verla, los oÃdos en oÃrla, las manos en tocarla.
CELESTINA.- ¿Que la has tocado dices? Mucho me espantas.
CALISTO.- Entre sueños, digo.
CELESTINA.- ¿Entre sueños?
CALISTO.- En sueños la veo tantas noches que temo me acontezca como a AlcibÃades, que soñó que se veÃa envuelto en el manto de su amiga y otro dÃa matáronle, y no hubo quien le alzase de la calle ni cubriese, sino ella con su manto. Pero en vida o en muerte, alegre me serÃa vestir su vestidura.
CELESTINA.- Asaz tienes pena, pues cuando los otros reposan en sus camas, preparas tú el trabajo para sufrir otro dÃa. Esfuérzate, señor, que no hizo Dios a quien desamparase. Da espacio a tu deseo, toma este cordón, que si yo no me muero, yo te daré a su ama.
CALISTO.- ¡Oh nuevo huésped! ¡Oh bienaventurado cordón, que tanto poder y merecimiento tuviste de ceñir aquel cuerpo que yo no soy digno de servir! ¡Oh nudos de mi pasión, vosotros enlazasteis mis deseos! ¡Decidme si os hallasteis presentes en la desconsolada respuesta de aquella a quien vosotros servÃs y yo adoro y, por más que trabajo noches y dÃas, no me vale ni aprovecha!
CELESTINA.- Refrán viejo es, «quien menos procura, alcanza más bien». Pero yo te haré procurando conseguir lo que siendo negligente no habrÃas. Consuélate, señor, que en una hora no se ganó Zamora, pero no por eso desconfiaron los combatientes.
CALISTO.- ¡Oh desdichado!, que las ciudades están con piedras cercadas, y a piedras, piedras las vencen; pero esta mi señora tiene el corazón de acero. No hay metal que con él pueda, no hay tiro que lo melle. Pues poned escalas en su muro, unos ojos tiene con que echa saetas, una lengua de reproches y desvÃos, el asiento tiene en parte que a media legua no le pueden poner cerco.
CELESTINA.- ¡Calla, señor, que el buen atrevimiento de un solo hombre ganó a Troya! No desconfÃes, que una mujer puede ganar a otra. Poco has tratado mi casa; no sabes bien lo que yo puedo.
CALISTO.- Cuanto dijeres, señora, te quiero creer, pues tal joya como ésta me trajiste. ¡Oh mi gloria y ceñidero de aquella angélica cintura! Yo te veo y no lo creo. ¡Oh cordón, cordón! ¿FuÃsteme tú enemigo? Di lo cierto. Si lo fuiste, yo te perdono, que de los buenos es propio las culpas perdonar. No lo creo, que, si fueras contrario, no vinieras tan presto a mi poder, salvo si vienes a disculparte. Conjúrote me respondas por la virtud del gran poder que aquella señora sobre mà tiene.
CELESTINA.- Cesa ya, señor, ese devanear, que me tienes cansada de escucharte y al cordón roto de tratarlo.
CALISTO.- ¡Oh mezquino de mÃ!, que asaz bien me fuera del cielo otorgado que de mis brazos fueras hecho y tejido, y no de seda como eres, porque ellos gozaran cada dÃa de rodear y ceñir con debida reverencia aquellos miembros que tú, sin sentir ni gozar de la gloria, siempre tienes abrazados. ¡Oh qué secretos habrás visto de aquella excelente imagen!
CELESTINA.- ¡Más verás tú y con más sentido, si no lo pierdes hablando lo que hablas!
CALISTO.- Calla, señora, que él y yo nos entendemos. ¡Oh mis ojos!, acordaos cómo fuisteis causa y puerta por donde fue mi corazón llagado, y que aquél es visto hacer el daño que da la causa. Acordaos que sois deudores de la salud. Remirad la melecina que os viene hasta casa.
SEMPRONIO.- Señor, por holgar con el cordón no querrás gozar de Melibea.
CALISTO.- ¡Qué loco desvariado, atajasolaces! ¿Cómo es eso?
SEMPRONIO.- Que mucho hablando matas a ti y a los que te oyen. Y asà que perderás la vida o el seso. Cualquier que falte basta para quedarte a oscuras. Abrevia tus razones; darás lugar a las de Celestina.
CALISTO.- ¿Enójote, madre, con mi luenga razón, o está borracho este mozo?
CELESTINA.- Aunque no lo esté, debes, señor, cesar tu razón, dar fin a tus luengas querellas, tratar al cordón como cordón, porque sepas hacer diferencia de habla cuando con Melibea te veas. No haga tu lengua iguales la persona y el vestido.
CALISTO.- ¡Oh mi señora, mi madre, mi consoladora, déjame gozar en este mensajero de mi gloria! ¡Oh lengua mÃa!, ¿por qué te impides en otras razones, dejando de adorar presente la excelencia de quien por ventura jamás verás en tu poder? ¡Oh mis manos, con qué atrevimiento, con cuán poco acatamiento tenéis y tratáis la triaca de mi llaga! Ya no podrán empecer las hierbas que aquel crudo casquillo traÃa envueltas en su aguda punta. Seguro soy, pues quien dio la herida la cura. ¡Oh tú, señora, alegrÃa de las viejas mujeres, gozo de las mozas, descanso de los fatigados como yo, no me hagas más penado con tu temor, que me hace mi vergüenza! Suelta la rienda a mi contemplación, déjame salir por las calles con esta joya, por que los que me vieren sepan que no hay más bienandante hombre que yo.
SEMPRONIO.- No afistoles tu llaga cargándola de más deseo. No es, señor, el solo cordón del que pende tu remedio.
CALISTO.- Bien lo conozco, pero no tengo sufrimiento para me abstener de adorar tan alta empresa.
CELESTINA.- ¿Empresa? Aquélla es empresa que de grado es dada, pero ya sabes que lo hizo por amor de Dios para guarecer tus muelas, no por el tuyo para cerrar tus llagas. Pero, si yo vivo, ella volverá la hoja.
CALISTO.- ¿Y la oración?
CELESTINA.- No se me dio por ahora.
CALISTO.- ¿Qué fue la causa?
CELESTINA.- La brevedad del tiempo, pero quedó que si tu pena no aflojase, que tornase mañana por ella.
CALISTO.- ¿Aflojar? Entonces aflojará mi pena cuando su crueldad.
CELESTINA.- Asaz, señor, basta lo dicho y hecho. Obligada queda, según lo que mostró, a todo lo que para esta enfermedad yo quisiere pedir, según su poder. Mira, señor, si esto basta para la primera vista. Yo me voy. Cumple, señor, que si salieres mañana, lleves rebozado un paño, porque si de ella fueres visto, no acuse de falsa mi petición.
CALISTO.- Y aun cuatro por tu servicio. Pero, dime, por Dios, ¿pasó más?, que muero por oÃr palabras de aquella dulce boca. ¿Cómo fuiste tan osada que sin la conocer te mostraste tan familiar en tu entrada y demanda?
CELESTINA.- ¿Sin la conocer? Cuatro años fueron mis vecinas. Trataba con ellas, hablaba y reÃa de dÃa y de noche. Mejor me conoce su madre que a sus mismas manos; aunque Melibea se ha hecho grande mujer, discreta, gentil.
PÃRMENO.- ¡Ea, mira, Sempronio, qué te digo al oÃdo!
SEMPRONIO.- Dime, ¿qué dices?
PÃRMENO.- Aquel atento escuchar de Celestina da materia de alargar en su razón a nuestro amo. Llégate a ella, dale del pie, hagámosle de señas que no espere más, sino que se vaya, que no hay tan loco hombre nacido que solo mucho hable.
CALISTO.- ¿Gentil dices, señora, que es Melibea? Parece que lo dices burlando. ¿Hay nacida su par en el mundo? ¿Crió Dios otro mejor cuerpo? ¿Puédense pintar tales facciones, dechado de hermosura? Si hoy fuera viva Helena, por quien tanta muerte hubo de griegos y troyanos, o la hermosa Policena, todas obedecerÃan a esta señora por quien yo peno. Si ella se hallara presente en aquel debate de la manzana con las tres diosas, nunca sobrenombre de discordia le pusieran, porque sin contrariar ninguna, todas concedieran y vinieran conformes en que la llevara Melibea. Asà se llamara manzana de concordia. Pues cuantas hoy son nacidas, que de ella tengan noticia, se maldicen, querellan a Dios porque no se acordó de ellas cuando a ésta mi señora hizo. Consumen sus vidas, comen sus carnes con envidia, danles siempre crudos martirios, pensando con artificio igualar con la perfección que sin trabajo dotó a ella natura. De ellas, pelan sus cejas con tenacicas y pegones y a cordelejos; de ellas, buscan las doradas hierbas, raÃces, ramas y flores para hacer lejÃas con que sus cabellos semejasen a los de ella. Las caras martillando, envistiéndolas en diversos matices con ungüentos y unturas, aguas fuertes, posturas blancas y coloradas, que por evitar prolijidad no las cuento. Pues la que todo esto halló hecho, mira si merece de un triste hombre como yo ser servida...
CELESTINA.- Bien te entiendo, Sempronio. Déjale, que él caerá de su asno y acabará.
CALISTO.- ... en la que toda la natura se remiró por la hacer perfecta, que las gracias que en todas repartió las juntó en ella. Allà hicieron alarde cuanto más acabadas pudieron allegarse, por que conociesen los que la viesen cuánta era la grandeza de su pintor. Sola una poca de agua clara con un ebúrneo peine basta para exceder a las nacidas en gentileza. Éstas son sus armas, con éstas mata y vence, con éstas me cautivó, con éstas me tiene ligado y puesto en dura cadena.
CELESTINA.- Calla y no te fatigues, que más aguda es la lima que yo tengo que fuerte esa cadena que te atormenta. Yo la cortaré con ella por que tú quedes suelto. Por ende, dame licencia, que es muy tarde, y déjame llevar el cordón, porque, como sabes, tengo de él necesidad.
CALISTO.- ¡Oh desconsolado de mÃ! La fortuna adversa me sigue junta, que contigo o con el cordón o con entrambos quisiera yo estar acompañado esta noche luenga y oscura. Pero, pues no hay bien cumplido en esta penosa vida, venga entera la soledad. ¡Mozos, mozos!
PÃRMENO.- Señor.
CALISTO.- Acompaña a esta señora hasta su casa y vaya con ella tanto placer y alegrÃa cuanta conmigo queda tristeza y soledad.
CELESTINA.- Quede, señor, Dios contigo. Mañana será mi vuelta, donde mi manto y la respuesta vendrán a un punto, pues hoy no hubo tiempo. Y súfrete, señor, y piensa en otras cosas.
CALISTO.- Eso no, que es herejÃa olvidar aquella por quien la vida me aplace.
Acto VII
ARGUMENTO DEL SÉPTIMO ACTO
Celestina habla con Pármeno, induciéndole a concordia y amistad de Sempronio. Tráele Pármeno a memoria la promesa que le hiciera de le hacer haber a Areúsa, que él mucho amaba. Vanse a casa de Areúsa. Queda ahà la noche Pármeno. Celestina va para su casa; llama a la puerta. Elicia le viene a abrir, increpándole su tardanza.
PÃRMENO, CELESTINA, AREÚSA, ELICIA.
CELESTINA.- Pármeno, hijo, después de las pasadas razones, no he habido oportuno tiempo para te decir y mostrar el mucho amor que te tengo, y, asimismo, cómo de mi boca todo el mundo ha oÃdo hasta ahora en ausencia bien de ti. La razón no es menester repetirla, porque yo te tenÃa por hijo, a lo menos cuasi adoptivo, y asà que tú imitaras a natural; y tú dasme el pago en mi presencia, pareciéndote mal cuanto digo, susurrando y murmurando contra mà en presencia de Calisto. Bien pensaba yo que, después que concediste en mi buen consejo, que no habÃas de tornarte atrás. TodavÃa me parece que te quedan reliquias vanas, hablando por antojo más que por razón. Desechas el provecho por contentar la lengua. Óyeme, si no me has oÃdo, y mira que soy vieja y el buen consejo mora en los viejos y de los mancebos es propio el deleite. Bien creo que de tu yerro sola la edad tiene culpa. Espero en Dios que serás mejor para mà de aquà adelante, y mudarás el ruin propósito con la tierna edad, que, como dicen, «múdanse costumbres con la mudanza del cabello y variación», digo, hijo, creciendo y viendo cosas nuevas cada dÃa, porque la mocedad en solo lo presente se impide y ocupa a mirar; mas la madura edad no deja presente ni pasado ni por venir. Si tú tuvieras memoria, hijo Pármeno, del pasado amor que te tuve, la primera posada que tomaste venido nuevamente en esta ciudad habÃa de ser la mÃa. Pero los mozos curáis poco de los viejos, regisvos a sabor de paladar. Nunca pensáis que tenéis ni habéis de tener necesidad de ellos. Nunca pensáis en enfermedades. Nunca pensáis que os puede esta florecilla de juventud faltar. Pues mira, amigo, que para tales necesidades como éstas, buen acorro es una vieja conocida, amiga, madre y más que madre, buen mesón para descansar sano, buen hospital para sanar enfermo, buena bolsa para necesidad, buena arca para guardar dinero en prosperidad, buen fuego de invierno rodeado de asadores, buena sombra de verano, buena taberna para comer y beber. ¿Qué dirás, loquillo, a todo esto? Bien sé que estás confuso por lo que hoy has hablado. Pues no quiero más de ti, que Dios no pide más del pecador de arrepentirse y enmendarse. Mira a Sempronio. Yo le hice hombre, de Dios en ayuso. QuerrÃa que fueseis como hermanos, porque, estando bien con él, con tu amo y con todo el mundo lo estarÃas. Mira que es bienquisto, diligente, palanciano, servidor, gracioso. Quiere tu amistad. CrecerÃa vuestro provecho dándoos el uno al otro la mano. Y pues sabe que es menester que ames si quieres ser amado, que «no se toman truchas, etc». Ni te lo debe Sempronio de fuero. Simpleza es no querer amar y esperar de ser amado; locura es pagar el amistad con odio.
PÃRMENO.- Madre, mi segundo yerro te confieso y, con perdón de lo pasado, quiero que ordenes lo por venir. Pero con Sempronio me parece que es imposible sostenerse mi amistad. Él es desvariado; yo, malsufrido. Conciértame esos amigos.
CELESTINA.- Pues no era esa tu condición.
PÃRMENO.- A la mi fe, mientras más fui creciendo, más la primera paciencia me olvidaba. No soy el que solÃa, y asimismo Sempronio no hay ni tiene en qué me aproveche.
CELESTINA.- El cierto amigo en la cosa incierta se conoce, en las adversidades se prueba. Entonces se allega y con más deseo visita la casa que la fortuna próspera desamparó. ¿Qué te diré, hijo, de las virtudes del buen amigo? No hay cosa más amada ni más rara. Ninguna carga rehúsa. Vosotros sois iguales, la paridad de las costumbres y la semejanza de los corazones es la que más la sostiene. Cata, hijo mÃo, que si algo tienes, guardado se te está. Sabe tú ganar más, que aquello ganado lo hallaste. Buen siglo haya aquel padre que lo trabajó. No se te puede dar hasta que vivas más reposado y vengas en edad cumplida.
PÃRMENO.- ¿A qué llamas reposado, tÃa?
CELESTINA.- Hijo, a vivir por ti, a no andar por casas ajenas, lo cual siempre andarás mientras no te supieres aprovechar de tu servicio. Que de lástima que hube de verte roto, pedà hoy manto, como viste, a Calisto. No por mi manto; pero porque, estando el sastre en casa, y tú delante sin sayo, te le diese. Asà que no por mi provecho, como yo sentà que dijiste, mas por el tuyo. Que si esperas al ordinario galardón de estos galanes, es tal, que lo que en diez años sacarás atarás en la manga. Goza tu mocedad, el buen dÃa, la buena noche, el buen comer y beber. Cuando pudieres haberlo, no lo dejes. Piérdase lo que se perdiere. No llores tú la hacienda que tu amo heredó, que esto te llevarás de este mundo, pues no le tenemos más de por nuestra vida. ¡Oh hijo mÃo Pármeno, que bien te puedo decir hijo, pues tanto tiempo te crié! Toma mi consejo, pues sale con limpio deseo de verte en alguna honra. ¡Oh cuán dichosa me hallarÃa en que tú y Sempronio estuvieseis muy conformes, muy amigos, hermanos en todo, viéndoos venir a mi pobre casa a holgar, a verme y aun a desenojaros con sendas muchachas!
PÃRMENO.- ¿Muchachas, madre mÃa?
CELESTINA.- ¡Alahé!, muchachas digo, que viejas, harto me soy yo. Cual se la tiene Sempronio, y aun sin haber tanta razón ni tenerle tanta afición como a ti, que de las entrañas me sale cuanto te digo.
PÃRMENO.- Señora, no vivas engañada.
CELESTINA.- Y aunque lo viva, no me pena mucho, que también lo hago por amor de Dios y por verte solo en tierra ajena, y más por aquellos huesos de quien te me encomendó. Que tú serás hombre y vendrás en conocimiento verdadero y dirás: «la vieja Celestina bien me consejaba».
PÃRMENO.- Y aun ahora lo siento, aunque soy mozo, que, aunque hoy veÃas que aquello decÃa, no era porque me pareciese mal lo que tú hacÃas, pero porque veÃa que le consejaba yo lo cierto y me daba malas gracias. Pero de aquà adelante demos tras él. Haz de las tuyas, que yo callaré, que ya tropecé en no te creer cerca de este negocio con él.
CELESTINA.- Cerca de éste y de otros tropezarás y caerás mientras no tomares mis consejos, que son de amiga verdadera.
PÃRMENO.- Ahora doy por bien empleado el tiempo que siendo niño te servÃ, pues tanto fruto trae para la mayor edad. Y rogaré a Dios por el ánima de mi padre, que tal tutriz me dejó, y de mi madre, que a tal mujer me encomendó.
CELESTINA.- No me la nombres, hijo, por Dios, que se me hinchen los ojos de agua. ¿Y tuve yo en este mundo otra tal amiga? ¿Otra tal compañera? ¿Tal aliviadora de mis trabajos y fatigas? ¿Quién suplÃa mis faltas? ¿Quién sabÃa mis secretos? ¿A quién descubrÃa mi corazón? ¿Quién era todo mi bien y descanso, sino tu madre, más que mi hermana y comadre? ¡Oh qué graciosa era! ¡Oh qué desenvuelta, limpia, varonil! Tan sin pena ni temor se andaba a media noche de cimenterio en cimenterio, buscando aparejos para nuestro oficio, como de dÃa. Ni dejaba cristianos ni moros ni judÃos, cuyos enterramientos no visitaba. De dÃa los acechaba, de noche los desenterraba. Asà se holgaba con la noche oscura como tú con el dÃa claro; decÃa que aquélla era capa de pecadores. Pues veas qué maña no tenÃa con todas las otras gracias. Una cosa te diré, por que veas qué madre perdiste, aunque era para callar. Pero contigo todo pasa. Siete dientes quitó a un ahorcado con unas tenacicas de pelar cejas, mientras yo le descalcé los zapatos. Pues entraba en un cerco mejor que yo y con más esfuerzo, aunque yo tenÃa harta buena fama, más que ahora, que por mis pecados todo se olvidó con su muerte. ¿Qué más quieres,sino que los mismos diablos le habÃan miedo? Atemorizados y espantados los tenÃa con las crudas voces que les daba. Asà era de ellos conocida como tú en tu casa. Tumbando venÃan unos sobre otros a su llamado. No le osaban decir mentira, según la fuerza con que los apremiaba. Después que la perdÃ, jamás les oà verdad.
PÃRMENO.- No la medre Dios más a esta vieja, que ella me da placer con estos loores de sus palabras.
CELESTINA.- ¿Qué dices, mi honrado Pármeno, mi hijo y más que hijo?
PÃRMENO.- Digo que, ¿cómo tenÃa esa ventaja mi madre, pues las palabras que ella y tú decÃais eran todas unas?
CELESTINA.- ¿Cómo? ¿Y de eso te maravillas? ¿No sabes que dice el refrán «que mucho va de Pedro a Pedro»? Aquella gracia de mi comadre no la alcanzábamos todas. ¿No has visto en los oficios unos buenos y otros mejores? Asà era tu madre, que Dios haya, la prima de nuestro oficio y por tal era de todo el mundo conocida y querida, asà de caballeros como clérigos, casados, viejos, mozos y niños. Pues mozas y doncellas asà rogaban a Dios por su vida, como de sus mismos padres. Con todos tenÃa que hacer, con todos hablaba. Si salÃamos por la calle, cuantos topábamos eran sus ahijados, que fue su principal oficio partera dieciséis años. Asà que, aunque tú no sabÃas sus secretos por la tierna edad que habÃas, ahora es razón que los sepas, pues ella es finada y tú hombre.
PÃRMENO.- Dime, señora, cuando la justicia te mandó prender, estando yo en tu casa, ¿tenÃais mucho conocimiento?
CELESTINA.- ¿Si tenÃamos me dices? Como por burla juntas lo hicimos, juntas nos sintieron, juntas nos prendieron y acusaron, juntas nos dieron la pena esa vez, que creo fue la primera. Pero muy pequeño eras tú. Yo me espanto cómo te acuerdas, que es cosa que más olvidada está en la ciudad. Cosas son que pasan por el mundo. Cada dÃa verás quien peque y pague si sales a ese mercado.
PÃRMENO.- Verdad es, pero del pecado lo peor es la perseverancia, que asà como el primer movimiento no es mano del hombre, asà el primero yerro, do dicen que «quien yerra se enmienda, etc.».
CELESTINA.- Lastimásteme, don loquillo. ¿A las verdades nos andamos? Pues espera, que yo te tocaré donde te duela.
PÃRMENO.- ¿Qué dices, madre?
CELESTINA.- Hijo, digo que sin aquélla prendieron cuatro veces a tu madre, que Dios haya, sola. Y aun la una le levantaron que era bruja, porque la hallaron de noche con unas candelillas cogiendo tierra de una encrucijada, y la tuvieron medio dÃa en una escalera en la plaza, puesto uno como rocadero pintado en la cabeza. Pero no fue nada. Algo han de sufrir los hombres en este triste mundo para sustentar sus vidas y honras. Y mira en cuán poco lo tuvo con su buen seso, que ni por eso dejó de aquà en adelante de usar mejor su oficio. Esto ha venido por lo que decÃas del perseverar en lo que una vez se yerra. En todo tenÃa gracia, que en Dios y en mi conciencia, aun en aquella escalera estaba y parecÃa que a todos los de bajo no tenÃa en una blanca, según su meneo y presencia. Asà que los que algo son como ella, y saben, y valen, son los que más presto yerran. Verás quién fue Virgilio y qué tanto supo, mas ya habrás oÃdo cómo estuvo en un cesto colgado de una torre, mirándolo toda Roma. Pero por eso no dejó de ser honrado ni perdió el nombre de Virgilio.
PÃRMENO.- Verdad es lo que dices, pero eso no fue por justicia.
CELESTINA.- ¡Calla, bobo! Poco sabes de achaque de iglesia y cuánto es mejor por mano de justicia que de otra manera. SabÃalo mejor el cura, que Dios haya, que, viniéndola a consolar, dijo que la Santa Escritura tenÃa que bienaventurados eran los que padecÃan persecución por la justicia, y que aquéllos poseerÃan el reino de los cielos. Mira si es mucho pasar algo en este mundo por gozar de la gloria del otro. Y más que, según todos decÃan, a tuerto y sin razón y con falsos testigos y recios tormentos la hicieron aquella vez confesar lo que no era. Pero con su buen esfuerzo, y como el corazón avezado a sufrir hace las cosas más leves de lo que son, todo lo tuvo en nada, que mil veces le oÃa decir: «si me quebré el pie, fue por mi bien, porque soy más conocida que antes». Asà que todo esto pasó tu buena madre acá, debemos creer que le darÃa Dios buen pago allá, si es verdad lo que nuestro cura nos dijo, y con esto me consuelo. Pues seme tú, como ella, amigo verdadero y trabaja por ser bueno, pues tienes a quien parezcas, que lo que tu padre te dejó a buen seguro lo tienes.
PÃRMENO.- Ahora dejemos los muertos y las herencias. Hablemos en los presentes negocios, que nos va más que en traer los pasados a la memoria. Bien se te acordará no ha mucho que me prometiste que me harÃas haber a Areúsa cuando en mi casa te dije cómo morÃa por sus amores.
CELESTINA.- Sà te lo prometÃ. No lo he olvidado ni creas que he perdido con los años la memoria, que más de tres jaques he recibido de mà sobre ello en tu ausencia. Ya creo que estará bien madura. Vamos de camino por casa, que no se podrá escapar de mate, que esto es lo menos que yo por ti tengo de hacer.
PÃRMENO.- Yo ya desconfiaba de la poder alcanzar, porque jamás podÃa acabar con ella que me esperase a poderle decir una palabra. Y, como dicen, «mala señal es de amor huir y volver la cara». SentÃa en mà gran desfucia de esto.
CELESTINA.- No tengo en mucho tu desconfianza, no me conociendo ni sabiendo, como ahora, que tienes tan de tu mano la maestra de estas labores. Pues ahora verás cuánto por mi causa vales, cuánto con las tales puedo, cuánto sé en casos de amor. Anda paso. ¿Ves aquà su puerta? Entremos quedo, no nos sientan sus vecinas. Atiende y espera debajo de esta escalera. Subiré yo a ver qué se podrá hacer sobre lo hablado, y por ventura haremos más que tú ni yo traemos pensado.
AREÚSA.- ¿Quién anda ah� ¿Quién sube a tal hora en mi cámara?
CELESTINA.- Quien no te quiere mal, por cierto; quien nunca da paso que no piense en tu provecho; quien tiene más memoria de ti que de sà misma: una enamorada tuya, aunque vieja.
AREÚSA.- ¡Válgala el diablo a esta vieja, con qué viene como estantigua a tal hora! TÃa, señora, ¿qué buena venida es ésta tan tarde? Ya me desnudaba para acostar.
CELESTINA.- ¿Con las gallinas, hija? Asà se hará la hacienda. ¡Andar, pase! Otro es el que ha de llorar las necesidades, que no tú. Hierba pace quien lo cumple. Tal vida quienquiera se la querrÃa.
AREÚSA.- ¡Jesú! Quiérome tornar a vestir, que he frÃo.
CELESTINA.- No harás, por mi vida, sino éntrate en la cama, que desde allà hablaremos.
AREÚSA.- Asà goce de mÃ, pues que lo he bien menester, que me siento mala hoy todo el dÃa. Asà que necesidad, más que vicio, me hizo tomar con tiempo las sábanas por faldetas.
CELESTINA.- Pues no estés asentada, acuéstate y métete debajo de la ropa, que pareces serena. ¡Ay, cómo huele toda la ropa en bulléndote! A osadas, que está todo a punto. Siempre me pagué de tus cosas y hechos, de tu limpieza y atavÃo. ¡Fresca que estás! ¡BendÃgate Dios! ¡Qué sábanas y colcha! ¡Qué almohadas! ¡Y qué blancura! Tal sea mi vejez, cual todo me parece. Perla de oro, verás si te quiere bien quien te visita a tales horas. Déjame mirarte toda a mi voluntad, que me huelgo.
AREÚSA.- Paso, madre. No llegues a mÃ, que me haces cosquillas y provócasme a reÃr, y la risa acreciéntame el dolor.
CELESTINA.- ¿Qué dolor, mis amores? ¿Búrlaste, por mi vida, conmigo?
AREÚSA.- Mal gozo vea de mà si burlo, sino que ha cuatro horas que muero de la madre, que la tengo subida en los pechos, que me quiere sacar de este mundo. Que no soy tan vieja como piensas.
CELESTINA.- Pues dame lugar, tentaré, que aun algo sé yo de este mal por mi pecado, que cada una se tiene su madre y zozobras de ella.
AREÚSA.- Más arriba la siento, sobre el estómago.
CELESTINA.- ¡BendÃgate Dios y señor San Miguel Ãngel! ¡Y qué gorda y fresca que estás! ¡Qué pechos y qué gentileza! Por hermosa te tenÃa hasta ahora, viendo lo que todos podÃan ver, pero ahora te digo que no hay en la ciudad tres cuerpos tales como el tuyo, en cuanto yo conozco. No parece que hayas quince años. ¡Oh quién fuera hombre y tanta parte alcanzara de ti para gozar tal vista! Por Dios, pecado ganas en no dar parte de estas gracias a todos los que bien te quieren, que no te las dio Dios para que posasen en balde por el frescor de tu juventud debajo de seis dobleces de paño y lienzo. Cata que no seas avarienta de lo que poco te costó. No atesores tu gentileza, pues es de su natura tan comunicable como el dinero. No seas el perro del hortelano, y pues tú no puedes de ti propia gozar, goce quien puede. Que no creas que en balde fuiste criada, que, cuando nace ella, nace él, y, cuando él, ella. Ninguna cosa hay criada al mundo superflua ni que con acordada razón no proveyese de ella natura. Mira que es pecado fatigar y dar pena a los hombres pudiéndolos remediar.
AREÚSA.- Alábame ahora, madre, y no me quiere ninguno. Dame algún remedio para mi mal y no estés burlando de mÃ.
CELESTINA.- De este tan común dolor todas somos, ¡mal pecado!, maestras. Lo que he visto a muchas hacer y lo que a mà siempre aprovecha te diré. Porque, como las calidades de las personas son diversas, asà las melecinas hacen diversas sus operaciones y diferentes. Todo olor fuerte es bueno, asà como poleo, ruda, ajenjos, humo de plumas de perdiz, de romero, de mosquete, de incienso. Recibida con mucha diligencia, aprovecha y afloja el dolor y vuelve poco a poco la madre a su lugar. Pero otra cosa hallaba yo siempre mejor que todas, y ésta no te quiero decir, pues tan santa te me haces.
AREÚSA.- ¿Qué, por mi vida, madre? ¿Vesme penada y encúbresme la salud?
CELESTINA.- ¡Anda, que bien me entiendes! No te hagas boba.
AREÚSA.- ¡Ya, ya! Mala landre me mate si te entendÃa. Pero, ¿qué quieres que haga? Sabes que se partió ayer aquel mi amigo con su capitán a la guerra. ¿HabÃa de hacerle ruindad?
CELESTINA.- ¡Verás y qué daño y qué gran ruindad!
AREÚSA.- Por cierto, sà serÃa, que me da todo lo que he menester, tiéneme honrada, favoréceme y trátame como si fuese su señora.
CELESTINA.- Pero, aunque todo eso sea, mientras no parieres, nunca te faltará este mal de ahora, de lo cual él debe ser causa. Y si no crees en dolor, cree en color, y verás lo que viene de su sola compañÃa.
AREÚSA.- No es sino mi mala dicha, maldición mala que mis padres me echaron. ¿Qué, no está ya por probar todo eso? Pero dejemos eso, que es tarde, y dime a qué fue tu buena venida.
CELESTINA.- Ya sabes lo que de Pármeno te hube dicho. Quéjaseme que aun verle no le quieres. No sé por qué, sino porque sabes que le quiero yo bien y le tengo por hijo. Pues por cierto, de otra manera miro yo tus cosas, que hasta tus vecinas me parecen bien, y se me alegra el corazón cada vez que las veo, porque sé que hablan contigo.
AREÚSA.- ¿No vives, tÃa señora, engañada?
CELESTINA.- No lo sé. A las obras creo, que las palabras de balde las venden dondequiera. Pero el amor nunca se paga sino con puro amor, y las obras con las obras. Ya sabes el deudo que hay entre ti y Elicia, la cual tiene Sempronio en mi casa. Pármeno y él son compañeros, sirven a este señor que tú conoces y por quien tanto favor podrás tener. No niegues lo que tan poco hacer te cuesta. Vosotras, parientas; ellos, compañeros: mira cómo viene mejor medido que lo queremos. Aquà viene conmigo, verás si quieres que suba.
AREÚSA.- ¡Amarga de mÃ! ¿Si nos ha oÃdo?
CELESTINA.- No, que abajo queda. Quiérole hacer subir. Reciba tanta gracia que lo conozcas, y hables, y muestres buena cara. Y si tal te pareciere, goce él de ti y tú de él, que, aunque él gane mucho, tú no pierdes nada.
AREÚSA.- Bien tengo, señora, conocimiento cómo todas tus razones, éstas y las pasadas, se enderezan en mi provecho. Pero, ¿cómo quieres que haga tal cosa? Que tengo a quien dar cuenta, como has oÃdo, y, si soy sentida, matarme ha. Tengo vecinas envidiosas. Luego lo dirán. Asà que, aunque no haya más mal de perderlo, será más que ganaré en agradar al que me mandas.
CELESTINA.- Eso que temes yo lo proveà primero, que muy paso entramos.
AREÚSA.- No lo digo por esta noche, sino por otras muchas.
CELESTINA.- ¿Cómo? ¿Y de ésas eres? ¿De esa manera te tratas? Nunca tú harás casa con sobrado. Ausente le has miedo; ¿qué harÃas si estuviese en la ciudad? En dicha me cabe que jamás ceso de dar consejos a bobos, - [D VIIIv] - y todavÃa hay quien yerre. Pero no me maravillo, que es grande el mundo y pocos los experimentados. ¡Ay, ay!, hija, si vieses el saber de tu prima y qué tanto le ha aprovechado mi crianza y consejos, y qué gran maestra está. Y aun que no se halla ella mal con mis castigos, que uno en la cama y otro en la puerta, y otro que suspira por ella en su casa, se precia de tener. Y con todos cumple y a todos muestra buena cara, y todos piensan que son muy queridos. Y cada uno piensa que no hay otro, y que él solo es privado, y él solo es el que le da lo que ha menester. Y tú temes que, con dos que tengas, las tablas de la cama lo han de descubrir. ¿De una sola gotera te mantienes? ¡No te sobrarán muchos manjares! ¡No quiero arrendar tus escamochos! Nunca uno me agradó, nunca en uno puse toda mi afición. Más pueden dos, y más cuatro, y más dan y más tienen, y más hay en qué escoger. No hay cosa más perdida, hija, que el mur que no sabe sino un horado. Si aquél le tapan, no habrá donde se esconda del gato. Quien no tiene sino un ojo, mira a cuánto peligro anda. Una ánima sola, ni canta ni llora. Un solo acto no hace hábito. Un fraile solo pocas veces lo encontrarás por la calle. Una perdiz sola por maravilla vuela. Un manjar solo continuo, presto pone hastÃo. Una golondrina no hace verano. Un testigo solo no es entera fe. Quien sola una ropa tiene, presto la envejece. ¿Qué quieres, hija, de este número uno? Más inconvenientes te diré de él que años tengo a cuestas. Ten siquiera dos, que es compañÃa loable, como tienes dos orejas, dos pies y dos manos, dos sábanas en la cama, como dos camisas para remudar. Y si más quisieres, mejor te irá, que, mientras más moros, más ganancia; que honra sin provecho no es sino como anillo en el dedo. Y pues entrambos no caben en un saco, acoge la ganancia. Sube, hijo Pármeno.
AREÚSA.- ¡No suba! ¡Landre me mate!, que me fino de empacho, que no le conozco, siempre hube vergüenza de él.
CELESTINA.- Aquà estoy yo, que te la quitaré y cubriré y hablaré por entrambos, que otro tan empachado es él.
PÃRMENO.- Señora, Dios salve tu graciosa presencia.
AREÚSA.- Gentilhombre, buena sea tu venida.
CELESTINA.- Llégate acá, asno. ¡A dónde te vas allá a asentar al rincón! No seas empachado, que al hombre vergonzoso el diablo le trajo a palacio. OÃdme entrambos lo que digo. Ya sabes tú, Pármeno amigo, lo que te prometÃ, y tú, hija mÃa, lo que te tengo rogado, dejada aparte la dificultad con que me lo has concedido. Pocas razones son necesidades, porque el tiempo no lo padece. Él ha siempre vivido penado por ti; pues, viendo su pena, sé que no le querrás matar y aun conozco que él te parece tal que no será malo para quedarse acá esta noche en casa.
AREÚSA.- Por mi vida, madre, que tal no se haga. ¡Jesú!, no me lo mandes.
PÃRMENO.- Madre mÃa, por amor de Dios, que no salga yo de aquà sin buen concierto, que me ha muerto de amores su vista. Ofrécele cuanto mi padre te dejó para mÃ. Dile que le daré cuanto tengo. -E [Ir]- ¡Ea!, dÃselo, que me parece que no me quiere mirar.
AREÚSA.- ¿Qué te dice ese señor a la oreja? ¿Piensa que tengo de hacer nada de lo que pides?
CELESTINA.- No dice, hija, sino que se huelga mucho con tu amistad, porque eres persona tan honrada en quien cualquier beneficio cabrá bien. Llégate acá, negligente, vergonzoso, que quiero ver para cuánto eres antes que me vaya. Retózala en esta cama.
AREÚSA.- No será él tan descortés que entre en lo vedado sin licencia.
CELESTINA.- ¿En cortesÃas y licencias estás? No espero más aquà yo, fiadora que tú amanezcas sin dolor y él sin color. Mas como es un putillo gallillo barbiponiente, entiendo que en tres noches no se le demude la cresta. De éstos me mandaban a mà comer en mi tiempo los médicos de mi tierra, cuando tenÃa mejores dientes.
AREÚSA.- ¡Ay, señor mÃo, no me trates de tal manera! Ten mesura, por cortesÃa, mira las canas de aquella vieja honrada, que están presentes. QuÃtate allá, que no soy de aquellas que piensas. No soy de las que públicamente están a vender sus cuerpos por dinero. Asà goce de mÃ, de casa me salga, si hasta que Celestina mi tÃa sea ida a mi ropa tocas.
CELESTINA.- ¿Qué es esto, Areúsa? ¿Qué son estas extrañezas y esquivedad, estas novedades y retraimiento? Parece, hija, que no sé yo qué cosa es esto, que nunca vi estar un hombre con una mujer juntos, y que jamás pasé por ello ni gocé de lo que gozas, y que no sé lo que pasan y lo que dicen y hacen. ¡Guay de quien tal oye como yo! Pues avÃsote, de tanto, que fui errada como tú y tuve amigos, pero nunca el viejo ni la vieja echaba de mi lado, ni su consejo en público ni en mis secretos. Para la muerte que a Dios debo, más quisiera una gran bofetada en mitad de mi cara. Parece que ayer nacÃ, según tu encubrimiento. Por hacerte a ti honesta, me haces a mà necia y vergonzosa, y de poco secreto y sin experiencia. Y me amenguas en mi oficio por alzar a ti en el tuyo. Pues, de cosario a cosario, no se pierden sino los barriles. Más te alabo yo detrás que tú te estimas delante.
AREÚSA.- Madre, si erré, haya perdón, y llégate más acá, y él haga lo que quisiere, que más quiero tener a ti contenta que no a mÃ; antes me quebraré un ojo que enojarte.
CELESTINA.- No tengo ya enojo, pero dÃgotelo para adelante. Quedaos a Dios, que voyme sólo porque me hacéis dentera con vuestro besar y retozar, que aún el sabor en las encÃas me quedó, no lo perdà con las muelas.
AREÚSA.- Dios vaya contigo.
PÃRMENO.- Madre, ¿mandas que te acompañe?
CELESTINA.- SerÃa quitar a un santo por poner en otro. Acompáñeos Dios, que yo vieja soy, no he temor que me fuercen en la calle.
ELICIA.- El perro ladra. ¿Si viene este diablo de vieja?
CELESTINA.- Ta, ta, ta.
ELICIA.- ¿Quién es? ¿Quién llama?
CELESTINA.- Bájame a abrir, hija.
ELICIA.- Éstas son tus venidas. Andar de noche es tu placer. ¿Por qué lo haces? ¿Qué larga estada fue ésta, madre? Nunca sales para volver a casa, por costumbre lo tienes. Cumpliendo -E [Iv]- con uno, dejas ciento descontentos. Que has sido hoy buscada del padre de la desposada que llevaste el dÃa de Pascua al racionero; que la quiere casar de aquà a tres dÃas y es menester que la remedies, pues que se lo prometiste, para que no sienta su marido la falta de la virginidad.
CELESTINA.- No me acuerdo, hija, por quién dices.
ELICIA.- ¿Cómo no te acuerdas? Desacordada eres, cierto. ¡Oh cómo caduca la memoria! Pues, por cierto, tú me dijiste, cuando la llevabas, que la habÃas renovado siete veces.
CELESTINA.- No te maravilles, hija, que quien en muchas partes derrama su memoria, en ninguna la puede tener. Pero dime si tornará.
ELICIA.- ¡Mira si tornará! Tiénete dado una manilla de oro en prendas de tu trabajo, ¿y no habÃa de venir?
CELESTINA.- ¿La de la manilla es? Ya sé por quién dices. ¿Por qué tú no tomabas el aparejo y comenzabas a hacer algo? Pues en aquellas tales te habÃas de avezar y de probar, de cuantas veces me lo has visto hacer. Si no, ¡ay!, te estarás toda tu vida hecha bestia sin oficio ni renta. Y cuando seas de mi edad, llorarás la holgura de ahora, que la mocedad ociosa acarrea la vejez arrepentida y trabajosa. HacÃalo yo mejor cuando tu abuela, que Dios haya, me mostraba este oficio, que, a cabo de un año, sabÃa más que ella.
ELICIA.- No me maravillo, que muchas veces, como dicen, al maestro sobrepuja el buen discÃpulo. Y no va esto sino en la gana con que se aprende. Ninguna esciencia es bien empleada en el que no le tiene afición. Yo le tengo a este oficio odio, tú mueres tras ello.
CELESTINA.- Tú te lo dirás todo. Pobre vejez quieres. ¿Piensas que nunca has de salir de mi lado?
ELICIA.- Por Dios, dejemos enojo y al tiempo el consejo. Hayamos mucho placer. Mientras hoy tuviéremos de comer no pensemos en mañana. También se muere el que mucho allega como el que pobremente vive, y el doctor como el pastor, y el Papa como el sacristán, y el señor como el siervo, y el de alto linaje como el bajo. Y tú con oficio, como yo sin ninguno, no habemos de vivir para siempre. Gocemos y holguemos, que la vejez pocos la ven, y de los que la ven, ninguno murió de hambre. No quiero en este mundo sino dÃa y victo y parte en paraÃso. Aunque los ricos tienen mejor aparejo para ganar la gloria que quien poco tiene, no hay ninguno contento, no hay quien diga harto tengo, no hay ninguno que no trocase mi placer por sus dineros. Dejemos cuidados ajenos y acostémonos, que es hora, que más me engordará un buen sueño sin temor que cuanto tesoro hay en Venecia.
Acto VIII
ARGUMENTO DEL OCTAVO ACTO
La mañana viene. Despierta Pármeno. Despedido de Areúsa, va para casa de Calisto, su señor. Halló a la puerta a Sempronio. Conciertan su amistad. Van juntos a la cámara de Calisto. Hállanle hablando consigo mismo. Levantado, va a la iglesia.
SEMPRONIO, PÃRMENO, AREÚSA, CALISTO.
PÃRMENO.- ¿Amanece o qué es esto, que tanta claridad está en esta cámara?
AREÚSA.- ¡Qué amanecer! Duerme, señor, que aún ahora nos acostamos. No he yo pegado bien los ojos, ¿ya habÃa de ser de dÃa? Abre, por Dios, esa ventana de tu cabecera y verlo has.
PÃRMENO.- En mi seso estoy yo, señora, que es de dÃa claro, en ver entrar luz entre las puertas. ¡Oh, traidor de mÃ, en qué gran falta he caÃdo con mi amo! De mucha pena soy digno. ¡Oh, qué tarde que es!
AREÚSA.- ¿Tarde?
PÃRMENO.- ¡Y muy tarde!
AREÚSA.- Pues, asà gocé de mi alma, no se me ha quitado el mal de la madre. No sé cómo pueda ser.
PÃRMENO.- Pues, ¿qué quieres, mi vida?
AREÚSA.- Que hablemos en mi mal.
PÃRMENO.- Señora mÃa, si lo hablado no basta, lo que más es necesario me perdona, porque es ya mediodÃa. Si voy más tarde, no seré bien recibido de mi amo. Yo vendré mañana y cuantas veces después mandares, que por eso hizo Dios un dÃa tras otro, por que lo que el uno no bastase, se cumpliese en otro. Y aun por que más nos veamos, reciba de ti esta gracia: que te vayas hoy a las doce del dÃa a comer con nosotros a su casa de Celestina.
AREÚSA.- Que me place de buen grado. Ve con Dios, junta tras ti la puerta.
PÃRMENO.- A Dios te quedes.
PÃRMENO.- ¡Oh placer singular! ¡Oh singular alegrÃa! ¿Cuál hombre es ni ha sido más bienaventurado que yo? ¿Cuál más dichoso y bienandante? ¡Que un tan excelente don sea por mà poseÃdo, y, cuan presto pedido, tan presto alcanzado! Por cierto, si las traiciones de esta vieja con mi corazón yo pudiese sufrir, de rodillas habÃa de andar a la complacer. ¿Con qué pagaré yo esto? ¡Oh alto Dios! ¿A quién contarÃa yo este gozo? ¿A quién descubrirÃa tan gran secreto? ¿A quién daré parte de mi gloria? Bien me decÃa la vieja que de ninguna prosperidad es buena la posesión sin compañÃa. El placer no comunicado no es placer. ¿Quién sentirÃa esta mi dicha como yo la siento? A Sempronio veo a la puerta de casa. -E IIv- Mucho ha madrugado. Trabajo tengo con mi amo, si es salido fuera. No será, que no es acostumbrado, pero como ahora no anda en su seso, no me maravillo que haya pervertido su costumbre.
SEMPRONIO.- Pármeno, hermano, si yo supiese aquella tierra donde se gana el sueldo durmiendo, mucho harÃa por ir allá, que no darÃa ventaja a ninguno. Tanto ganarÃa como otro cualquiera. Y, ¿cómo, holgazán, descuidado, fuiste para no tornar? No sé qué crea de tu tardanza, sino que te quedaste a escalentar la vieja esta noche o a rascarle los pies, como cuando chiquito.
PÃRMENO.- ¡Oh Sempronio, amigo y más que hermano! Por Dios, no corrompas mi placer, no mezcles tu ira con mi sufrimiento, no revuelvas tu descontentamiento con mi descanso, no agües con tan turbia agua el claro licor del pensamiento que traigo, no enturbies con tus envidiosos castigos y odiosas reprehensiones mi placer. RecÃbeme con alegrÃa y contarte he maravillas de mi buena andanza pasada.
SEMPRONIO.- Dilo, dilo. ¿Es algo de Melibea? ¿Hasla visto?
PÃRMENO.- ¡Qué de Melibea! Es de otra que yo más quiero, y aun tal que, si no estoy engañado, puede vivir con ella en gracia y hermosura. SÃ, que no se encerró el mundo y todas sus gracias en ella.
SEMPRONIO.- ¿Qué es esto, desvariado? ReÃrme querrÃa, sino que no puedo. ¿Ya todos amamos? El mundo se va a perder. Calisto a Melibea, yo a Elicia, tú, de envidia has buscado con quien perder ese poco de seso que tienes.
PÃRMENO.- ¿Luego locura es amar y yo soy loco y sin seso? Pues si la locura fuese dolores, en cada casa habrÃa voces.
SEMPRONIO.- Según tu opinión, sà eres, que yo te he oÃdo dar consejos vanos a Calisto y contradecir a Celestina en cuanto habla. Y, por impedir mi provecho y el suyo, huelgas de no gozar tu parte. Pues a las manos me has venido donde te podré dañar, y lo haré.
PÃRMENO.- No es, Sempronio, verdadera fuerza ni poderÃo dañar y empecer, mas aprovechar y guarecer, y muy mayor quererlo hacer. Yo siempre te tuve por hermano. No se cumpla, por Dios, en ti lo que se dice, que pequeña causa desparte conformes amigos. Muy mal me tratas. No sé dónde nazca este rencor. No me indignes, Sempronio, con tan lastimeras razones. Cata que es muy rara la paciencia que agudo baldón no penetre y traspase.
SEMPRONIO.- No digo mal en esto, sino que se eche otra sardina para el mozo de caballos, pues tú tienes amiga.
PÃRMENO.- Estás enojado. Quiérote sufrir, aunque más mal me trates, pues dicen que ninguna humana pasión es perpetua ni durable.
SEMPRONIO.- Más maltratas tú a Calisto, aconsejando a él lo que para ti huyes, diciendo que se aparte de amar a Melibea, hecho tablilla de mesón, que para sà no tiene abrigo y dale a todos. ¡Oh Pármeno! Ahora podrás ver cuán fácil cosa es reprehender vida ajena y cuán duro guardar cada cual la suya. No digo más, pues tú eres testigo, y de aquà adelante veremos cómo te has, pues ya tienes tu escudilla como cada cual. Si tú mi amigo fueras, en la necesidad que de ti tuve me habÃas de favorecer, y ayudar a Celestina en mi provecho, que no hincar un clavo de malicia a cada palabra. Sabe que, como la hez de la taberna despide a los borrachos, asà la adversidad o necesidad al fingido amigo. Luego se descubre el falso metal, dorado por encima.
PÃRMENO.- OÃdo lo habÃa decir y por experiencia lo veo: nunca venir placer sin contraria zozobra en esta triste vida. A los alegres, serenos y claros soles, nublados oscuros y pluvias vemos suceder; a los solaces y placeres, dolores y muertes los ocupan; a las risas y deleites, llantos y lloros y pasiones mortales los siguen; finalmente, a mucho descanso y sosiego, mucho pesar y tristeza. ¿Quién podrá tan alegre venir como yo ahora? ¿Quién tan triste recibimiento padecer? ¿Quién verse, como yo me vi, con tanta gloria alcanzada con mi querida Areúsa? ¿Quién caer de ella siendo tan mal tratado tan presto, como yo de ti? Que no me has dado lugar a poderte decir cuánto soy tuyo, cuánto te he de favorecer en todo, cuánto soy arrepiso de lo pasado, cuántos consejos y castigos buenos he recibido de Celestina en tu favor y provecho y de todos; cómo, pues este juego de nuestro amo y Melibea está entre las manos, podemos ahora medrar o nunca.
SEMPRONIO.- Bien me agradan tus palabras, si tales tuvieses las obras, a las cuales espero para haberte de creer. Pero, por Dios, me digas qué es eso que dijiste de Areúsa. Parece que conoces tú a Areúsa, su prima de Elicia.
PÃRMENO.- Pues, ¿qué es todo el placer que traigo, sino haberla alcanzado?
SEMPRONIO.- ¡Cómo se lo dice el bobo, de risa no puede hablar! ¿A qué llamas haberla alcanzado? ¿Estaba a alguna ventana o qué es eso?
PÃRMENO.- A ponerla en duda si queda preñada o no.
SEMPRONIO.- Espantado me tienes. Mucho puede el continuo trabajo; una continua gotera horada una piedra.
PÃRMENO.- Verás qué tan continuo, que ayer lo pensé, ya la tengo por mÃa.
SEMPRONIO.- ¡La vieja anda por ahÃ!
PÃRMENO.- ¿En qué lo ves?
SEMPRONIO.- Que ella me habÃa dicho que te querÃa mucho y que te la harÃa haber. Dichoso fuiste, no hiciste sino llegar y recaudar. Por esto dicen más vale a quien Dios ayuda, que quien mucho madruga. Pero tal padrino tuviste...
PÃRMENO.- Di madrina, que es más cierto. Asà que quien a buen árbol se arrima... Tarde fui, pero temprano recaudé. ¡Oh hermano!, ¿qué te contarÃa de sus gracias de aquella mujer, de su habla y hermosura de cuerpo? Pero quede para más oportunidad.
SEMPRONIO.- ¿Puede ser sino prima de Elicia? No me dirás tanto, cuanto estotra no tenga más. Todo te creo. Pero, ¿qué te cuesta? ¿Hasle dado algo?
PÃRMENO.- No, cierto. Mas, aunque hubiera, era bien empleado. De todo bien es capaz. En tanto son las tales tenidas cuanto caras son compradas; tanto valen cuanto cuestan. Nunca mucho costó poco, sino a mà esta señora. A comer la convidé para casa de Celestina y, si te place, vamos todos allá.
SEMPRONIO.- ¿Quién, hermano?
PÃRMENO.- Tú y ella, y allá está la vieja, y Elicia. Habremos placer.
SEMPRONIO.- ¡Oh Dios, y cómo me has alegrado! Franco eres, nunca te faltaré. Como te tengo por hombre, como creo que Dios te ha de hacer bien, todo el enojo que de tus pasadas -E IIIv- hablas tenÃa, se me ha tornado en amor. No dudo ya tu confederación con nosotros ser la que debe. Abrazarte quiero. Seamos como hermanos. ¡Vaya el diablo para ruin...! Sea lo pasado cuestión de San Juan, y asà paz para todo el año, que las iras de los amigos siempre suelen ser reintegración del amor. Comamos y holguemos, que nuestro amo ayunará por todos.
PÃRMENO.- ¿Y qué hace el desesperado?
SEMPRONIO.- Allà está tendido en el estrado cabe la cama, donde le dejaste anoche, que ni ha dormido ni está despierto. Si allá entro, ronca; si me salgo, canta o devanea. No le tomo tiento si con aquello pena o descansa.
PÃRMENO.- ¿Qué dices? ¿Y nunca me ha llamado ni ha tenido memoria de mÃ?
SEMPRONIO.- No se acuerda de sÃ, ¿acordarse ha de ti?
PÃRMENO.- Aun hasta en esto me ha corrido buen tiempo. Pues asà es, mientras recuerda, quiero enviar la comida, que la aderecen.
SEMPRONIO.- ¿Qué has pensado enviar para que aquellas loquillas te tengan por hombre cumplido, bien criado y franco?
PÃRMENO.- En casa llena, presto se adereza cena. De lo que hay en la despensa basta para no caer en falta: pan blanco, vino de Monviedro, un pernil de tocino; y más seis pares de pollos que trajeron estotro dÃa los renteros de nuestro amo, que si los pidiere, harele creer que los ha comido; y las tórtolas que mandó para hoy guardar diré que hedÃan. Tú serás testigo. Tendremos manera como a él no haga mal lo que de ellas comiere, y nuestra mesa esté como es razón. Y allá hablaremos más largamente en su daño y nuestro provecho con la vieja cerca de estos amores.
SEMPRONIO.- ¡Más dolores!, que por fe tengo que de muerto o loco no escapa esta vez. Pues que asà es, despacha. Subamos a ver qué hace.
CALISTO
En gran peligro me veo:
en mi muerte no hay tardanza,
pues que me pide el deseo
lo que me niega esperanza.
PÃRMENO.- Escucha, escucha, Sempronio. Trovando está nuestro amo.
SEMPRONIO.- ¡Oh hideputa, él trovador! El gran AntÃpater Sidonio, el gran poeta Ovidio, los cuales de improviso se les venÃan las razones metrificadas a la boca. ¡SÃ, sÃ, de ésos es! ¡Trovará el diablo! Está devaneando entre sueños.
CALISTO
Corazón, bien se te emplea
que penes y vivas triste,
pues tan presto te venciste
del amor de Melibea.
PÃRMENO.- ¿No digo yo que trova?
CALISTO.- ¿Quién habla en la sala? ¡Mozos!
PÃRMENO.- Señor.
CALISTO.- ¿Es muy noche? ¿Es hora de acostar?
PÃRMENO.- ¡Mas ya es, señor, tarde para levantar!
CALISTO.- ¿Qué dices, loco? ¿Toda la noche es pasada?
PÃRMENO.- Y aun harta parte del dÃa.
CALISTO.- Di, Sempronio, ¿miente ese desvariado que me hace creer que es de dÃa?
SEMPRONIO.- Olvida, señor, un poco a Melibea y verás la claridad, que con la mucha que en su gesto contemplas, no puedes ver de encandilado, como perdiz con la calderuela.
CALISTO.- Ahora lo creo, que tañen a misa. Daca mis ropas, iré a la Magdalena, rogaré a Dios aderece a Celestina y ponga en corazón a Melibea mi remedio o dé fin en breve a mis tristes dÃas.
SEMPRONIO.- No te fatigues tanto. No lo quieras todo en una hora, que no es de discretos desear con grande eficacia lo que se puede tristemente acabar. Si tú pides que se concluya en un dÃa lo que en un año serÃa harto, no es mucha tu vida.
CALISTO.- ¿Quieres decir que soy como el mozo del escudero gallego?
SEMPRONIO.- No mande Dios que tal cosa yo diga, que eres mi señor. Y demás de esto, sé que, como me galardonas el buen consejo, me castigarÃas lo mal hablado, aunque dicen que no es igual la alabanza del servicio o buena habla con la reprehensión y pena de lo mal hecho o hablado.
CALISTO.- No sé quién te avezó tanta filosofÃa, Sempronio.
SEMPRONIO.- Señor, no es todo blanco aquello que de negro no tiene semejanza; ni es todo oro cuanto amarillo reluce. Tus acelerados deseos, no medidos por razón, hacen parecer claros mis consejos. Quisieras tú ayer que te trajeran a la primera habla amanojada y envuelta en su cordón a Melibea, como si hubieras enviado por otra cualquiera mercadurÃa a la plaza, en que no hubiera más trabajo de llegar y pagarla. Da, señor, alivio al corazón, que en poco espacio de tiempo no cabe gran bienaventuranza. Un solo golpe no derriba un roble. ApercÃbete con sufrimiento, porque la prudencia es cosa loable y el apercibimiento resiste el fuerte combate.
CALISTO.- Bien has dicho, si la cualidad de mi mal lo consintiese.
SEMPRONIO.- ¿Para qué, señor, es el seso, si la voluntad priva a la razón?
CALISTO.- ¡Oh loco, loco! Dice el sano al doliente, «Dios te dé salud». No quiero consejo ni esperarte más razones, que más avivas y enciendes las llamas que me consumen. Yo me voy solo a misa y no tornaré a casa hasta que me llaméis, pidiéndome albricias de mi gozo con la buena venida de Celestina. Ni comeré hasta entonces, aunque primero sean los caballos de Febo apacentados en aquellos verdes prados que suelen, cuando han dado fin a su jornada.
SEMPRONIO.- Deja, señor, esos rodeos, deja esas poesÃas, que no es habla conveniente la que a todos no es común, la que todos no participan, la que pocos entienden. Di «aunque se ponga el sol» y sabrán todos lo que dices, y come alguna conserva con que tanto espacio de tiempo te sostengas.
CALISTO.- Sempronio, mi fiel criado, mi buen consejero, mi leal servidor, sea como a ti te parece, porque cierto tengo, según tu limpieza de servicio, quieres tanto mi vida como la tuya.
SEMPRONIO.- ¿Créeslo tú, Pármeno? Bien sé que no lo jurarÃas. Acuérdate, si fueres por conserva, apañes un bote para aquella gentecilla que nos va más y a buen entendedor... En la bragueta cabrá.
CALISTO.- ¿Qué dices, Sempronio?
SEMPRONIO.- Dije, señor, a Pármeno que fuese por una tajada de diacitrón.
PÃRMENO.- Hela aquÃ, señor.
CALISTO.- Daca.
SEMPRONIO.- Verás qué engullir hace el diablo. Entero lo quiere tragar por más aprisa hacer.
CALISTO.- El alma me ha tornado. Quedaos con Dios, hijos. Esperad la vieja e id por buenas albricias.
PÃRMENO.- ¡Allá irás con el diablo, tú y malos años, y en tal hora comieses el diacitrón como Apuleyo el veneno que lo convirtió en asno!
Acto IX
ARGUMENTO DEL NOVENO ACTO
Sempronio y Pármeno van a casa de Celestina, entre sà hablando. Llegados allá, hallan a Elicia y Areúsa. Pónense a comer, y entre comer riñe Elicia con Sempronio. Levántase de la mesa. Tórnanla apaciguar. Estando ellos todos entre sà razonando, viene Lucrecia, criada de Melibea, a llamar a Celestina que vaya a estar con Melibea.
SEMPRONIO,PÃRMENO, ELICIA, CELESTINA, AREÚSA, LUCRECIA.
SEMPRONIO.- Baja, Pármeno, nuestras capas y espadas, si te parece que es hora que vamos a comer.
PÃRMENO.- Vamos presto. Ya creo que se quejarán de nuestra tardanza. No por esta calle, sino por estotra, por que nos entremos por la iglesia y veremos si hubiere acabado Celestina sus devociones. Llevarla hemos de camino.
SEMPRONIO.- ¡A donosa hora ha de estar rezando!
PÃRMENO.- No se puede decir sin tiempo hecho lo que en todo tiempo se puede hacer.
SEMPRONIO.- Verdad es, pero mal conoces a Celestina. Cuando ella tiene que hacer, no se acuerda de Dios ni cura de santidades. Cuando hay qué roer en casa, sanos están los santos; cuando va a la iglesia con sus cuentas en la mano, no sobra el comer en casa. Aunque ella te crió, mejor conozco yo sus propiedades que tú. Lo que en sus cuentas reza es los virgos que tiene a cargo y cuántos enamorados hay en la ciudad, y cuántas mozas tiene encomendadas, y qué despenseros le dan ración, y cuál mejor, y cómo les llaman por nombre, por que cuando los encontrare no hable como extraña; y qué canónigo es más mozo y franco. Cuando menea los labios es fingir mentiras, ordenar cautelas para haber dinero: «Por aquà le entraré, esto me responderá, esto replicaré». Asà vive esta que nosotros mucho honramos.
PÃRMENO.- Más que eso sé yo; sino porque te enojaste esotro dÃa no quiero hablar, cuando lo dije a Calisto.
SEMPRONIO.- Aunque lo sepamos para nuestro provecho, no lo publiquemos para nuestro daño. Saberlo nuestro amo es echarla por quien es y no curar de ella. Dejándola, vendrá forzado otra, de cuyo trabajo no esperemos parte, como de ésta, que de grado o por fuerza nos dará de lo que le diere.
PÃRMENO.- Bien has dicho. Calla, que está abierta la puerta. En casa está. Llama antes que entres, que por ventura están revueltas y no querrán ser asà vistas.
SEMPRONIO.- Entra, no cures, que todos somos de casa. Ya ponen la mesa.
CELESTINA.- ¡Oh mis enamorados, mis perlas de oro! Tal me venga el año cual me parece vuestra venida.
PÃRMENO.- ¡Qué palabras tiene la noble! Bien ves, hermano, estos halagos fingidos.
SEMPRONIO.- Déjala, que de eso vive, que no sé quién diablos le mostró tanta ruindad.
PÃRMENO.- La necesidad y pobreza, la hambre, que no hay mejor maestra en el mundo, no hay mejor despertadora y avivadora de ingenios. ¿Quién mostró a las picazas y papagayos imitar nuestra propia habla con sus arpadas lenguas, nuestro órgano y voz, sino ésta?
CELESTINA.- ¡Muchachas, muchachas! ¡Bobas! Andad acá abajo, ¡presto, presto!, que están aquà dos hombres que me quieren forzar.
ELICIA.- ¡Mas nunca acá vinieran! ¡Y mucho convidar con tiempo, que ha tres horas que está aquà mi prima! Este perezoso de Sempronio habrá sido causa de la tardanza, que no ha ojos por do verme.
SEMPRONIO.- Calla, mi señora, mi vida, mis amores, que quien a otro sirve no es libre. Asà que sujeción me releva de culpa. No hayamos enojo, asentémonos a comer.
ELICIA.- ¡AsÃ, para asentar a comer, muy diligente! ¡A mesa puesta con tus manos lavadas y poca vergüenza!
SEMPRONIO.- Después reñiremos; comamos ahora. Asiéntate, madre Celestina, tú primero.
CELESTINA.- Asentaos vosotros, mis hijos, que harto lugar hay para todos, a Dios gracias. Tanto nos diesen del paraÃso cuando allá vamos. Poneos en orden, cada uno cabe la suya; yo, que estoy sola, pondré cabe mà este jarro y taza, que no es más mi vida de cuanto con ello hablo. Después que me fui haciendo vieja, no sé mejor oficio a la mesa que escanciar, porque quien la miel trata siempre se le pega de ella. Pues de noche, en invierno, no hay tal escalentador de cama. Que con dos jarrillos de éstos que beba, cuando me quiero acostar, no siento frÃo en toda la noche. De esto ahorro todos mis vestidos cuando viene la Navidad; esto me calienta la sangre; esto me sostiene contino en un ser; esto me hace andar siempre alegre; esto me para fresca; de esto vea yo sobrado en casa, que nunca temeré el mal año, que un cortezón de pan ratonado me basta para tres dÃas. Esto quita la tristeza del corazón más que el oro ni el coral; esto da esfuerzo al mozo y al viejo fuerza; pone color al descolorido; coraje al cobarde; al flojo diligencia; conforta los celebros; saca el frÃo del estómago; quita el hedor del anhélito; hace potentes los frÃos; hace sufrir los afanes de las labranzas; a los cansados segadores hace sudar toda agua mala; sana el romadizo y las muelas; sostiene sin heder en la mar, lo cual no hace el agua. Más propiedades te dirÃa de ello que todos tenéis cabellos. Asà que no sé quién no se goce en mentarlo. No tiene sino -E Vv- una tacha, que lo bueno vale caro y lo malo hace daño. Asà que, con lo que sana el hÃgado, enferma la bolsa. Pero todavÃa con mi fatiga busco lo mejor para eso poco que bebo, una sola docena de veces a cada comida. No me harán pasar de allà salvo si no soy convidada como ahora.
PÃRMENO.- Madre, pues tres veces dicen que es bueno y honesto todos los que escribieron.
CELESTINA.- Hijo, estará corrupta la letra, por «trece», «tres».
SEMPRONIO.- TÃa señora, a todos nos sabe bien, comiendo y hablando, porque después no habrá tiempo para entender en los amores de este perdido de nuestro amo y de aquella graciosa y gentil Melibea.
ELICIA.- ¡Apártateme allá, desabrido, enojoso! ¡Mal provecho te haga lo que comes, tal comida me has dado! Por mi alma, revesar quiero cuanto tengo en el cuerpo, de asco de oÃrte llamar a aquélla «gentil». ¡Mirad quién «gentil»! ¡Jesú, Jesú, y qué hastÃo y enojo es ver tu poca vergüenza! ¿A quién «gentil»? ¡Mal me haga Dios si ella lo es ni tiene parte de ello, sino que hay ojos que de lagañas se agradan! Santiguarme quiero de tu necedad y poco conocimiento. ¡Oh quién estuviese de gana para disputar contigo su hermosura y gentileza! ¿Gentil es Melibea? Entonces lo es, entonces acertarán cuando andan a pares los diez mandamientos. Aquella hermosura, por una moneda se compra de la tienda. Por cierto, que conozco yo en la calle donde ella vive cuatro doncellas en quien Dios más repartió su gracia que no en Melibea, que si algo tiene de hermosura es por buenos atavÃos que trae. Ponedlos a un palo, ¿también diréis que es «gentil»? Por mi vida, que no lo digo por alabarme, mas creo que soy tan hermosa como vuestra Melibea.
AREÚSA.- Pues no la has tú visto como yo, hermana mÃa. Dios me lo demande, si en ayunas la topases, si aquel dÃa pudieses comer de asco. Todo el año se está encerrada con mudas de mil suciedades. Por una vez que haya de salir donde pueda ser vista, enviste su cara con hiel y miel, con uvas tostadas e higos pasados, y con otras cosas que por reverencia de la mesa dejo de decir. Las riquezas las hace a éstas hermosas y ser alabadas, que no las gracias de su cuerpo. Que asà goce de mÃ, unas tetas tiene, para ser doncella, como si tres veces hubiese parido. No parecen sino dos grandes calabazas. El vientre no se le he visto, pero, juzgando por lo otro, creo que le tiene tan flojo como vieja de cincuenta años. No sé qué se ha visto Calisto, porque deja de amar a otras que más ligeramente podrÃa haber y con quien más él holgase, sino que el gusto dañado muchas veces juzga por dulce lo amargo.
SEMPRONIO.- Hermana, paréceme aquà que cada buhonero alaba sus agujas, que el contrario de eso se suena por la ciudad.
AREÚSA.- Ninguna cosa es más lejos de la verdad que la vulgar opinión. Nunca alegre vivirás si por voluntad de muchos te riges. Porque éstas son conclusiones verdaderas, que cualquier cosa que el vulgo piensa es vanidad; lo que habla, falsedad; lo que reprueba es bondad; lo que aprueba, maldad. Y pues éste es su más cierto uso y costumbre, no juzgues la bondad y hermosura de Melibea por eso ser la que afirmas.
SEMPRONIO.- Señora, el vulgo parlero no perdona las tachas de sus señores y asà yo creo que, si alguna tuviese Melibea, ya serÃa descubierta de los que con ella más que nosotros tratan. Y aunque lo que dices concediese, Calisto es caballero, Melibea hijadalgo, asà que los nacidos por linaje escogidos búscanse unos a otros. Por ende, no es de maravillar que ame antes a ésta que a otra.
AREÚSA.- Ruin sea quien por ruin se tiene. Las obras hacen linaje, que al fin todos somos hijos de Adán y Eva. Procure de ser cada uno bueno por sà y no vaya a buscar en la nobleza de sus pasados la virtud.
CELESTINA.- Hijos, por mi vida, que cesen esas razones de enojo. Y tú, Elicia, que te tornes a la mesa y dejes esos enojos.
ELICIA.- ¡Con tal que mala pro me hiciese, con tal que reventase en comiéndolo! ¿HabÃa yo de comer con ese malvado, que en mi cara me ha porfiado que es más gentil su andrajo de Melibea que yo?
SEMPRONIO.- Calla, mi vida, que tú la comparaste. Toda comparación es odiosa; tú tienes la culpa y no yo.
AREÚSA.- Ven, hermana, a comer, no hagas ahora ese placer a estos locos porfiados, Si no, levantarme he yo de la mesa.
ELICIA.- Necesidad de complacerte me hace contentar a ese enemigo mÃo y usar de virtudes con todos.
SEMPRONIO.- ¡Je, je, je!
ELICIA.- ¿De qué te rÃes? ¡De mal cáncer sea comida esa boca desgraciada y enojosa!
CELESTINA.- No le respondas, hijo; si no, nunca acabaremos. Entendamos en lo que hace a nuestro caso. Decidme, ¿cómo quedó Calisto? ¿Cómo lo dejasteis? ¿Cómo os pudisteis entrambos descabullir de él?
PÃRMENO.- Allá fue a la maldición, echando fuego, desesperado, perdido, medio loco, a misa a la Magdalena, a rogar a Dios que te dé gracia que puedas bien roer los huesos de estos pollos y protestando no volver a casa hasta oÃr que eres venida con Melibea en tu arremango. Tu saya y manto, y aun mi sayo, cierto está. Lo otro vaya y venga; el cuándo lo dará, no lo sé.
CELESTINA.- Sea cuando fuere. Buenas son mangas pasada la Pascua. Todo aquello alegra, que con poco trabajo se gana, mayormente viniendo de parte donde tan poca mella hace, de hombre tan rico que con los salvados de su casa podrÃa yo salir de laceria, según lo mucho le sobra. No les duele a los tales lo que gastan, y según la causa por que lo dan, no lo sienten con el embebecimiento del amor. No les pena, no ven, no oyen, lo cual yo juzgo por otros que he conocido menos apasionados y metidos en este fuego de amor que a Calisto veo, que ni comen ni beben, ni rÃen ni lloran, ni duermen ni velan, ni hablan ni callan, ni penan ni descansan, ni están contentos ni se quejan, según la perplejidad de aquella dulce y fiera llaga de sus corazones. Y si alguna cosa de éstas la natural necesidad les fuerza a hacer, están en el acto tan olvidados que comiendo se olvida la mano de llevar la vianda a la boca. Pues si con ellos hablan, jamás conveniente respuesta vuelven. Allà tienen los cuerpos; con sus amigas los corazones y sentidos. Mucha fuerza tiene el amor: no sólo la tierra, mas aun las mares traspasa, según su poder. Igual mando tiene en todo género de hombres. Todas las dificultades quiebra. Ansiosa cosa es, temerosa y solÃcita. Todas las cosas mira en derredor. Asà que si vosotros buenos enamorados habéis sido, juzgaréis yo decir verdad.
SEMPRONIO.- Señora, en todo concedo con tu razón, que aquà está quien me causó algún tiempo andar hecho otro Calisto, perdido el sentido, cansado el cuerpo, la cabeza vana, los dÃas mal durmiendo, las noches todas velando, dando alboradas, haciendo momos, saltando paredes, poniendo cada dÃa la vida al tablero, esperando toros, corriendo caballos, tirando barra, echando lanza, cansando amigos, quebrando espadas, haciendo escalas, vistiendo armas y otros mil actos de enamorado, haciendo coplas, pintando motes, sacando invenciones. Pero todo lo doy por bien empleado, pues tal joya gané.
ELICIA.- ¡Mucho piensas que me tienes ganada! Pues hágote cierto que no has vuelto la cabeza cuando está en casa otro que más quiero, más gracioso que tú, y aun que no ande buscando cómo me dar enojo, a cabo de un año que me vienes a ver, tarde y con mal.
CELESTINA.- Hijo, déjala decir, que devanea. Mientras más de eso la oyeres, más se confirma en su amor. Todo es porque habéis aquà alabado a Melibea. No sabe en otra cosa en que os lo pagar sino en decir eso, y creo que no ve la hora que haber comido para lo que yo me sé. Pues esotra su prima yo la conozco. Gozad vuestras frescas mocedades, que quien tiempo tiene y mejor le espera, tiempo viene que se arrepiente, como yo hago ahora por algunas horas que dejé perder, cuando moza, cuando me preciaba, cuando me querÃan. Que ya, ¡mal pecado!, caducado he, nadie no me quiere. ¡Que sabe Dios mi buen deseo! Besaos y abrazaos, que a mà no me queda otra cosa sino gozarme de verlo. Mientras a la mesa estáis, de la cinta arriba todo se perdona; cuando seáis aparte no quiero poner tasa, pues que el rey no la pone. Que yo sé por las muchachas que nunca de importunos os acusen, y la vieja Celestina mascará de dentera con sus botas encÃas las migajas de los manteles. BendÃgaos Dios, ¡cómo lo reÃs y holgáis, putillos, loquillos, traviesos! ¡En esto habÃa de parar el nublado de las cuestioncillas que habéis tenido! ¡Mirad no derribéis la mesa!
ELICIA.- Madre, a la puerta llaman; el solaz es derramado.
CELESTINA.- Mira, hija, quién es. Por ventura será quien lo acreciente y allegue.
ELICIA.- O la voz me engaña o es mi prima Lucrecia.
CELESTINA.- Ãbrele y entre ella y buenos años, que aun a ella algo se le entiende de esto que aquà hablamos, aunque su mucho encerramiento le impide el gozo de su mocedad.
AREÚSA.- Asà goce de mÃ, que es verdad que estas que sirven a señoras ni gozan deleite ni conocen los dulces premios de amor. Nunca tratan con parientes, con iguales a quien puedan hablar tú por tú, con quien digan: «¿qué cenaste?», «¿estás preñada?», «¿cuántas gallinas crÃas?», «llévame a merendar a tu casa»; «muéstrame tu enamorado»; «¿cuánto ha que no te vio?», «¿cómo te va con él?», «¿quién son tus vecinas?» y otras cosas de igualdad semejantes. ¡Oh tÃa, y qué duro nombre y qué grave y soberbio es «señora» contino en la boca! Por esto me vivo sobre mà desde que me sé conocer, que jamás me precié de llamarme de otra sino mÃa, mayormente de estas señoras que ahora se usan. Gástaste con ellas lo mejor del tiempo y con una saya rota de las que ellas desechan pagan servicio de diez años. Denostadas, maltratadas las traen, contino sojuzgadas, que hablar delante ellas no osan. Y cuando ven cerca el tiempo de la obligación de casarlas, levántanles un caramillo: que se echan con el mozo o con el hijo, o pÃdenles celos del marido, o que meten hombres en casa, o que hurtó la taza o perdió el anillo; danles un ciento de azotes y échanlas la puerta fuera, las haldas en la cabeza, diciendo: «¡allá irás, ladrona, puta, no destruirás mi casa y honra!». Asà que esperan galardón, sacan baldón; esperan salir casadas, salen amenguadas; esperan vestidos y joyas de boda, salen desnudas y denostadas. Éstos son sus premios, éstos son sus beneficios y pagos. OblÃganse a darles marido, quÃtanles el vestido. La mejor honra que en sus casas tienen es andar hechas callejeras, de dueña en dueña, con sus mensajes a cuestas. Nunca oyen su nombre propio de la boca de ellas, sino «puta acá», «puta acullá», «¿a dó vas, tiñosa?», «¿qué hiciste, bellaca?», «¿por qué comiste esto, golosa?», «¿cómo fregaste la sartén, puerca?», «¿por qué no limpiaste el manto, sucia?», «¿cómo dijiste esto, necia?», «¿quién perdió el plato, desaliñada?», «¿cómo faltó el paño de manos, ladrona? A tu rufián le habrás dado», «ven acá, mala mujer, ¿la gallina habada no parece?, pues búscala presto, si no, en la primera blanca de tu soldada la contaré». Y tras esto mil chapinazos y pellizcos, palos y azotes. No hay quien las sepa contentar, no quien pueda sufrirlas. Su placer es dar voces, su gloria es reñir. De lo mejor hecho menos contentamiento muestran. Por esto, madre, he querido más vivir en mi pequeña casa, exenta y señora, que no en sus ricos palacios, sojuzgada y cautiva.
CELESTINA.- En tu seso has estado. Bien sabes lo que haces, que los sabios dicen «que vale más una migaja de pan con paz que toda la casa llena de viandas con rencilla». Mas ahora cese esta razón, que entra Lucrecia.
LUCRECIA.- Buena pro os haga, tÃa y la compañÃa. Dios bendiga tanta gente y tan honrada.
CELESTINA.- ¿Tanta, hija? ¿Por mucha has ésta? Bien parece que no me conociste en mi prosperidad, hoy ha veinte años. ¡Ay, quién me vio y quién me ve ahora, no sé cómo no quiebra su corazón de dolor! Yo vi, mi amor, esta mesa donde ahora están tus primas asentadas, nueve mozas de tus dÃas, que la mayor no pasaba de dieciocho años y ninguna habÃa menor de catorce. Mundo es, pase, ande su rueda, rodee sus arcaduces, unos llenos, otros vacÃos. Ley es de fortuna que ninguna cosa en un ser mucho tiempo permanece; su orden es mudanzas. No puedo decir sin lágrimas la mucha honra que entonces tenÃa, aunque por mis pecados y mala dicha, poco a poco, ha venido en disminución. Como declinaban ya mis dÃas, asà se disminuÃa y menguaba mi provecho. Proverbio es antiguo que «cuanto al mundo es o crece o decrece». Todo tiene sus lÃmites. Todo tiene sus grados. Mi honra llegó a la cumbre según quien yo era. De necesidad es que desmengüe y abaje. Cerca ando de mi fin. En esto veo que me queda poca vida. Pero bien sé que subà para descender, florecà para secarme, gocé para entristecerme, nacà para vivir, vivà para crecer, crecà para envejecer, envejecà para morirme. Y pues esto antes de ahora me consta, sufriré con menos pena mi mal, aunque del todo no pueda despedir el sentimiento, como sea de carne sentible formada.
LUCRECIA.- Trabajo tenÃas, madre, con tantas mozas, que es ganado muy penoso de guardar.
CELESTINA.- ¿Trabajo, mi amor? Antes descanso y alivio. Todas me obedecÃan, todas me honraban, de todas era acatada, ninguna salÃa de mi querer, lo que decÃa era lo bueno, a cada cual daba cobro, no escogÃan más de lo que yo les mandaba: cojo, o tuerto, o manco, aquel habÃan por sano quien más dinero me daba. MÃo era el provecho, suyo el afán. Pues ¿servidores no tenÃa por su causa de ellas? Caballeros, viejos, mozos, abades de todas dignidades, desde obispos hasta sacristanes. En entrando por la iglesia, veÃa derrocar bonetes en mi honor, como si yo fuera una duquesa. El que menos habÃa de negociar conmigo, por más ruin se tenÃa. De media legua que me viesen, dejaban las Horas. Uno a uno, dos a dos, venÃan adonde yo estaba a ver si mandaba algo, a preguntarme cada uno por la suya. En viéndome entrar, se turbaban, que no hacÃan ni decÃan cosa a derechas. Unos me llamaban «señora», otros «tÃa», otros «enamorada», otros «vieja honrada». Allà se concertaban sus venidas a mi casa, allà las idas a la suya; allà se me ofrecÃan dineros, allà promesas, allà otras dádivas besando el cabo de mi manto y aun algunos en la cara, por me tener más contenta. Ahora hame traÃdo la fortuna a tal estado que me digas «buena pro hagan las zapatas».
SEMPRONIO.- Espantados nos tienes con tales cosas como nos cuentas de esa religiosa gente y benditas coronas. ¡SÃ, que no serÃan todos!
CELESTINA.- No, hijo, ni Dios lo mande que yo tal cosa levante. Que muchos viejos devotos habÃa con quien yo poco medraba y aun que no me podÃan ver, pero creo que de envidia de los otros que me hablaban. Como la clerecÃa era grande, habÃa de todos: unos muy castos, otros que tenÃan cargo de mantener a las de mi oficio, y aun todavÃa creo que no faltan; y enviaban sus escuderos y mozos a que me acompañasen. Y apenas era llegada a mi casa, cuando entraban por mi puerta muchos pollos y gallinas, ansarones, anadones, perdices, tórtolas, perniles de tocino, tortas de trigo, lechones. Cada cual como recibÃa de aquellos diezmos de Dios, asà lo venÃa luego a registrar, para que comiese yo y aquellas sus devotas. Pues, vino, ¿no me sobraba de lo mejor que se bebÃa en la ciudad? Venido de diversas partes, de Monviedro, de Luque, de Toro, de Madrigal, de San MartÃn y de otros muchos lugares; y tantos, que, aunque tengo la diferencia de los gustos y sabor en la boca, no tengo la diversidad de sus tierras en la memoria, que harto es que una vieja como yo, en oliendo cualquiera vino, diga de dónde es. Pues otros curas sin renta, no era ofrecido el bodigo, cuando, en besando el feligrés la estola, era del primero voleo en mi casa. Espesos como piedras a tablado entraban muchachos cargados de provisiones por mi puerta. No sé cómo puedo vivir cayendo de tal estado.
AREÚSA.- Por Dios, pues somos venidas a haber placer, no llores, madre, ni te fatigues, que Dios lo remediará todo.
CELESTINA.- Harto tengo, hija, que llorar, acordándome de tan alegre tiempo y tal vida como yo tenÃa, y cuán servida era de todo el mundo, que jamás hubo fruta nueva de que yo primero no gozase que otros supiesen si era nacida. En mi casa se habÃa de hallar si para alguna preñada se buscase.
SEMPRONIO.- Madre, ningún provecho trae la memoria del buen tiempo, si cobrar no se puede, antes tristeza. Como a ti ahora, que nos has sacado el placer de entre las manos. Ãlcese la mesa. Irnos hemos a holgar, y tú darás respuesta a esta doncella que aquà es venida.
CELESTINA.- Hija Lucrecia, dejadas esas razones, querrÃa que me dijeses a qué fue ahora tu buena venida.
LUCRECIA.- Por cierto, ya se me habÃa olvidado mi principal demanda y mensaje con la memoria de ese tan alegre tiempo. Como has contado, y asà me estuviera un año sin comer escuchándote, y pensando en aquella vida buena que aquellas mozas gozarÃan, que me parece y semeja que estoy yo ahora en ella. Mi venida, señora, es lo que tú sabrás: pedirte el ceñidero y, demás de esto, te ruega mi señora sea de ti visitada, y muy presto, porque se siente muy fatigada de desmayos y de dolor del corazón.
CELESTINA.- Hija, de estos dolorcillos tales más es el ruido que las nueces. ¡Maravillada estoy sentirse del corazón mujer tan moza!
LUCRECIA.- ¡Asà te arrastren, traidora! ¿Tú no sabes qué es? Hace la vieja falsa sus hechizos y vase; después hácese de nuevas.
CELESTINA.- ¿Qué dices, hija?
LUCRECIA.- Madre, que vamos presto y me des el cordón.
CELESTINA.- Vamos, que yo le llevo.
Acto X
ARGUMENTO DEL DÉCIMO ACTO
Mientras andan Celestina y Lucrecia por el camino, está hablando Melibea consigo misma. Llegan a la puerta. Entra Lucrecia primero. Hace entrar a Celestina. Melibea, después de muchas razones, descubre a Celestina arder en amor de Calisto. Ven venir a Alisa, madre de Melibea. DespÃdense de en uno. Pregunta Alisa a Melibea, su hija, de los negocios de Celestina. Defendiole su mucha conversación.
MELIBEA, CELESTINA, LUCRECIA,ALISA.
MELIBEA.- ¡Oh lastimada de mÃ! ¡Oh mal proveÃda doncella! ¿Y no me fuera mejor conceder su petición y demanda ayer a Celestina, cuando de parte de aquel señor, cuya vista me cautivó, me fue rogado, y contentarle a él y sanar a mÃ, que no venir por fuerza a descubrir mi llaga, cuando no me sea agradecido, cuando ya desconfiando de mi buena respuesta haya puesto sus ojos en amor de otra? ¡Cuánta más ventaja tuviera mi prometimiento rogado que mi ofrecimiento forzoso! ¡Oh mi fiel criada Lucrecia! ¿Qué dirás de mÃ? ¿Qué pensarás de mi seso, cuando me veas publicar lo que a ti jamás he querido descubrir? ¡Cómo te espantarás del rompimiento de mi honestidad y vergüenza, que siempre, como encerrada doncella, acostumbré tener! No sé si habrás barruntado de dónde proceda mi dolor. ¡Oh, si ya vinieses con aquella medianera de mi salud! ¡Oh soberano Dios! A ti, que todos los atribulados llaman, los apasionados piden remedio, los llagados medicina. A ti, que los cielos, mar, tierra con los infernales centros obedecen; a ti, el cual todas las cosas a los hombres sojuzgaste, humilmente suplico des a mi herido corazón sufrimiento y paciencia con que mi terrible pasión pueda disimular. No se desdore aquella hoja de castidad que tengo asentada sobre este amoroso deseo, publicando ser otro mi dolor que no el que me atormenta. Pero, ¿cómo lo podré hacer, lastimándome tan cruelmente el ponzoñoso bocado que la vista de su presencia de aquel caballero me dio? ¡Oh género femÃneo, encogido y frágil! ¿Por qué no fue también a las hembras concedido poder descubrir su congojoso y ardiente amor, como a los varones? Que ni Calisto viviera quejoso ni yo penada.
LUCRECIA.- TÃa, detente un poquito cabe esta puerta. Entraré a ver con quién está hablando mi señora. Entra, entra, que consigo lo ha.
MELIBEA.- Lucrecia, echa esa antepuerta. ¡Oh vieja sabia y honrada, tú seas bienvenida! ¿Qué te parece cómo ha querido mi dicha y la fortuna ha rodeado que yo tuviese de tu saber necesidad, para que tan presto me hubieses de pagar en la misma moneda el beneficio que por ti me fue demandado para ese gentilhombre que curabas con la virtud de mi cordón?
CELESTINA.- ¿Qué es, señora, tu mal, que asà muestra las señas de su tormento en las coloradas colores de tu gesto?
MELIBEA.- Madre mÃa, que comen este corazón serpientes dentro de mi cuerpo.
CELESTINA.- Bien está. Asà lo querÃa yo. Tú me pagarás, doña loca, la sobra de tu ira.
MELIBEA.- ¿Qué dices? ¿Has sentido en verme alguna causa donde mi mal proceda?
CELESTINA.- No me has, señora, declarado la calidad del mal. ¿Quieres que adivine la causa? Lo que yo digo es que recibo mucha pena de ver triste tu graciosa presencia.
MELIBEA.- Vieja honrada, alégramela tú, que grandes nuevas me han dado de tu saber.
CELESTINA.- Señora, el sabidor sólo Dios es. Pero como para salud y remedio de las enfermedades fueron reputadas las gracias en las gentes de hallar las melecinas, de ellas por experiencia, de ellas por arte, de ellas por natural instinto alguna partecilla alcanzó a esta pobre vieja, de la cual al presente podrás ser servida.
MELIBEA.- ¡Oh qué gracioso y agradable me es oÃrte! Saludable es al enfermo la alegre cara del que le visita. Paréceme que veo mi corazón entre tus manos hecho pedazos. El cual, si tú quisieses, con muy poco trabajo juntarÃas con la virtud de tu lengua, no de otra manera que cuando vio en sueños aquel grande Alejandro, rey de Macedonia, en la boca del dragón la saludable raÃz con que sanó a su criado Tolomeo del bocado de la vÃbora. Pues, por amor de Dios, te despojes para más diligente entender en mi mal y me des algún remedio.
CELESTINA.- Gran parte de la salud es desearla, por lo cual creo menos peligroso ser tu dolor. Pero para yo dar, mediante Dios, congrua y saludable melecina, es necesario saber de ti tres cosas. La primera, a qué parte de tu cuerpo más declina y aqueja el sentimiento. Otra, si es nuevamente por ti sentido, porque más presto se curan las tiernas enfermedades en sus principios que cuando han hecho curso en la perseveración de su oficio. Mejor se doman los animales en su primera edad que cuando es su cuero endurecido para venir mansos a la melena. Mejor crecen las plantas que tiernas y nuevas se trasponen que las que fructificando ya se mudan. Muy mejor se despide el nuevo pecado que aquel que por costumbre antigua cometemos cada dÃa. La tercera, si procedió de algún cruel pensamiento que asentó en aquel lugar. Y esto sabido, verás obrar mi cura. Por ende cumple que al médico, como al confesor, se hable toda verdad abiertamente.
MELIBEA.- Amiga Celestina, mujer bien sabia y maestra grande, mucho has abierto el camino por donde mi mal te pueda especificar. Por cierto, tú lo pides como mujer bien experta en curar tales enfermedades. Mi mal es de corazón, la izquierda teta es su aposentamiento, tiende sus rayos a todas partes. Lo segundo, es nuevamente nacido en mi cuerpo, que no pensé jamás que podÃa dolor privar el seso, como éste hace. Túrbame la cara, quÃtame el comer, no puedo dormir, ningún género de risa querrÃa ver. La causa o pensamiento, que es la final cosa por ti preguntada de mi mal, ésta no sabré decirte, porque ni muerte de deudo, ni pérdida de temporales bienes, ni sobresalto de visión, ni sueño desvariado ni otra cosa puedo sentir que fuese, salvo alteración que tú me causaste con la demanda que sospeché de parte de aquel caballero Calisto cuando me pediste la oración.
CELESTINA.- ¿Cómo, señora, tan mal hombre es aquél? ¿Tan mal nombre es el suyo que en sólo ser nombrado trae consigo ponzoña su sonido? No creas que sea ésa la causa de tu sentimiento, antes otra que yo barrunto. Y pues que asà es, si tú licencia me das, yo, señora, te la diré.
MELIBEA.- ¿Cómo, Celestina, qué es ese nuevo salario que pides? ¿De licencia tienes tú necesidad para me dar la salud? ¿Cuál médico jamás pidió tal seguro para curar al paciente? Di, di, que siempre la tienes de mÃ, tal que mi honra no dañes con tus palabras.
CELESTINA.- Véote, señora, por una parte quejar el dolor; por otra, temer la melecina. Tu temor me pone miedo, el miedo silencio, el silencio tregua entre tu llaga y mi melecina. Asà que será causa que ni tu dolor cese ni mi venida aproveche.
MELIBEA.- Cuanto más dilatas la cura tanto más me acrecientas y multiplicas la pena y pasión. O tus melecinas son de polvos de infamia y licor de corrupción, confeccionadas con otro más crudo dolor que el que de parte del paciente se siente, o no es ninguno tu saber. Porque si lo uno o lo otro no te impidiese, cualquiera remedio otro darÃas sin temor, pues te pido le muestres quedando libre mi honra.
CELESTINA.- Señora, no tengas por nuevo ser más fuerte de sufrir al herido la ardiente trementina y los ásperos puntos, que lastiman lo llagado y doblan la pasión, que no la primera lisión, que dio sobre sano. Pues si tú quieres ser sana y que te descubra la punta de mi sutil aguja sin temor, haz para tus manos y pies una ligadura de sosiego, para tus ojos una cobertura de piedad, para tu lengua un freno de silencio, para tus oÃdos unos algodones de sufrimiento y paciencia. Y verás obrar a la antigua maestra de estas llagas.
MELIBEA.- ¡Oh cómo me muero con tu dilatar! Di, por Dios, lo que quisieres, haz lo que supieres, que no podrá ser tu remedio tan áspero que iguale con mi pena y tormento. Ahora toque en mi honra, ahora dañe mi fama, ahora lastime mi cuerpo, aunque sea romper mis carnes para sacar mi dolorido corazón, te doy mi fe ser segura y, si siento alivio, bien galardonada.
LUCRECIA.- El seso tiene perdido mi señora. Gran mal es éste. Cautivádola ha esta hechicera.
CELESTINA.- Nunca me ha de faltar un diablo acá y acullá. Escapome Dios de Pármeno, tópome con Lucrecia.
MELIBEA.- ¿Qué dices, amada maestra? ¿Qué te hablaba esa moza?
CELESTINA.- No le oà nada, pero diga lo que dijere. Sabe que no hay cosa más contraria en las grandes curas delante los animosos cirujanos que los flacos corazones, los cuales, con su gran lástima, con sus doloriosas hablas, con tus sentibles meneos, ponen temor al enfermo, hacen que desconfÃe de la salud y al médico enojan y turban. Y la turbación altera la mano, rige sin orden la aguja. Por donde se puede conocer claro que es muy necesario para tu salud que no esté persona delante, y asà que la debes mandar salir. Y tú, hija Lucrecia, perdona.
MELIBEA.- ¡Salte fuera presto!
LUCRECIA.- ¡Ya, ya! ¡Todo es perdido! Ya me salgo, señora.
CELESTINA.- Tan bien me da osadÃa tu gran pena como ver que con tu sospecha has ya tragado alguna parte de mi cura. Pero todavÃa es necesario traer más clara melecina y más saludable descanso de casa de aquel caballero Calisto.
MELIBEA.- Calla, por Dios, madre. No traigas de su casa cosa para mi provecho ni le nombres aquÃ.
CELESTINA.- Sufre, señora, con paciencia, que es el primer punto y principal. No se quiebre, si no, todo nuestro trabajo es perdido. Tu llaga es grande, tiene necesidad de áspera cura. Y lo duro con duro se ablanda más eficazmente. Y dicen los sabios que la cura del lastimero médico deja mayor señal, y que nunca peligro sin peligro se vence. Ten paciencia, que pocas veces lo molesto sin molestia se cura. Y un clavo con otro se expele, y un dolor con otro. No concibas odio ni desamor, ni consientas a tu lengua decir mal de persona tan virtuosa como Calisto, que si conocido fuese...
MELIBEA.- ¡Oh, por Dios, que me matas! ¿Y no tengo dicho que no me alabes ese hombre ni me le nombres en bueno ni en malo?
CELESTINA.- Señora, éste es otro y segundo punto, el cual si tú con tu mal sufrimiento no consientes, poco aprovechará mi venida. Y si, como prometiste, lo sufres, tú quedarás sana y sin deuda, y Calisto sin queja y pagado. Primero te avisé de mi cura y de esta invisible aguja que sin llegar a ti sientes en sólo mentarla en mi boca.
MELIBEA.- Tantas veces me nombrarás ese tu caballero, que ni mi promesa baste ni la fe que te dà a sufrir tus dichos. ¿De qué ha de quedar pagado? ¿Qué le debo yo a él? ¿Qué le soy en cargo? ¿Qué ha hecho por mÃ? ¿Qué necesario es él aquà para el propósito de mi mal? Más agradable me serÃa que rasgases mis carnes y sacases mi corazón que no traer esas palabras aquÃ.
CELESTINA.- Sin te romper las vestiduras se lanzó en tu pecho el amor. No rasgaré yo tus carnes para le curar.
MELIBEA.- ¿Cómo dices que llaman a este mi dolor, que asà se ha enseñoreado en lo mejor de mi cuerpo?
CELESTINA.- Amor dulce.
MELIBEA.- Eso me declara qué es, que en sólo oÃrlo me alegro.
CELESTINA.- Es un fuego escondido, una agradable llaga, un sabroso veneno, una dulce amargura, una delectable dolencia, un alegre tormento, una dulce y fiera herida, una blanda muerte.
MELIBEA.- ¡Ay, mezquina de mÃ!, que si verdad es tu relación, dudosa será mi salud, porque, según la contrariedad que esos nombres entre sà muestran, lo que al uno fuere provechoso acarreará al otro más pasión.
CELESTINA.- No desconfÃe, señora, tu noble juventud de salud. Cuando el alto Dios da la llaga, tras ella envÃa el remedio. Mayormente que sé yo al mundo nacida una flor que de todo esto te delibre.
MELIBEA.- ¿Cómo se llama?
CELESTINA.- No te lo oso decir.
MELIBEA.- Di, no temas.
CELESTINA.- ¡Calisto! ¡Oh por Dios, señora Melibea!, ¿qué poco esfuerzo es éste? ¿Qué descaecimiento? ¡Oh mezquina yo! ¡Alza la cabeza! ¡Oh malaventurada vieja! ¡En esto han de parar mis pasos! Si muere, matarme han; aunque viva, seré sentida, que ya no podrá sufrir de no publicar su mal y mi cura. Señora mÃa Melibea, ángel mÃo, ¿qué has sentido? ¿Qué es de tu habla graciosa? ¿Qué es de tu color alegre? Abre tus claros ojos. ¡Lucrecia, Lucrecia, entra presto acá!, verás amortecida a tu señora entre mis manos. ¡Baja presto por un jarro de agua!
MELIBEA.- Paso, paso, que yo me esforzaré. No escandalices la casa.
CELESTINA.- ¡Oh cuitada de mÃ! No te descaezcas, señora, háblame como sueles.
MELIBEA.- Y muy mejor. Calla, no me fatigues.
CELESTINA.- Pues, ¿qué me mandas que haga, perla graciosa? ¿Qué ha sido este tu sentimiento? Creo que se van quebrando mis puntos.
MELIBEA.- Quebrose mi honestidad, quebrose mi empacho, aflojó mi mucha vergüenza. Y como muy naturales, como muy domésticos, no pudieran tan livianamente despedirse de mi cara que no llevasen consigo su color por algún poco de espacio, mi fuerza, mi lengua y gran parte de mi sentido. ¡Oh!, pues ya, mi buena maestra, mi fiel secretaria, lo que tú tan abiertamente conoces en vano trabajo por te lo encubrir. Muchos y muchos dÃas son pasados que ese noble caballero me habló en amor, tanto me fue entonces su habla enojosa cuanto, después que tú me le tornaste a nombrar, alegre. Cerrado han tus puntos mi llaga, venida soy en tu querer. En mi cordón le llevaste envuelta la posesión de mi libertad. Su dolor de muelas era mi mayor tormento, su pena era la mayor mÃa. Alabo y loo tu buen sufrimiento, tu cuerda osadÃa, tu liberal trabajo, tus solÃcitos y fieles pasos, tu agradable habla, tu buen saber, tu demasiada solicitud, tu provechosa importunidad. Mucho te debe ese señor, y más yo, que jamás pudieron mis reproches aflacar tu esfuerzo y perseverar, confiando en tu mucha astucia. Antes, como fiel servidora, cuando más denostada, más diligente; cuando más disfavor, más esfuerzo; cuando peor respuesta, mejor cara; cuando yo más airada, tú más humilde. Pospuesto todo temor, has sacado de mi pecho lo que jamás a ti ni a otro pensé descubrir.
CELESTINA.- Amiga y señora mÃa, no te maravilles, porque estos fines con efecto me dan osadÃa a sufrir los ásperos y escrupulosos desvÃos de las encerradas doncellas como tú. Verdad es que antes que me determinase, asà por el camino como en tu casa, estuve en grandes dudas si te descubrirÃa mi petición. Visto el gran poder de tu padre, temÃa; mirando la gentileza de Calisto, osaba. Vista tu discreción, me recelaba; mirando tu virtud y humanidad, me esforzaba. En lo uno hablaba el miedo, en lo otro la seguridad. Y pues asÃ, señora, has querido descubrir la gran merced que nos has hecho, declara tu voluntad, echa tus secretos en mi regazo. Pon en mis manos el concierto de este concierto. Yo daré forma cómo tu deseo y el de Calisto sean en breve cumplidos.
MELIBEA.- ¡Oh mi Calisto y mi señor, mi dulce y suave alegrÃa! Si tu corazón siente lo que ahora el mÃo, maravillada estoy cómo la ausencia te consiente vivir. ¡Oh mi madre y mi señora!, haz de manera como luego le pueda ver, si mi vida quieres.
CELESTINA.- Ver y hablar.
MELIBEA.- ¿Hablar? Es imposible.
CELESTINA.- Ninguna cosa a los hombres que quieren hacerla es imposible.
MELIBEA.- Dime cómo.
CELESTINA.- Yo lo tengo pensado, y te lo diré: por entre las puertas de tu casa.
MELIBEA.- ¿Cuándo?
CELESTINA.- Esta noche.
MELIBEA.- Gloriosa me serás si lo ordenas. Di, ¿a qué hora?
CELESTINA.- A las doce.
MELIBEA.- Pues ve, mi señora, mi leal amiga, y habla con aquel señor; y que venga muy paso y de allà se dará concierto según su voluntad a la hora que has ordenado.
CELESTINA.- Adiós, que viene hacia acá tu madre.
MELIBEA.- Amiga Lucrecia, mi leal criada y fiel secretaria, ya has visto como no ha sido más en mi mano. Cautivome el amor de aquel caballero. Ruégote, por Dios, se cubra con secreto sello, por que yo goce de tan suave amor. Tú serás de mà tenida en aquel grado que merece tu fiel servicio.
LUCRECIA.- Señora, mucho antes de ahora tengo sentida tu llaga y calado tu deseo. Hame fuertemente dolido tu perdición. Cuanto más tú me querÃas encubrir y celar el fuego que te quemaba, tanto más sus llamas se manifestaban en la color de tu cara, en el poco sosiego del corazón, en el meneo de tus miembros, en comer sin gana, en el no dormir. Asà que contino se te caÃan, como de entre las manos, señales muy claras de pena. Pero como en los tiempos que la voluntad reina en los señores, o desmedido apetito, cumple a los servidores obedecer con diligencia corporal y no con artificiales consejos de lengua. SufrÃa con pena, callaba con temor, encubrÃa con fieldad, de manera que fuera mejor el áspero consejo que la blanda lisonja. Pero, pues ya no tiene tu merced otro medio sino morir o amar, mucha razón es que se escoja por mejor aquello que en sà lo es.
ALISA.- ¿En qué andas acá, vecina, cada dÃa?
CELESTINA.- Señora, faltó ayer un poco de hilado al peso y vÃnelo a cumplir, porque dà mi palabra y, traÃdo, voyme. Quede Dios contigo.
ALISA.- Y contigo vaya. Hija Melibea, ¿qué querÃa la vieja?
MELIBEA.- Venderme un poquito de solimán.
ALISA.- Eso creo yo más que lo que la vieja ruin dijo. Pensó que recibirÃa yo pena de ello y mintiome. Guárdate, hija, de ella, que es gran traidora, que el sutil ladrón siempre rodea las ricas moradas. Sabe ésta con sus traiciones, con sus falsas mercadurÃas, mudar los propósitos castos. Daña la fama. A tres veces que entra en una casa, engendra sospecha.
LUCRECIA.- Tarde acuerda nuestra ama.
ALISA.- Por amor mÃo, hija, que si acá tornare sin verla yo, que no hayas por bien su venida ni la recibas con placer. Halle en ti honestidad en tu respuesta, y jamás volverá, que la verdadera virtud más se teme que espada.
MELIBEA.- ¿De ésas es? ¡Nunca más! Bien huelgo, señora, de ser avisada, por saber de quién me tengo de guardar.
Acto XI
ARGUMENTO DEL UNDÉCIMO ACTO
Despedida Celestina de Melibea, va por la calle sola hablando. Ve a Sempronio y a Pármeno que van a la Magdalena por su señor. Sempronio habla con Calisto. Sobreviene Celestina. Van a casa de Calisto. Declárale Celestina su mensaje y negocio recaudado con Melibea. Mientras ellos en estas razones están, Pármeno y Sempronio entre sà hablan. DespÃdese Celestina de Calisto, va para su casa, llama a la puerta. Elicia le viene a abrir. Cenan y vanse a dormir.
CALISTO, CELESTINA, PÃRMENO, SEMPRONIO,ELICIA.
CELESTINA.- ¡Ay, Dios, si llegase a mi casa con mi mucha alegrÃa a cuestas! A Pármeno y a Sempronio veo ir a la Magdalena. Tras ellos me voy y, si ahà no estuviere Calisto, pasaremos a su casa a pedirle albricias de su gran gozo.
SEMPRONIO.- Señor, mira que tu estada es dar a todo el mundo qué decir. Por Dios, que huyas de ser traÃdo en lenguas, que al muy devoto llaman hipócrita. ¿Qué dirán sino que andas royendo los santos? Si pasión tienes, súfrela en tu casa; no te sienta la tierra, no descubras tu pena a los extraños. Pues está en manos el pandero que lo sabrá bien tañer.
CALISTO.- ¿En qué manos?
SEMPRONIO.- De Celestina.
CELESTINA.- ¿Qué nombráis a Celestina? ¿Qué decÃs de esta esclava de Calisto? Toda la calle del Arcediano vengo a más andar tras vosotros por alcanzaros y jamás he podido con mis luengas haldas.
CALISTO.- ¡Oh joya del mundo, acorro de mis pasiones, espejo de mi vista! El corazón se me alegra en ver esa honrada presencia, esa noble senectud. Dime, ¿con qué vienes? ¿Qué nuevas traes? ¡Que te veo alegre y no sé en qué está mi vida!
CELESTINA.- En mi lengua.
CALISTO.- ¿Qué dices, gloria y descanso mÃo? Declárame más lo dicho.
CELESTINA.- Salgamos, señor, de la iglesia, y de aquà a la casa te contaré algo con que te alegres de verdad.
PÃRMENO.- Buena viene la vieja, hermano; recaudado debe de haber.
SEMPRONIO.- Escucha.
CELESTINA.- Todo este dÃa, señor, he trabajado en tu negocio y he dejado perder otros en que harto me iba. Muchos tengo quejosos por tenerte a ti contento. Más he dejado de ganar que piensas, pero todo vaya en buena hora, pues tan buen recaudo traigo. Y óyeme, que en pocas palabras te lo diré, que soy corta de razón. A Melibea dejo a tu servicio.
CALISTO.- ¿Qué es esto que oigo?
CELESTINA.- Que es más tuya que de sà misma, más está a tu mandado y querer que de su padre Pleberio.
CALISTO.- Habla cortés, madre, no digas tal cosa, que dirán estos mozos que estás loca. Melibea es mi señora, Melibea es mi Dios, Melibea es mi vida; yo su cautivo, yo su siervo.
SEMPRONIO.- Con tu desconfianza, señor, con tu poco preciarte, con tenerte en poco, hablas esas cosas con que atajas su razón. A todo el mundo turbas diciendo desconciertos. ¿De qué te santiguas? Dale algo por su trabajo, harás mejor, que eso esperan esas palabras.
CALISTO.- Bien has dicho. Madre mÃa, yo sé cierto que jamás igualará tu trabajo y mi liviano galardón. En lugar de manto y saya, por que no se dé parte a oficiales, toma esta cadenilla, ponla al cuello y procede en tu razón y mi alegrÃa.
PÃRMENO.- ¿Cadenilla la llama? ¿No lo oyes, Sempronio? No estima el gasto. Pues yo te certifico no diese mi parte por medio marco de oro, por mal que la vieja la reparta.
SEMPRONIO.- OÃrte ha nuestro amo. Tendremos en él qué amansar y en ti qué sanar, según está hinchado de tu mucho murmurar. Por mi amor, hermano, que oigas y calles, que por eso te dio Dios dos oÃdos y una lengua sola.
PÃRMENO.- ¡Oirá el diablo! Está colgado de la boca de la vieja, sordo, y mudo, y ciego, hecho personaje sin son, que, aunque le diésemos higas, dirÃa que alzábamos las manos a Dios rogando por buen fin de sus amores.
SEMPRONIO.- Calla, oye, escucha bien a Celestina. En mi alma todo lo merece, y más que le diese. Mucho dice.
CELESTINA.- Señor Calisto, para tan flaca vieja como yo de mucha franqueza usaste, pero como todo don o dádiva se juzgue grande o chica respecto del que lo da, no quiero traer a consecuencia mi poco merecer ante quien sobra en cualidad y en cuantidad, mas medirse ha con tu magnificencia, ante quien no es nada. En pago de la cual te restituyo tu salud, que iba perdida; tu corazón, que te faltaba; tu seso, que se alteraba. Melibea pena por ti más que tú por ella, Melibea te ama y desea ver, Melibea piensa más horas en tu persona que en la suya, Melibea se llama tuya y esto tiene por tÃtulo de libertad. Y con esto amansa el fuego, que más que a ti la quema.
CALISTO.- ¿Mozos, estoy yo aquÃ? ¿Mozos, oigo yo esto? Mozos, mirad si estoy despierto. ¿Es de dÃa o de noche? ¡Oh señor Dios, padre celestial, ruégote que esto no sea sueño! ¡Despierto, pues, estoy! Si burlas, señora, de mà por me pagar en palabras, no temas, di verdad, que para lo que tú de mà has recibido más merecen tus pasos.
CELESTINA.- Nunca el corazón lastimado de deseo toma la buena nueva por cierta ni la mala por dudosa. Pero, si burlo o si no, verlo has yendo esta noche, según el concierto dejo con ella, a su casa, en dando el reloj doce, a la hablar por entre las puertas, de cuya boca sabrás más por entero mi solicitud y su deseo, y el amor que te tiene y quién lo ha causado.
CALISTO.- Ya, ya, ¿tal cosa espero? ¿Tal cosa es posible haber de pasar por m� Muerto soy de aquà allá, no soy capaz de tanta gloria, no merecedor de tan gran merced, no digno de hablar con tal señora de su voluntad y grado.
CELESTINA.- Siempre lo oà decir, que es más difÃcil de sufrir la próspera fortuna que la adversa, que la una no tiene sosiego y la otra tiene consuelo. ¿Cómo, señor Calisto, y no mirarÃas quién tú eres? ¿Y no mirarÃas el tiempo que has gastado en su servicio? ¿Y no mirarÃas a quien has puesto entremedias? Y, asimismo, que hasta ahora siempre has estado dudoso de la alcanzar y tenÃas sufrimiento, ahora que te certifico el fin de tu penar, ¿quieres poner fin a tu vida? Mira, mira que está Celestina de tu parte y que, aunque todo te faltase lo que en un enamorado se requiere, te venderÃa por el más acabado galán del mundo. Que te harÃa llanas las peñas para andar, que te harÃa las más crecidas aguas corrientes pasar sin mojarte. Mal conoces a quien tú das dinero.
CALISTO.- ¡Cata, señora! ¿Qué me dices? ¿Que vendrá de su grado?
CELESTINA.- Y aun de rodillas.
SEMPRONIO.- No sea ruido hechizo, que nos quieren tomar a manos a todos. Cata, madre, que asà se suelen dar las zarazas en pan envueltas, por que no las sienta el gusto.
PÃRMENO.- Nunca te oà decir mejor cosa. Mucha sospecha me pone el presto conceder de aquella señora y venir tan aÃna en todo su querer de Celestina, engañando nuestra voluntad con sus palabras dulces y prestas por hurtar por otra parte, como hacen los de Egipto cuando el signo nos catan en la mano. Pues alahé, madre, con dulces palabras están muchas injurias vengadas. El falso bueyezuelo con su blando cencerrar trae las perdices a la red; el canto de la sirena engaña los simples marineros con su dulzor. Asà ésta, con su mansedumbre y concesión presta, querrá tomar una manada de nosotros a su salvo. Purgará su inocencia con la honra de Calisto y con nuestra muerte, asà como corderica mansa que mama su madre y la ajena. Ella, con su segurar, tomará la venganza de Calisto en todos nosotros, de manera, que, con la mucha gente que tiene, podrá cazar a padres e hijos en una nidada y tú estarte has rascando a tu fuego, diciendo «a salvo está el que repica».
CALISTO.- ¡Callad, locos, bellacos, sospechosos! Parece que dais a entender que los ángeles sepan hacer mal. SÃ, que Melibea ángel disimulado es que vive entre nosotros.
SEMPRONIO.- ¿TodavÃa vuelves a tus herejÃas? Escúchale, Pármeno, no te pene nada, que si fuere trato doble, él lo pagará, que nosotros buenos pies tenemos.
CELESTINA.- Señor, tú estás en lo cierto; vosotros, cargados de sospechas vanas. Yo he hecho todo lo que a mà era a cargo. Alegre te dejo, Dios te libre y aderece. Pártome muy contenta. Si fuere menester para esto o para más, allà estoy muy aparejada a tu servicio.
PÃRMENO.- ¡Ji, ji, ji!
SEMPRONIO.- ¿De qué te rÃes, por tu vida?
PÃRMENO.- De la prisa que la vieja tiene por irse. No ve la hora que haber despegado la cadena de casa. No puede creer que la tenga en su poder ni que se la han dado de verdad. No se halla digna de tal don, tan poco como Calisto de Melibea.
SEMPRONIO.- ¿Qué quieres que haga una puta vieja alcahueta, que sabe y entiende lo que nosotros callamos, y suele hacer siete virgos por dos monedas, después de verse cargada de oro, sino ponerse en salvo con la posesión, con temor no se la tornen a tomar después que ha cumplido de su parte aquello para que era menester? ¡Pues guárdese del diablo que sobre el partir no le saquemos el alma!
CALISTO.- Dios vaya contigo, madre. Yo quiero dormir y reposar un rato para satisfacer a las pasadas noches y cumplir con la por venir.
CELESTINA.- ¡Ta, ta, ta, ta!
ELICIA.- ¿Quién llama?
CELESTINA.- Abre, hija Elicia.
ELICIA.- ¿Cómo vienes tan tarde? No lo debes hacer, que eres vieja. Tropezarás donde caigas y mueras.
CELESTINA.- No temo eso, que de dÃa me aviso por donde venga de noche, que jamás me subo por poyo ni calzada, sino por medio de la calle. Porque, como dicen, «no da paso seguro quien corre por el muro», y que «aquel va más sano que anda por llano». Más quiero ensuciar mis zapatos con el lodo que ensangrentar las tocas y los cantos. Pero no te duele a ti en ese lugar.
ELICIA.- Pues, ¿qué me ha de doler?
CELESTINA.- Que se fue la compañÃa, que te dejé y quedaste sola.
ELICIA.- Son pasadas cuatro horas después y ¿habÃaseme de acordar de eso?
CELESTINA.- Cuanto más presto te dejaron más con razón lo sentiste. Pero dejemos su ida y mi tardanza. Entendamos en cenar y dormir.
Acto XII
ARGUMENTO DEL DUODÉCIMO ACTO
Llegando la media noche, Calisto, Sempronio y Pármeno, armados, van para casa de Melibea. Lucrecia y Melibea están cabe la puerta, aguardando a Calisto. Viene Calisto. Háblale primero Lucrecia. Llama a Melibea. Apártase Lucrecia. Háblanse por entre las puertas Melibea y Calisto. Pármeno y Sempronio en su cabo departen. Oyen gentes por la calle. ApercÃbense para huir. DespÃdese Calisto de Melibea, dejando concertada la tornada para la noche siguiente. Pleberio, al son del ruido que habÃa en la calle, despierta. Llama a su mujer, Alisa. Preguntan a Melibea quién da patadas en su cámara. Responde Melibea a su padre fingiendo que tenÃa sed. Calisto, con sus criados, va para su casa hablando. Échase a dormir. Pármeno y Sempronio van a casa de Celestina, demandan su parte de la ganancia. Disimula Celestina. Vienen a reñir. Échanle mano a Celestina; mátanla. Da voces Elicia. Viene la justicia y prende a ambos.
CALISTO, LUCRECIA, MELIBEA, SEMPRONIO, PÃRMENO, PLEBERIO, ALISA, CELESTINA, ELICIA.
CALISTO.- Mozos, ¿qué hora da el reloj?
SEMPRONIO.- Las diez...
CALISTO.- ¡Oh cómo me descontenta el olvido en los mozos! De mi mucho acuerdo en esta noche y tu descuidar y olvido se harÃa una razonable memoria y cuidado. ¿Cómo, desatinado, sabiendo cuánto me va en ser diez u once, me respondÃas a tiento lo que más aÃna se te vino a la boca? ¡Oh cuitado de mÃ! Si por caso me hubiera dormido y colgara mi pregunta de la respuesta de Sempronio para hacer de once diez, y asà de doce once, saliera Melibea, yo no fuera ido, tornárase de manera que ni mi mal hubiera fin ni mi deseo ejecución. No se dice en balde que «mal ajeno de pelo cuelga».
SEMPRONIO.- Tanto yerro me parece sabiendo, preguntar, como ignorando, responder. Mejor serÃa, señor, que se gastase esta hora que queda en aderezar armas que en buscar cuestiones.
CALISTO.- Bien me dice este necio. No quiero en tal tiempo recibir enojo; no quiero pensar en lo que pudiera venir sino en lo que fue; no en el daño que resultara de su negligencia sino en el provecho que vendrá de mi solicitud. Quiero dar espacio a la ira, que, o se me quitará o se me ablandará. Descuelga, Pármeno, mis corazas y armaos vosotros, y asà iremos a buen recaudo, porque, como dicen, «el hombre apercibido, medio combatido».
PÃRMENO.- Helas aquÃ, señor.
CALISTO.- Ayúdame aquà a vestirlas. Mira tú, Sempronio, si parece alguno por la calle.
SEMPRONIO.- Señor, ninguna gente parece y, aunque la hubiese, la mucha oscuridad privarÃa el viso y conocimiento a los que nos encontrasen.
CALISTO.- Pues andemos por esta calle, aunque se rodee alguna cosa, porque más encubiertos vamos. Las doce da ya; buena hora es.
PÃRMENO.- Cerca estamos.
CALISTO.- A buen tiempo llegamos. Párate tú, Pármeno, a ver si es venida aquella señora por entre las puertas.
PÃRMENO.- ¿Yo, señor? Nunca Dios mande que sea en dañar lo que no concerté. Mejor será que tu presencia sea su primer encuentro, por que, viéndome a mÃ, no se turbe de ver que de tantos es sabido lo que tan ocultamente querÃa hacer y con tanto temor hace. O porque quizá pensará que la burlaste.
CALISTO.- ¡Oh qué bien has dicho! La vida me has dado con tu sutil aviso, pues no era más menester para me llevar muerto a casa que volverse ella por mi mala providencia. Yo me llego allá; quedaos vosotros en ese lugar.
PÃRMENO.- ¿Qué te parece, Sempronio, cómo el necio de nuestro amo pensaba tomarme por broquel para el encuentro del primer peligro? ¿Qué sé yo quién está tras las puertas cerradas? ¿Qué sé yo si hay alguna traición? ¿Qué sé yo si Melibea anda, por que le pague nuestro amo su mucho atrevimiento, de esta manera? Y, más aún, no somos muy ciertos decir verdad la vieja. No sepas hablar, Pármeno, sacarte han el alma sin saber quién. No seas lisonjero, como tu amo quiere, y jamás llorarás duelos ajenos. No tomes en lo que te cumple el consejo de Celestina y hallarte has a oscuras. Ãndate ahà con tus consejos y amonestaciones fieles: ¡darte han de palos! No vuelvas la hoja y quedarte has a buenas noches. Quiero hacer cuenta que hoy me nacÃ, pues de tal peligro me escapé.
SEMPRONIO.- Paso, paso. Pármeno, no saltes ni hagas ese bollicio de placer, que darás causa que seas sentido.
PÃRMENO.- Calla, hermano, que no me hallo de alegrÃa cómo le hice creer que por lo que a él cumplÃa dejaba de ir, ¡y era por mi seguridad! ¿Quién supiera asà rodear su provecho como yo? Muchas cosas me verás hacer, si estás de aquà adelante atento, que no las sientan todas personas, asà con Calisto como con cuantos en este negocio suyo se entremetieren. Porque soy cierto que esta doncella ha de ser para él cebo de anzuelo o carne de buitrera, que suelen pagar bien el escote los que a comerla vienen.
SEMPRONIO.- Anda, no te penen a ti esas sospechas, aunque salgan verdaderas. ApercÃbete: a la primera voz que oyeres, tomar calzas de Villadiego.
PÃRMENO.- LeÃdo has donde yo; en un corazón estamos. Calzas traigo y aun borceguÃes de esos ligeros que tú dices, para mejor huir que otro. Pláceme que me has, hermano, avisado de lo que yo no hiciera de vergüenza de ti, que nuestro amo, si es sentido, no temo que escapará de manos de esta gente de Pleberio, para podernos después demandar cómo lo hicimos e incusarnos el huir.
SEMPRONIO.- ¡Oh Pármeno amigo, cuán alegre y provechosa es la conformidad en los compañeros! Aunque por otra cosa no nos fuera buena Celestina, era harta la utilidad que por su causa nos ha venido.
PÃRMENO.- Ninguno podrá negar lo que por sà se muestra. Manifiesto es que con vergüenza el uno del otro, por no ser odiosamente acusado de cobarde, esperaremos aquà la muerte con nuestro amo, no siendo más de él merecedor de ella.
SEMPRONIO.- Salido debe haber Melibea. Escucha, que hablan quedito.
PÃRMENO.- ¡Cómo temo que no sea ella, sino alguna que finja su voz!
SEMPRONIO.- ¡Dios nos libre de traidores!, no nos hayan tomado la calle por do tenemos de huir, que de otra cosa no tengo temor.
CALISTO.- Ese bullicio más de una persona lo hace. Quiero hablar, sea quien fuere. ¡Ce, señora mÃa!
LUCRECIA.- La voz de Calisto es ésta. Quiero llegar. ¿Quién habla? ¿Quién está fuera?
CALISTO.- Aquel que viene a cumplir tu mandado.
LUCRECIA.- ¿Por qué no llegas, señora? Llega sin temor acá, que aquel caballero está aquÃ.
MELIBEA.- ¡Loca, habla paso! Mira bien si es él.
LUCRECIA.- Allégate, señora, que sà es, que yo lo conozco en la voz.
CALISTO.- Cierto soy burlado. No era Melibea la que me habló. ¡Bullicio oigo, perdido soy! Pues, viva o muera, que no he de ir de aquÃ.
MELIBEA.- Vete, Lucrecia, a acostar un poco. ¡Ce, señor! ¿Cómo es tu nombre? ¿Quién es el que te mandó ahà venir?
CALISTO.- Es la que tiene merecimiento de mandar a todo el mundo, la que dignamente servir yo no merezco. No tema tu merced de se descubrir a este cautivo de tu gentileza, que el dulce sonido de tu habla, jamás de mis oÃdos se cae, me certifica ser tú mi señora Melibea. Yo soy tu siervo Calisto.
MELIBEA.- La sobrada osadÃa de tus mensajes me ha forzado a haberte de hablar, señor Calisto, que habiendo habido de mà la pasada respuesta a tus razones, no sé qué piensas más sacar de mi amor de lo que entonces te mostré. DesvÃa estos vanos y locos pensamientos de ti por que mi honra y persona estén, sin detrimento de mala sospecha, seguras. A esto fue aquà mi venida, a dar concierto en tu despedida y mi reposo. No quieras poner mi fama en la balanza de las lenguas maldicientes.
CALISTO.- A los corazones aparejados con apercibimiento recio contra las adversidades, ninguna puede venir que pase de claro en claro la fuerza de su muro. Pero el triste que, desarmado y sin proveer los engaños y celadas, se vino a meter por las puertas de tu seguridad, cualquiera cosa que en contrario vea es razón que me atormente y pase, rompiendo todos los almacenes en que la dulce nueva estaba aposentada. ¡Oh malaventurado Calisto! ¡Oh cuán burlado has sido de tus sirvientes! ¡Oh engañosa mujer Celestina! ¡Dejárasme acabar de morir y no tornaras a vivificar mi esperanza para que tuviese más que gastar el fuego que ya me aqueja! ¿Por qué falsaste la palabra de esta mi señora? ¿Por qué has asà dado con tu lengua causa a mi desesperación? ¿A qué me mandaste aquà venir, para que me fuese mostrado el disfavor, el entredicho, la desconfianza, el odio, por la misma boca de esta que tiene las llaves de mi perdición y gloria? ¡Oh enemiga! ¿Y tú no me dijiste que esta mi señora me era favorable? ¿No me dijiste que de su grado mandaba venir este su cautivo al presente lugar, no para me desterrar nuevamente de su presencia, pero para alzar el destierro ya por otro su mandamiento, puesto antes de ahora? ¿En quién hallaré yo fe? ¿A dónde hay verdad? ¿Quién carece de engaño? ¿A dónde no moran falsarios? ¿Quién es claro enemigo? ¿Quién es verdadero amigo? ¿Dónde no se fabrican traiciones? ¿Quién osó darme tan cruda esperanza de perdición?
MELIBEA.- Cesen, señor mÃo, tus verdaderas querellas, que ni mi corazón basta para las sufrir ni mis ojos para lo disimular. Tú lloras de tristeza, juzgándome cruel; yo lloro de placer, viéndote tan fiel. ¡Oh mi señor y mi bien todo, cuánto más alegre me fuera poder ver tu faz que oÃr tu voz! Pero, pues no se puede al presente más hacer, toma la firma y sello de las razones que te envié escritas en la lengua de aquella solÃcita mensajera. Todo lo que te dijo confirmo, todo lo he por bueno. Limpia, señor, tus ojos, ordena de mà a tu voluntad.
CALISTO.- ¡Oh señora mÃa, esperanza de mi gloria, descanso y alivio de mi pena, alegrÃa de mi corazón! ¿Qué lengua será bastante para te dar iguales gracias a la sobrada e incomparable merced que, en este punto de tanta congoja para mÃ, me has querido hacer en querer que un tan flaco e indigno hombre pueda gozar de tu suavÃsimo amor? Del cual, aunque muy deseoso, siempre me juzgaba indigno, mirando tu grandeza, considerando tu estado, remirando tu perfección, contemplando tu gentileza, acatando mi poco merecer y tu alto merecimiento, tus extremadas gracias, tus loadas y manifiestas virtudes. Pues, ¡oh alto Dios!, ¿cómo te podré ser ingrato, que tan milagrosamente has obrado conmigo tus singulares maravillas? ¡Oh cuántos dÃas antes de ahora pasados me fue venido ese pensamiento a mi corazón! Por imposible lo rechazaba de mi memoria, hasta que ya los rayos ilustrantes de tu muy claro gesto dieron luz en mis ojos, encendieron mi corazón, despertaron mi lengua, extendieron mi merecer, acortaron mi cobardÃa, destorcieron mi encogimiento, doblaron mis fuerzas, desadormecieron mis pies y manos, finalmente, me dieron tal osadÃa que me han traÃdo con su mucho poder a este sublimado estado en que ahora me veo. Oyendo de grado tu suave voz, la cual, si antes de ahora no conociese y no sintiese tus saludables olores, no podrÃa creer que careciesen de engaño tus palabras. Pero, como soy cierto de tu limpieza de sangre y hechos, me estoy remirando si soy yo Calisto, a quien tanto bien se hace.
MELIBEA.- Señor Calisto, tu mucho merecer, tus extremadas gracias, tu alto nacimiento, han obrado que, después que de ti hube entera noticia, ningún momento de mi corazón te partieses, y, aunque muchos dÃas he pugnado por lo disimular, no he podido tanto que, en tornándome aquella mujer tu dulce nombre a la memoria, no descubriese mi deseo. Y viniese a este lugar y tiempo, donde te suplico ordenes y dispongas de mi persona según quieras. Las puertas impiden nuestro gozo, las cuales yo maldigo y sus fuertes cerrojos, y mis flacas fuerzas, que ni tú estarÃas quejoso ni yo descontenta.
CALISTO.- ¿Cómo, señora mÃa? ¿Y mandas que consienta a un palo impedir nuestro gozo? Nunca yo pensé que, demás de tu voluntad, lo pudiera cosa estorbar. ¡Oh molestas y enojosas puertas!, ruego a Dios que tal fuego os abrase como a mà da guerra, que con la tercia parte serÃais en un punto quemadas. Pues, por Dios, señora mÃa, permite que llame a mis criados para que las quiebren.
PÃRMENO.- ¿No oyes, no oyes, Sempronio? A buscarnos quiere venir para que nos den mal año. No me agrada cosa esta venida. ¡En mal punto creo que se empezaron estos amores! Yo no espero más aquÃ.
SEMPRONIO.- Calla, calla, escucha, que ella no consiente que vamos allá.
MELIBEA.- ¿Quieres, amor mÃo, perderme a mà y dañar mi fama? No sueltes las riendas a la voluntad. La esperanza es cierta, el tiempo breve cuanto tú ordenares. Y pues tú sientes tu pena sencilla y yo la de entrambos, tú solo dolor, yo el tuyo y el mÃo, conténtate con venir mañana a esta hora por las paredes de mi huerto. Que si ahora quebrases las crueles puertas, aunque al presente no fuésemos sentidos, amanecerÃa en casa de mi padre terrible sospecha de mi yerro. Y, pues sabes que tanto mayor es el yerro cuanto mayor es el que yerra, en un punto será por la ciudad publicado.
SEMPRONIO.- ¡En hora mala acá esta noche venimos! Aquà nos ha de amanecer, según del espacio que nuestro amo lo toma. Que, aunque más la dicha nos ayude, nos han en tanto tiempo de sentir de su casa o vecinos.
PÃRMENO.- Ya ha dos horas que te requiero que nos vamos, que no faltará un achaque.
CALISTO.- ¡Oh mi señora y mi bien todo! ¿Por qué llamas yerro a aquello que por los santos de Dios me fue concedido? Rezando hoy ante el altar de la Magdalena me vino con tu mensaje alegre aquella solÃcita mujer.
PÃRMENO.- ¡Desvariar, Calisto, desvariar! Por fe tengo, hermano, que no es cristiano lo que la vieja traidora con sus pestÃferos hechizos ha rodeado y hecho. Dice que los santos de Dios se lo han concedido e impetrado. Y con esta confianza quiere quebrar las puertas, y no habrá dado el primer golpe cuando sea sentido y tomado por los criados de su padre, que duermen cerca.
SEMPRONIO.- Ya no temas, Pármeno, que harto desviados estamos. En sintiendo el bollicio, el buen huir nos ha de valer. Déjale hacer, que, si mal hiciere, él lo pagará.
PÃRMENO.- Bien hablas, en mi corazón estás. Asà se haga. Huyamos la muerte, que somos mozos. Que no querer morir ni matar no es cobardÃa, sino buen natural. Estos escuderos de Pleberio son locos, no desean tanto comer ni dormir como cuestiones y ruidos. Pues más locura serÃa esperar pelea con enemigo que no ama tanto la victoria y vencimiento como la contina guerra y contienda. ¡Oh, si me vieses, hermano, cómo estoy, placer habrÃas! A medio lado, abiertas las piernas, el pie izquierdo adelante, puesto en huida, las faldas en la cinta, la adarga arrollada, y so el sobaco, por que no me empache. ¡Que, por Dios, que creo huyese como un gamo, según el temor que tengo de estar aquÃ!
SEMPRONIO.- Mejor estoy yo, que tengo liado el broquel y el espada con las correas, por que no se me caigan al correr, y el casquete en la capilla.
PÃRMENO.- ¿Y las piedras que traÃas en ella?
SEMPRONIO.- Todas las vertà por ir más liviano, que harto tengo que llevar en estas corazas que me hiciste vestir por importunidad, que bien las rehusaba de traer porque me parecÃan para huir muy pesadas. ¡Escucha, escucha! ¿Oyes, Pármeno? ¡A malas andan! ¡Muertos somos! Bota presto, echa hacia casa de Celestina, no nos atajen por nuestra casa.
PÃRMENO.- ¡Huye, huye, que corres poco! ¡Oh pecador de mÃ, si nos han de, deja broquel y todo!
SEMPRONIO.- ¿Si han muerto ya a nuestro amo?
PÃRMENO.- No sé, no me digas nada; corre y calla, que el menor cuidado mÃo es ése.
SEMPRONIO.- ¡Ce, ce, Pármeno! Torna, torna callando, que no es sino la gente del alguacil, que pasaba haciendo estruendo por la otra calle.
PÃRMENO.- MÃralo bien. No te fÃes en los ojos, que se antoja muchas veces uno por otro. No me habÃan dejado gota de sangre. Tragada tenÃa ya la muerte, que me parecÃa que me iban dando en estas espaldas golpes. En mi vida me acuerdo haber tan gran temor ni verme en tal afrenta, aunque he andado por casas ajenas harto tiempo y en lugares de harto trabajo, que nueve años servà a los frailes de Guadalupe, que mil veces nos apuñeábamos yo y otros. Pero nunca, como esta vez, hube miedo de morir.
SEMPRONIO.- Y yo, ¿no servà al cura de San Miguel, y al mesonero de la plaza, y a Mollejas el hortelano? Y también yo tenÃa mis cuestiones con los que tiraban piedras a los pájaros que asentaban en un álamo grande que tenÃa, porque dañaban la hortaliza. Pero guárdete Dios de verte con armas, que aquél es el verdadero temor. No en balde dicen «cargado de hierro y cargado de miedo». ¡Vuelve, vuelve, que el alguacil es, cierto!
MELIBEA.- Señor Calisto, ¿qué es esto que en la calle suena? Parecen voces de gente que van en huida. ¡Por Dios, mÃrate, que estás a peligro!
CALISTO.- Señora, no temas, que a buen seguro vengo. Los mÃos deben de ser, que son unos locos y desarman a cuantos pasan, y huirÃales alguno.
MELIBEA.- ¿Son muchos los que traéis?
CALISTO.- No, sino dos, pero, aunque sean seis sus contrarios, no recibirán mucha pena para les quitar sus armas y hacerlos huir según su esfuerzo. Escogidos son, señora, que no vengo a lumbre de pajas. Si no fuese por lo que a tu honra toca, pedazos harÃan estas puertas. Y si sentidos fuésemos, a ti y a mà librarÃan de toda la gente de tu padre.
MELIBEA.- ¡Oh, por Dios, no se cometa tal cosa! Pero mucho placer tengo que de tan fiel gente andes acompañado, bien empleado es el pan que tan esforzados sirvientes comen. Por mi amor, señor, pues tal gracia la natura les quiso dar, sean de ti bien tratados y galardonados, por que en todo te guarden secreto. Y cuando sus osadÃas y atrevimientos les corrigieres, a vueltas del castigo mezcla favor, por que los ánimos esforzados no sean con encogimiento diminutos e irritados en el osar a sus tiempos.
PÃRMENO.- ¡Ce, ce, señor! QuÃtate presto de aquÃ, que viene mucha gente con hachas y serás visto y conocido, que no hay donde te metas.
CALISTO.- ¡Oh mezquino yo, y cómo es forzado, señora, partirme de ti! Por cierto, temor de la muerte no obrara tanto como el de tu honra. Pues que asà es, los ángeles queden con tu presencia. Mi venida será, como ordenaste, por el huerto.
MELIBEA.- Asà sea, y vaya Dios contigo.
PLEBERIO.- Señora mujer, ¿duermes?
ALISA.- Señor, no.
PLEBERIO.- ¿No oyes bullicio en el retraimiento de tu hija?
ALISA.- Sà oigo. ¡Melibea, Melibea!
PLEBERIO.- No te oye. Yo la llamaré más recio. ¡Hija mÃa Melibea!
MELIBEA.- ¿Señor?
PLEBERIO.- ¿Quién da patadas y hace bullicio en tu cámara?
MELIBEA.- Señor, Lucrecia es, que salió por un jarro de agua para mÃ, que habÃa sed.
PLEBERIO.- Duerme, hija, que pensé que era otra cosa.
LUCRECIA.- Poco estruendo los despertó; con pavor hablaban.
MELIBEA.- No hay tan manso animal que con amor o temor de sus hijos no asperee. Pues, ¿qué harÃan si mi cierta salida supiesen?
CALISTO.- Cerrad esa puerta, hijos. Y tú, Pármeno, sube una vela arriba.
SEMPRONIO.- Debes, señor, reposar y dormir eso que queda de aquà al dÃa.
CALISTO.- Pláceme, que bien lo he menester. ¿Qué te parece, Pármeno, de la vieja que tú me desalababas? ¿Qué obra ha salido de sus manos? ¿Qué fuera hecho sin ella?
PÃRMENO.- Ni yo sentÃa tu gran pena ni conocÃa la gentileza y merecimiento de Melibea, y asà no tengo culpa. ConocÃa a Celestina y sus mañas. Avisábate como a señor, pero ya me parece que es otra. Todas las ha mudado.
CALISTO.- ¿Y cómo mudado?
PÃRMENO.- Tanto que, si no lo hubiese visto, no lo creerÃa. ¡Mas asà vivas tú como es verdad!
CALISTO.- Pues, ¿habéis oÃdo lo que con aquella mi señora he pasado? ¿Qué hacÃais? ¿TenÃais temor?
SEMPRONIO.- ¿Temor, señor, o qué? Por cierto, todo el mundo no nos le hiciera tener. ¡Hallado habÃas los temerosos! Allà estuvimos esperándote muy aparejados y nuestras armas muy a mano.
CALISTO.- ¿Habéis dormido algún rato?
SEMPRONIO.- ¿Dormir, señor? ¡Dormilones son los mozos! Nunca me asenté ni aun junté, por Dios, los pies, mirando a todas partes para, en sintiendo, poder saltar presto y hacer todo lo que mis fuerzas me ayudaran. Pues Pármeno, aunque parecÃa que no te servÃa hasta aquà de buena gana, asà se holgó cuando vio los de las hachas como lobo cuando siente polvo de ganado, pensando poder quitárselas hasta que vio que eran muchos.
CALISTO.- No te maravilles, que procede de su natural ser osado y, aunque no fuese por mÃ, hacÃalo porque no pueden los tales venir contra su uso, que, aunque muda el pelo la raposa, su natural no despoja. Por cierto, yo dije a mi señora Melibea lo que en vosotros hay y cuán seguras tenÃa mis espaldas con vuestra ayuda y guarda. Hijos, en mucho cargo os soy. Rogad a Dios por salud, que yo os galardonaré más cumplidamente vuestro buen servicio. Id con Dios a reposar.
PÃRMENO.- ¿A dónde iremos, Sempronio? ¿A la cama a dormir o a la cocina a almorzar?
SEMPRONIO.- Ve tú donde quisieres, que, antes que venga el dÃa, quiero yo ir a Celestina a cobrar mi parte de la cadena. Que es una puta vieja, no le quiero dar tiempo en que fabrique alguna ruindad con que nos excluya.
PÃRMENO.- Bien dices. Olvidádolo habÃa. Vamos entrambos y, si en eso se pone, espantémosla de manera que le pese, que sobre dinero no hay amistad.
SEMPRONIO.- ¡Ce, ce, calla!, que duerme cabe esta ventanilla. Ta, ta, señora Celestina, ábrenos.
CELESTINA.- ¿Quién llama?
SEMPRONIO.- Abre, que son tus hijos.
CELESTINA.- No tengo yo hijos que anden a tal hora.
SEMPRONIO.- Ãbrenos a Pármeno y Sempronio, que nos venimos acá almorzar contigo.
CELESTINA.- ¡Oh locos traviesos! Entrad, entrad. ¿Cómo venÃs a tal hora, que ya amanece? ¿Qué habéis hecho? ¿Qué os ha pasado? ¿Despidiose la esperanza de Calisto o vive todavÃa con ella, o cómo queda?
SEMPRONIO.- ¿Cómo, madre? Si por nosotros no fuera ya anduviera su alma buscando posada para siempre. Que, si estimarse pudiese a lo que de allà nos queda obligado, no serÃa su hacienda bastante a cumplir la deuda, si verdad es lo que dicen que la vida y persona es más digna y de más valor que otra cosa ninguna.
CELESTINA.- ¡Jesú! ¿Que en tanta afrenta os habéis visto? Cuéntamelo, por Dios.
SEMPRONIO.- Mira qué tanta que, por mi vida, la sangre me hierve en el cuerpo en tornarlo a pensar.
CELESTINA.- Reposa, por Dios, y dÃmelo.
PÃRMENO.- Cosa larga le pides, según venimos alterados y cansados del enojo que habemos habido. HarÃas mejor en aparejarnos a él y a mà de almorzar; quizá nos amansarÃa algo la alteración que traemos. Que cierto te digo que no querrÃa ya topar hombre que paz quisiese. Mi gloria serÃa ahora hallar en quién vengar la ira que no pude en los que nos la causaron, por su mucho huir.
CELESTINA.- ¡Landre me mate si no me espanto en verte tan fiero! Creo que burlas. DÃmelo ahora, Sempronio, tú, por mi vida: ¿qué os ha pasado?
SEMPRONIO.- Por Dios, sin seso vengo, desesperado; aunque para contigo por demás es no templar la ira y todo enojo, y mostrar otro semblante que con los hombres. Jamás me mostré poder mucho con los que poco pueden. Traigo, señora, todas las armas despedazadas, el broquel sin aro, la espada como sierra, el casquete abollado en la capilla. Que no tengo con que salir un paso con mi amo cuando menester me haya, que quedó concertado de ir esta noche que viene a verse por el huerto. Pues, ¿comprarlo de nuevo? ¡No mandó un maravedà en que caiga muerto!
CELESTINA.- PÃdelo, hijo, a tu amo, pues en su servicio se gastó y quebró. Pues sabes que es persona que luego lo cumplirá, que no es de los que dicen «vive conmigo y busca quien te mantenga». Él es tan franco que te dará para eso y para más.
SEMPRONIO.- ¡Ja! Trae también Pármeno perdidas las suyas; a este cuento en armas se le irá su hacienda. ¿Cómo quieres que le sea tan importuno en pedirle más de lo que él de su propio grado hace, pues es harto? No digan por mà que, dándome un palmo, pido cuatro. Dionos las cien monedas, dionos después la cadena. A tres tales aguijones no tendrá cera en el oÃdo. Caro le costarÃa este negocio. Contentémonos con lo razonable, no lo perdamos todo por querer más de la razón, que quien mucho abarca poco suele apretar.
CELESTINA.- ¡Gracioso es el asno! Por mi vejez, que, si sobre comer fuera, que dijera que habÃamos todos cargado demasiado. ¿Estás en tu seso, Sempronio? ¿Qué tiene que hacer tu galardón con mi salario, tu soldada con mis mercedes? ¿Soy yo obligada a soldar vuestras armas, a cumplir vuestras faltas? A osadas, que me maten si no te has asido a una palabrilla que te dije el otro dÃa viniendo por la calle, que cuanto yo tenÃa era tuyo y que, en cuanto pudiese con mis pocas fuerzas, jamás te faltarÃa. Y que, si Dios me diese buena manderecha con tu amo, que tú no perderÃas nada. Pues ya sabes, Sempronio, que estos ofrecimientos, estas palabras de buen amor, no obligan. No ha de ser oro cuanto reluce, si no, más barato valdrÃa. Dime, ¿estoy en tu corazón, Sempronio? Verás, si aunque soy vieja, si acierto lo que tú puedes pensar. Tengo, hijo, en buena fe, más pesar, que se me quiere salir esta alma de enojo. Di a esta loca de Elicia, como vine de tu casa, la cadenilla que traje para que se holgase con ella, y no se puede acordar dónde la puso, que en toda esta noche ella ni yo no habemos dormido sueño de pesar. No por su valor de la cadena, que no era mucho, pero por su mal cobro de ella y de mi mala dicha. Entraron unos conocidos y familiares mÃos en aquella sazón aquÃ. Temo no la hayan llevado diciendo «si te vi, burleme, etc.». Asà que, hijos, ahora que quiero hablar con entrambos, si algo vuestro amo a mà me dio, debéis mirar que es mÃo; que de tu jubón de brocado no te pedà yo parte ni la quiero. Sirvamos todos, que a todos dará según viere que lo merecen. Que si me ha dado algo, dos veces he puesto por él mi vida al tablero. Más herramienta se me ha embotado en su servicio que a vosotros. Más materiales he gastado, pues habéis de pensar, hijos, que todo me cuesta dinero, aun mi saber, que no lo he alcanzado holgando, de lo cual fuera buen testigo su madre de Pármeno, Dios haya su alma. Esto trabajé yo; a vosotros se os debe esotro. Esto tengo yo por oficio y trabajo; vosotros, por recreación y deleite. Pues asÃ, no habéis vosotros de haber igual galardón de holgar que yo de penar. Pero, aun con todo lo que he dicho, no os despidáis, si mi cadena parece, de sendos pares de calzas de grana, que es el hábito que mejor en los mancebos parece. Y si no, recibid la voluntad, que yo me callaré con mi pérdida. Y todo esto de buen amor, porque holgasteis que hubiese yo antes el provecho de estos pasos que no otra. Y si no os contentarais, de vuestro daño haréis.
SEMPRONIO.- No es ésta la primera vez que yo he dicho cuánto en los viejos reina este vicio de codicia. Cuando pobre, franca; cuando rica, avarienta. Asà que adquiriendo crece la codicia y la pobreza codiciando, y ninguna cosa hace pobre al avariento sino la riqueza. ¡Oh Dios, y cómo crece la necesidad con la abundancia! ¿Quién la oyó esta vieja decir que me llevase yo todo el provecho, si quisiese, de este negocio, pensando que serÃa poco? Ahora que lo ve crecido no quiere dar nada, por cumplir el refrán de los niños, que dicen «de lo poco, poco; de lo mucho, nada».
PÃRMENO.- Dete lo que prometió o tomémosselo todo. Harto te decÃa yo quién era esta vieja, si tú me creyeras.
CELESTINA.- Si mucho enojo traéis con vosotros, o con vuestro amo o armas, no lo quebréis en mÃ, que bien sé dónde nace esto. Bien sé y barrunto de qué pie coxqueáis; no cierto de la necesidad que tenéis de lo que pedÃs, ni aun por la mucha codicia que lo tenéis, sino pensando que os he de tener toda vuestra vida atados y cautivos con Elicia y Areúsa, sin quereros buscar otras. Movéisme estas amenazas de dinero, ponéisme estos temores de la partición. Pues callad, que quien éstas os supo acarrear, os dará otras diez ahora que hay más conocimiento, y más razón, y más merecido de vuestra parte. Y si sé cumplir lo que se promete en este caso, dÃgalo Pármeno. ¡Dilo, di, no hayas empacho de contar cómo nos pasó cuando a la otra dolÃa la madre!
SEMPRONIO.- Yo dÃgole que se vaya y abájase las bragas; no ando por lo que piensas. No entremetas burlas a nuestra demanda, que con ese galgo no tomarás, si yo puedo, más liebres. Déjate conmigo de razones. A perro viejo, no cuz cuz. Danos las dos partes por cuenta de cuanto de Calisto has recibido; no quieras que se descubra quién tú eres. ¡A los otros, a los otros con esos halagos, vieja!
CELESTINA.- ¿Quién soy yo, Sempronio? ¿Quitásteme de la puterÃa? Calla tu lengua, no amengües mis canas, que soy una vieja cual Dios me hizo, no peor que todas. Vivo de mi oficio, como cada cual oficial del suyo, muy limpiamente. A quien no me quiere no lo busco; de mi casa me vienen a sacar, en mi casa me ruegan. Si bien o mal vivo, Dios es el testigo de mi corazón. Y no pienses con tu ira maltratarme, que justicia hay para todos y a todos es igual. Tan bien seré oÃda, aunque mujer, como vosotros muy peinados. Déjame en mi casa con mi fortuna. Y tú, Pármeno, no pienses que soy tu cautiva por saber mis secretos y mi vida pasada, y los casos que nos acaecieron a mà y a la desdichada de tu madre. Aun asà me trataba ella cuando Dios querÃa.
PÃRMENO.- ¡No me hinches las narices con esas memorias; si no, enviarte he con nuevas a ella, donde mejor te puedas quejar!
CELESTINA.- ¡Elicia, Elicia, levántate de esa cama! ¡Daca mi manto, presto!, que, por los santos de Dios, para aquella justicia me vaya bramando como una loca. ¿Qué es esto? ¿Qué quieren decir tales amenazas en mi casa? ¡Con una oveja mansa tenéis vosotros manos y braveza, con una gallina atada, con una vieja de sesenta años! ¡Allá, allá con los hombres como vosotros! ¡Contra los que ciñen espada mostrad vuestras iras, no contra mi flaca rueca! Señal es de gran cobardÃa acometer a los menores y a los que poco pueden. Las sucias moscas nunca pican sino los bueyes magros y flacos. Los gozques ladradores a los pobres peregrinos aquejan con mayor Ãmpetu. Si aquella que allà está en aquella cama me hubiese a mà creÃdo, jamás quedarÃa esta casa de noche sin varón, ni dormirÃamos a lumbre de pajas; pero, por aguardarte, por serte fiel, padecemos esta soledad. Y como nos veis mujeres, habláis y pedÃs demasÃas, lo cual, si hombre sintieseis en la posada, no harÃais, que, como dicen, «el duro adversario entibia las iras y sañas».
SEMPRONIO.- ¡Oh vieja avarienta, muerta de sed por dinero!, ¿no serás contenta con la tercia parte de lo ganado?
CELESTINA.- ¿Qué tercia parte? Vete con Dios de mi casa tú. Y esotro no dé voces, no allegue la vecindad. No me hagáis salir de seso, no queráis que salgan a plaza las cosas de Calisto y vuestras.
SEMPRONIO.- Da voces o gritos, que tú cumplirás lo que prometiste o cumplirás hoy tus dÃas.
ELICIA.- Mete, por Dios, el espada. Tenlo, Pármeno, tenlo, no la mate ese desvariado.
CELESTINA.- ¡Justicia, justicia, señores vecinos! ¡Justicia, que me matan en mi casa estos rufianes!
SEMPRONIO.- ¿Rufianes o qué? Espera, doña hechicera, que yo te haré ir al infierno con cartas.
CELESTINA.- ¡Ay, que me ha muerto! ¡Ay, ay, confesión, confesión!
PÃRMENO.- Dale, dale. Acábala, pues comenzaste, que nos sentirán. ¡Muera, muera! De los enemigos, los menos.
CELESTINA.- ¡Confesión!
ELICIA.- ¡Oh crueles enemigos! ¡En mal poder os veáis! ¿Y para quién tuvisteis manos? Muerta es mi madre y mi bien todo.
SEMPRONIO.- ¡Huye, huye, Pármeno, que carga mucha gente! ¡Guarte, guarte, que viene el alguacil!
PÃRMENO.- ¡Oh pecador de mÃ, que no hay por dó nos vamos, que está tomada la puerta!
SEMPRONIO.- ¡Saltemos de estas ventanas; no muramos en poder de justicia!
PÃRMENO.- ¡Salta, que yo tras ti voy!
Acto XIII
ARGUMENTO DEL DECIMOTERCER ACTO
Despertado Calisto de dormir, está hablando consigo mismo. De aquà a un poco está llamando a Tristán y a otros sus criados. Torna a dormir Calisto. Pónese Tristán a la puerta. Viene Sosia llorando. Preguntado de Tristán, Sosia cuéntale la muerte de Sempronio y Pármeno. Van a decir las nuevas a Calisto, el cual, sabiendo la verdad, hace gran lamentación.
CALISTO, TRISTÃN, SOSIA.
CALISTO.- ¡Oh cómo he dormido tan a mi placer después de aquel azucarado rato, después de aquel angélico razonamiento! Gran reposo he tenido. El sosiego y descanso, ¿procede de mi alegrÃa, o lo causó el trabajo corporal mi mucho dormir, o la gloria y placer del ánimo? Y no me maravillo que lo uno y lo otro se juntasen a cerrar los candados de mis ojos, pues trabajé con el cuerpo y persona y holgué con el espÃritu y sentido la pasada noche. Muy cierto es que la tristeza acarrea pensamiento, y el mucho pensar impide el sueño, como a mà estos dÃas es acaecido con la desconfianza que tenÃa de la mayor gloria, que ya poseo. ¡Oh señora y amor mÃo, Melibea! ¿Qué piensas ahora? ¿Si duermes o estás despierta? ¿Si piensas en mà o en otro? ¿Si estás levantada o acostada? ¡Oh dichoso y bienandante Calisto, si verdad es que no ha sido sueño lo pasado! ¿Soñelo o no? ¿Fue fantaseado o pasó en verdad? Pues no estuve solo; mis criados me acompañaron. Dos eran. Si ellos dicen que pasó, en verdad creerlo he, según derecho. Quiero mandarlos llamar para más confirmar mi gozo. ¡Tristanico, mozos! ¡Tristanico, levántate de ahÃ!
TRISTÃN.- Señor, levantado estoy.
CALISTO.- Corre, llámame a Sempronio y a Pármeno.
TRISTÃN.- Ya voy, señor.
CALISTO
Duerme y descansa, penado,
desde ahora,
pues te ama tu señora
de su grado.
Venza placer al cuidado
y no le vea,
pues te ha hecho su privado
Melibea.
TRISTÃN.- Señor, no hay ningún mozo en casa.
CALISTO.- Pues abre esas ventanas; verás qué hora es.
TRISTÃN.- Señor, bien de dÃa.
CALISTO.- Pues tórnalas a cerrar y déjame dormir hasta que sea hora de comer.
TRISTÃN.- Quiero bajarme a la puerta por que duerma mi amo sin que ninguno le impida, y a cuantos le buscaren se le negaré. ¡Oh qué grita suena en el mercado! ¿Qué es esto? Alguna justicia se hace o madrugaron a correr toros. No sé qué me diga de tan grandes voces como se dan. De allá viene Sosia, el mozo de espuelas; él me dirá qué es esto. Desgreñado viene el bellaco; en alguna taberna se debe haber revolcado. Y si mi amo le cae en el rastro, mandarle ha dar dos mil palos, que, aunque es algo loco, la pena le hará cuerdo. Parece que viene llorando. ¿Qué es esto, Sosia? ¿Por qué lloras? ¿De dó vienes?
SOSIA.- ¡Oh malaventurado yo! ¡Oh qué pérdida tan grande! ¡Oh deshonra de la casa de mi amo! ¡Oh qué mal dÃa amaneció éste! ¡Oh desdichados mancebos!
TRISTÃN.- ¿Qué es? ¿Qué has? ¿Por qué te matas? ¿Qué mal es éste?
SOSIA.- Sempronio y Pármeno...
TRISTÃN.- ¿Qué dices, Sempronio y Pármeno? ¿Qué es esto, loco? ¡Aclárate más, que me turbas!
SOSIA.- Nuestros compañeros, nuestros hermanos...
TRISTÃN.- O tú estás borracho, o has perdido el seso, o traes alguna mala nueva. ¿No me dices qué es eso que dices de esos mozos?
SOSIA.- Que quedan degollados en la plaza.
TRISTÃN.- ¡Oh mala fortuna la nuestra si es verdad! ¿VÃstelos cierto o habláronte?
SOSIA.- Ya sin sentido iban, pero el uno, con harta dificultad, como me sintió que con lloro le miraba, hincó los ojos en mÃ, alzando las manos al cielo, cuasi dando gracias a Dios y como preguntando si me sentÃa de su morir. Y en señal de triste despedida abajó su cabeza con lágrimas en los ojos, dando bien a entender que no me habÃa de ver más hasta el dÃa del gran Juicio.
TRISTÃN.- No sentiste bien, que serÃa preguntarte si estaba presente Calisto. Y pues tan claras señas traes de este cruel dolor, vamos presto con las tristes nuevas a nuestro amo.
SOSIA.- ¡Señor, señor!
CALISTO.- ¿Qué es eso, locos? ¿No os mandé que no me recordaseis?
SOSIA.- Recuerda y levanta, que si tú no vuelves por los tuyos, de caÃda vamos. Sempronio y Pármeno quedan descabezados en la plaza como públicos malhechores, con pregones que manifestaban su delito.
CALISTO.- ¡Oh válgame Dios! ¿Y qué es esto que me dices? No sé si te crea tan acelerada y triste nueva. ¿VÃstelos tú?
SOSIA.- Yo los vi.
CALISTO.- Cata, mira qué dices, que esta noche han estado conmigo.
SOSIA.- Pues madrugaron a morir.
CALISTO.- ¡Oh mis leales criados! ¡Oh mis grandes servidores! ¡Oh mis fieles secretarios y consejeros! ¿Puede ser tal cosa verdad? ¡Oh amenguado Calisto, deshonrado quedas para toda tu vida! ¿Qué será de ti, muertos tal par de criados? Dime, por Dios, Sosia, ¿qué fue la causa? ¿Qué decÃa el pregón? ¿Dónde los tomaron? ¿Qué justicia lo hizo?
SOSIA.- Señor, la causa de su muerte publicaba el cruel verdugo a voces, diciendo: «Manda la justicia mueran los violentos matadores».
CALISTO.- ¿A quién mataron tan presto? ¿Qué puede ser esto? No ha cuatro horas que de mà se despidieron. ¿Cómo se llamaba el muerto?
SOSIA.- Señor, una mujer que se llamaba Celestina.
CALISTO.- ¿Qué me dices?
SOSIA.- Esto que oyes.
CALISTO.- Pues si eso es verdad, mata tú a mÃ, yo te perdono, que más mal hay que viste ni puedes pensar si Celestina, la de la cuchillada, es la muerta.
SOSIA.- Ella misma es. De más de treinta estocadas la vi llagada, tendida en su casa, llorándola una su criada.
CALISTO.- ¡Oh tristes mozos! ¿Cómo iban? ¿Viéronte? ¿Habláronte?
SOSIA.- ¡Oh señor, que si los vieras, quebraras el corazón de dolor! El uno llevaba todos los sesos de la cabeza fuera, sin ningún sentido. El otro, quebrados entrambos brazos y la cara magullada. Todos llenos de sangre, que saltaron de unas ventanas muy altas por huir del alguacil. Y asÃ, cuasi muertos, les cortaron las cabezas, que creo que ya no sintieron nada.
CALISTO.- Pues yo bien siento mi honra. Pluguiera a Dios que fuera yo ellos y perdiera la vida y no la honra, y no la esperanza de conseguir mi comenzado propósito, que es lo que más, en este caso desastrado, siento.¡Oh mi triste nombre y fama, cómo andas al tablero de boca en boca! ¡Oh mis secretos más secretos, cuán públicos andaréis por las plazas y mercados! ¿Qué será de mÃ? ¿A dónde iré? Que salga allá, a los muertos no puedo ya remediar. Que me esté aquÃ, parecerá cobardÃa. ¿Qué consejo tomaré? Dime, Sosia, ¿qué era la causa por que la mataron?
SOSIA.- Señor, aquella su criada, dando voces, llorando su muerte la publicaba a cuantos la querÃan oÃr, diciendo que porque no quiso partir con ellos una cadena de oro que tú le diste.
CALISTO.- ¡Oh dÃa de congoja, oh fuerte tribulación, y en que anda mi hacienda de mano en mano y mi nombre de lengua en lengua! Todo será público cuanto con ella y con ellos hablaba, cuanto de mà sabÃan, el negocio en que andaban. No osaré salir ante gentes. ¡Oh pecadores de mancebos, padecer por tan súbito desastre! ¡Oh mi gozo, cómo te vas disminuyendo! Proverbio es antiguo que de muy alto grandes caÃdas se dan. Mucho habÃa anoche alcanzado; mucho tengo hoy perdido. Rara es la bonanza en el piélago. Yo estaba en tÃtulo de alegre si mi ventura quisiera tener quedos los ondosos vientos de mi perdición. ¡Oh fortuna, cuánto y por cuántas partes me has combatido! Pues, por más que sigas mi morada y seas contraria a mi persona, las adversidades con igual ánimo se han de sufrir, y en ellas se prueba el corazón recio o flaco. No hay mejor toque para conocer qué quilates de virtud o esfuerzo tiene el hombre, pues por más mal y daño que me venga, no dejaré de cumplir el mandado de aquella por quien todo esto se ha causado, que más me va en conseguir la ganancia de la gloria que espero que en la pérdida de morir los que murieron. Ellos eran sobrados y esforzados, ahora o en otro tiempo de pagar habÃan. La vieja era mala y falsa, según parece, que hacÃa trato con ellos, y asà que riñeron sobre la capa del justo. Permisión fue divina que asà acabase en pago de muchos adulterios que por su intercesión o causa son cometidos. Quiero hacer aderezar a Sosia y a Tristanico. Irán conmigo este tan esperado camino; llevarán escalas, que son altas las paredes. Mañana haré que vengo de fuera, si pudiere vengar estas muertes; si no, pagaré mi inocencia con mi fingida ausencia o me fingiré loco, por mejor gozar de este sabroso deleite de mis amores, como hizo aquel gran capitán Ulises por evitar la batalla troyana y holgar con Penélope, su mujer.
Acto XIV
ARGUMENTO DEL DECIMOCUARTO ACTO
Está Melibea muy afligida hablando con Lucrecia sobre la tardanza de Calisto, el cual le habÃa hecho voto de venir en aquella noche a visitarla, lo cual cumplió, y con él vinieron Sosia y Tristán. Y después que cumplió su voluntad, volvieron todos a la posada. Y Calisto se retrae en su palacio y quéjase por haber estado tan poca cuantidad de tiempo con Melibea. Y ruega a Febo que cierre sus rayos, para haber de restaurar su deseo.
MELIBEA, LUCRECIA,SOSIA, TRISTÃN, CALISTO.
MELIBEA.- Mucho se tarda aquel caballero que esperamos. ¿Qué crees tú o sospechas de su estada, Lucrecia?
LUCRECIA.- Señora, que tiene justo impedimento y que no es en su mano venir más presto.
MELIBEA.- Los ángeles sean en su guarda, su persona esté sin peligro, que su tardanza no me da pena. Mas, cuitada, pienso muchas cosas que desde su casa acá le podrÃan acaecer. ¿Quién sabe si él, con voluntad de venir al prometido plazo en la forma que los tales mancebos a las tales horas suelen andar, fue topado de los alguaciles nocturnos y, sin le conocer, le han acometido, el cual por se defender los ofendió o es de ellos ofendido? ¿O si, por caso, los ladradores perros con sus crueles dientes, que ninguna diferencia saben hacer ni acatamiento de personas, le hayan mordido? ¿O si ha caÃdo en alguna calzada u hoyo, donde algún daño le viniese? Mas, ¡oh mezquina de mÃ!, ¿qué son estos inconvenientes que el concebido amor me pone delante y los atribulados imaginamientos me acarrean? No plega a Dios que ninguna de estas cosas sea, antes esté cuanto le placerá sin verme. Mas oye, oye, que pasos suenan en la calle y aun parece que hablan de esta otra parte del huerto.
SOSIA.- Arrima esa escalera, Tristán, que éste es el mejor lugar, aunque alto.
TRISTÃN.- Sube, señor. Yo iré contigo, porque no sabemos quién está dentro. Hablando están.
CALISTO.- Quedaos, locos, que yo entraré solo, que a mi señora oigo.
MELIBEA.- Es tu sierva, es tu cautiva, es la que más tu vida que la suya estima. ¡Oh mi señor!, no saltes de tan alto, que me moriré en verlo; baja, baja poco a poco por el escala; no vengas con tanta presura.
CALISTO.- ¡Oh angélica imagen! ¡Oh preciosa perla ante quien el mundo es feo! ¡Oh mi señora y mi gloria! En mis brazos te tengo y no lo creo. Mora en mi persona tanta turbación de placer que me hace no sentir todo el gozo que poseo.
MELIBEA.- Señor mÃo, pues me fié en tus manos, pues quise cumplir tu voluntad, no sea de peor condición por ser piadosa que si fuera esquiva y sin misericordia. No quieras perderme por tan breve deleite y en tan poco espacio, que las mal hechas cosas, después de cometidas, más presto se pueden reprehender que enmendar. Goza de lo que yo gozo, que es ver y llegar a tu persona; no pidas ni tomes aquello que, tomado, no será en tu mano volver. Guarte, señor, de dañar lo que con todos tesoros del mundo no se restaura.
CALISTO.- Señora, pues por conseguir esta merced toda mi vida he gastado, ¿qué serÃa, cuando me la diesen, desecharla? Ni tú, señora, me lo mandaras, ni yo lo podrÃa acabar conmigo. No me pidas tal cobardÃa. No es hacer tal cosa de ninguno que hombre sea, mayormente amando como yo. Nadando por este fuego de tu deseo toda mi vida, ¿no quieres que me arrime al dulce puerto a descansar de mis pasados trabajos?
MELIBEA.- Por mi vida, que aunque hable tu lengua cuanto quisiere, no obren las manos cuanto pueden. Está quedo, señor mÃo. Bástete, pues ya soy tuya, gozar de lo exterior, de esto que es propio fruto de amadores; no me quieras robar el mayor don que la natura me ha dado. Cata que del buen pastor es propio tresquilar sus ovejas y ganado, pero no destruirlo y estragarlo.
CALISTO.- ¿Para qué, señora? ¿Para que no esté queda mi pasión? ¿Para penar de nuevo? ¿Para tornar el juego de comienzo? Perdona, señora, a mis desvergonzadas manos, que jamás pensaron de tocar tu ropa con su indignidad y poco merecer. Ahora gozan de llegar a tu gentil cuerpo y lindas y delicadas carnes.
MELIBEA.- Apártate allá, Lucrecia.
CALISTO.- ¿Por qué, mi señora? Bien me huelgo que estén semejantes testigos de mi gloria.
MELIBEA.- Yo no los quiero de mi yerro. Si pensara que tan desmesuradamente te habÃas de haber conmigo, no fiara mi persona de tu cruel conversación.
SOSIA.- Tristán, bien oyes lo que pasa. ¿En qué términos anda el negocio?
TRISTÃN.- Oigo tanto que juzgo a mi amo por el más bienaventurado hombre que nació, y por mi vida que, aunque soy muchacho, que diese tan buena cuenta como mi amo.
SOSIA.- Para con tal joya quienquiera se tendrÃa manos, pero con su pan se la coma, que bien caro le cuesta: dos mozos entraron en la salsa de estos amores.
TRISTÃN.- Ya los tiene olvidados. ¡Dejaos morir sirviendo a ruines, haced locuras en confianza de su defensión! Viviendo con el Conde que no matase al hombre, me daba mi madre por consejo. Veslos a ellos alegres y abrazados, y sus servidores con harta mengua degollados.
MELIBEA.- ¡Oh mi vida y mi señor! ¿Cómo has querido que pierda el nombre y corona de virgen por tan breve deleite? ¡Oh pecadora de ti! Mi madre, si de tal cosa fueses sabedora, ¡cómo tomarÃas de grado tu muerte y me la darÃas a mà por fuerza! ¡Cómo serÃas cruel verdugo de tu propia sangre! ¡Cómo serÃa yo fin quejosa de tus dÃas! ¡Oh mi padre honrado, cómo he dañado tu fama y dado causa y lugar a quebrantar tu casa! ¡Oh traidora de mÃ, cómo no miré primero el gran yerro que se seguÃa de tu entrada, el gran peligro que esperaba!
SOSIA.- ¡Antes quisiera yo oÃrte esos milagros! Todas sabéis esa oración después que no puede dejar de ser hecho. ¡Y el bobo de Calisto que se lo escucha!
CALISTO.- Ya quiere amanecer. ¿Qué es esto? No parece que ha una hora que estamos aquà y da el reloj las tres.
MELIBEA.- Señor, por Dios, pues ya todo queda por ti, pues soy tu dueña, pues ya no puedes negar mi amor, no me niegues tu vista, mas, las noches que ordenares sea tu venida por este secreto lugar, a la misma hora, por que siempre te espere apercibida del gozo con que quedo, esperando las venideras noches. Y por el presente, vete con Dios, que no serás visto, que hace muy oscuro, ni yo en casa sentida, que aún no amanece.
CALISTO.- Mozos, poned el escala.
SOSIA.- Señor, vesla aquÃ. Baja.
MELIBEA.- Lucrecia, vente acá, que estoy sola. Aquel señor mÃo es ido. Conmigo deja su corazón; consigo lleva el mÃo. ¿Hasnos oÃdo?
LUCRECIA.- No, señora, que durmiendo he estado.
SOSIA.- Tristán, debemos ir muy callando, porque suelen levantarse a esta hora los ricos, los codiciosos de temporales bienes, los devotos de templos, monasterios e iglesias, los enamorados como nuestro amo, los trabajadores de los campos y labranzas, y los pastores, que en este tiempo traen las ovejas a estos apriscos a ordeñar, y podrÃa ser que cogiesen de pasada alguna razón por do toda su honra y la de Melibea se turbase.
TRISTÃN.- ¡Oh simple rascacaballos, dices que callemos y nombras su nombre de ella! ¡Bueno eres para adalid o para regir gente en tierra de moros de noche! Asà que, prohibiendo, permites; encubriendo, descubres; asegurando, ofendes; callando, voceas y pregonas; preguntando, respondes. Pues tan sutil y discreto eres, ¿no me dirás en qué mes cae Santa MarÃa de agosto, por que sepamos si hay harta paja en casa que comas hogaño?
CALISTO.- Mis cuidados y los de vosotros no son todos unos. Entrad callando, no nos sientan en casa. Cerrad esa puerta y vamos a reposar, que yo me quiero subir solo a mi cámara. Yo me desarmaré. Id vosotros a vuestras camas.
CALISTO.- ¡Oh mezquino yo, cuánto me es agradable de mi natural la solicitud y silencio y oscuridad! No sé si lo causa que me vino a la memoria la traición que hice en me despartir de aquella señora que tanto amo hasta que más fuera de dÃa, o el dolor de mi deshonra. ¡Ay, ay!, que esto es, esta herida es la que siento, ahora que se ha resfriado, ahora que está helada la sangre que ayer hervÃa, ahora que veo la mengua de mi casa, la falta de mi servicio, la perdición de mi patrimonio, la infamia que tiene mi persona, de la muerte de mis criados se ha seguido. ¿Qué hice? ¿En qué me detuve? ¿Cómo me pude sufrir que no me mostré luego presente como hombre injuriado, vengador, soberbio y acelerado de la manifiesta injusticia que me fue hecha? ¡Oh mÃsera suavidad de esta brevÃsima vida!, ¿quién es de ti tan codicioso que no quiera más morir luego que gozar un año de vida denostado y prorrogarle con deshonra, corrompiendo la buena fama de los pasados? Mayormente que no hay hora cierta ni limitada, ni aun un solo momento. Deudores somos sin tiempo, contino estamos obligados a pagar luego. ¿Por qué no salà a inquirir siquiera la verdad de la secreta causa de mi manifiesta perdición? ¡Oh breve deleite mundano, cómo duran poco y cuestan mucho tus dulzores! No se compra tan caro el arrepentir. ¡Oh triste yo!, ¿cuándo se restaurará tan grande pérdida? ¿Qué haré? ¿Qué consejo tomaré? ¿A quién descubriré mi mengua? ¿Por qué lo celo a los otros mis servidores y parientes? TresquÃlanme en consejo y no lo saben en mi casa. Salir quiero, pero, si salgo para decir que he estado presente, es tarde; si ausente, es temprano. Y para proveer amigos y criados antiguos, parientes y allegados, es menester tiempo, y para buscar armas y otros aparejos de venganza. ¡Oh cruel juez, y qué mal pago me has dado del pan que de mi padre comiste! Yo pensaba que pudiera con tu favor matar mil hombres sin temor de castigo, ¡inicuo falsario, perseguidor de verdad, hombre de bajo suelo! Bien dirán por ti que te hizo alcalde mengua de hombres buenos. Miraras que tú y los que mataste en servir a mis pasados y a mà erais compañeros. Mas, cuando el vil está rico, no tiene pariente ni amigo. ¡Quién pensara que tú me habÃas de destruir! No hay, cierto, cosa más empecible que el incogitado enemigo. ¿Por qué quisiste que dijesen «del monte sale con que se arde» y «que crié cuervo que me sacase el ojo»? Tú eres público delincuente y mataste a los que son privados. Y pues sabe que menor delito es el privado que el público, menor su utilidad, según las leyes de Atenas disponen, las cuales no son escritas con sangre; antes muestran que es menor yerro no condenar los malhechores que punir los inocentes. ¡Oh cuán peligroso es seguir justa causa delante injusto juez! Cuánto más este exceso de mis criados, que no carecÃa de culpa. Pues mira, si mal has hecho, que hay sindicado en el cielo y en la tierra. Asà que a Dios y al rey serás reo, y a mà capital enemigo. ¿Que pecó el uno por lo que hizo el otro? ¿Que por sólo ser su compañero los mataste a entrambos? Pero, ¿qué digo? ¿Con quién hablo? ¿Estoy en mi seso? ¿Qué es esto, Calisto? ¿Soñabas, duermes o velas? ¿Estás en pie o acostado? Cata que estás en tu cámara. ¿No ves que el ofendedor no está presente? ¿Con quién lo has? Torna en ti. Mira que nunca los ausentes se hallaron justos, oye entrambas partes para sentenciar. ¿No ves que por ejecutar la justicia no habÃa de mirar amistad ni deudo ni crianza? ¿No miras que la ley tiene de ser igual a todos? Mira que Rómulo, el primer cimentador de Roma, mató a su propio hermano porque la ordenada ley traspasó. Mira a Torcuato romano cómo mató a su hijo porque excedió la tribunicia constitución. Otros muchos hicieron lo mismo. Considera que, si aquà presente él estuviese, responderÃa que hacientes y consintientes merecen igual pena, aunque a entrambos matase por lo que el uno pecó. Y que, si aceleró en su muerte, que era crimen notorio y no eran necesarias muchas pruebas, y que fueron tomados en el acto del matar, que ya estaba el uno muerto de la caÃda que dio. Y también se debe creer que aquella lloradera moza que Celestina tenÃa en su casa le dio recia prisa con su triste llanto. Y él, por no hacer bullicio, por no me difamar, por no esperar a que la gente se levantase y oyesen el pregón, del cual gran infamia se me seguÃa, los mandó justiciar tan de mañana. Pues era forzoso el verdugo voceador para la ejecución y su descargo, lo cual todo, asà como creo es hecho, antes le quedo deudor y obligado para cuanto viva, no como a criado de mi padre, pero como a verdadero hermano. Y puesto caso que asà no fuese, puesto caso que no echase lo pasado a la mejor parte, acuérdate, Calisto, del gran gozo pasado. Acuérdate de tu señora y tu bien todo. Y pues tu vida no tienes en nada por su servicio, no has de tener las muertes de otros, pues ningún dolor igualará con el recibido placer. ¡Oh mi señora y mi vida!, que jamás pensé en ausencia ofenderte, que parece que tengo en poca estima la merced que me has hecho. No quiero pensar en enojo, no quiero tener ya con la tristeza amistad. ¡Oh bien sin comparación! ¡Oh insaciable contentamiento! ¿Y cuándo pidiera yo más a Dios por premio de mis méritos, si algunos son en esta vida de lo que alcanzado tengo? ¿Por qué no estoy contento? Pues no es razón ser ingrato a quien tanto bien me ha dado. Quiérolo conocer, no quiero con enojo perder mi seso, por que perdido no caiga de tan alta posesión. No quiero otra honra, otra gloria, no otras riquezas, no otro padre ni madre, no otros deudos ni parientes. De dÃa estaré en mi cámara; de noche, en aquel paraÃso dulce, en aquel alegre vergel, entre aquellas suaves plantas y fresca verdura. ¡Oh noche de mi descanso, si fueses ya tornada! ¡Oh luciente Febo, date prisa a tu acostumbrado camino! ¡Oh deleitosas estrellas, apareceos antes de la continua orden! ¡Oh espacioso reloj, aún te vea yo arder en vivo fuego de amor!, que si tú esperases lo que yo, cuando des doce, jamás estarÃas arrendado a la voluntad del maestro que te compuso. Pues vosotros, invernales meses que ahora estáis escondidos, vinieseis con vuestras muy cumplidas noches a trocarlas por estos prolijos dÃas. Ya me parece haber un año que no he visto aquel suave descanso, aquel deleitoso refrigerio de mis trabajos. Pero, ¿qué es lo que demando? ¿Qué pido, loco, sin sufrimiento? Lo que jamás fue ni puede ser. No aprenden los cursos naturales a rodearse sin orden, que a todos es un igual curso, a todos un mismo espacio para muerte y vida, un limitado término a los secretos movimientos del alto firmamento celestial de los planetas y Norte, de los crecimientos y mengua de la menstrua luna. Todo se rige con un freno igual, todo se mueve con igual espuela: cielo, tierra, mar, fuego, viento, calor, frÃo. ¿Qué me aprovecha a mà que dé doce horas el reloj de hierro si no las ha dado el del cielo? Pues por mucho que madrugue, no amanece más aÃna. Pero tú, dulce imaginación, tú que puedes, me acorre. Trae a mi fantasÃa la presencia angélica de aquella imagen luciente, vuelve a mis oÃdos el suave son de sus palabras, aquellos desvÃos sin gana, aquel «apártate allá, señor, no llegues a mû, aquel «no seas descortés» que con sus rubicundos labios veÃa sonar, aquel «no quieras mi perdición» que de rato en rato proponÃa, aquellos amorosos abrazos entre palabra y palabra, aquel soltarme y prenderme, aquel huir y llegarse, aquellos azucarados besos, aquella final salutación con que se me despidió. ¡Con cuánta pena salió por su boca! ¡Con cuántos desperezos! ¡Con cuántas lágrimas, que parecÃan granos de aljófar, que sin sentir se le caÃan de aquellos claros y resplandecientes ojos!
SOSIA.- Tristán, ¿qué te parece de Calisto, qué dormir ha hecho que son ya las cuatro de la tarde y no nos ha llamado ni ha comido?
TRISTÃN.- Calla, que el dormir no quiere prisa. Demás de esto, aquéjale por una parte la tristeza de aquellos mozos, por otra le alegra el muy gran placer de lo que con su Melibea ha alcanzado. Asà que dos tan recios contrarios verás qué tal pararán un flaco sujeto donde estuvieren aposentados.
SOSIA.- ¿Piénsaste tú que le penan a él mucho los muertos? Si no le penase más aquella que desde esta ventana veo yo ir por la calle, no llevarÃa las tocas de tal color.
TRISTÃN.- ¿Quién es, hermano?
SOSIA.- Llégate acá y verla has antes que trasponga. Mira aquella lutosa que se limpia ahora las lágrimas de los ojos. Aquélla es Elicia, criada de Celestina y amiga de Sempronio, una muy bonita moza, aunque queda ahora perdida la pecadora, porque tenÃa a Celestina por madre y a Sempronio por el principal de sus amigos. Y aquella casa donde entra, allà mora una hermosa mujer, muy graciosa y fresca, enamorada, medio ramera, pero no se tiene por poco dichoso quien la alcanza tener por amiga sin grande escote, y llámase Areúsa. Por la cual sé yo que hubo el triste de Pármeno más de tres noches malas, y aun que no le place a ella con su muerte.
Acto XV
ARGUMENTO DEL DECIMOQUINTO ACTO
Areúsa dice palabras injuriosas a un rufián llamado Centurio, el cual se despide de ella por la venida de Elicia, la cual cuenta a Areúsa las muertes que sobre los amores de Calisto y Melibea se habÃan ordenado. Y conciertan Areúsa y Elicia que Centurio haya de vengar las muertes de los tres en los dos enamorados. En fin, despÃdese Elicia de Areúsa, no consintiendo en lo que le ruega, por no perder el buen tiempo que se daba estando en su asueta casa.
AREÚSA, CENTURIO, ELICIA.
ELICIA.- ¿Qué vocear es éste de mi prima? Si ha sabido las tristes nuevas que yo le traigo, no habré yo las albricias de dolor que por tal mensaje se ganan. Llore, llore, vierta lágrimas, pues no se hallan tales hombres a cada rincón. Pláceme que asà lo siente. Mese aquellos cabellos como yo, triste, he hecho, sepa que es perder buena vida más trabajo que la misma muerte. ¡Oh cuánto más la quiero que hasta aquà por el gran sentimiento que muestra!
AREÚSA.- Vete de mi casa, rufián, bellaco, mentiroso, burlador, que me traes engañada, boba. Con tus ofertas vanas, con tus ronces y halagos, hasme robado cuanto tengo. Yo te dÃ, bellaco, sayo y capa, espada y broquel, camisas de dos en dos a las mil maravillas labradas. Yo te dà armas y caballo, púsete con señor que no le merecÃas descalzar. Ahora, una cosa que te pido que por mà hagas, pones mil achaques.
CENTURIO.- Hermana mÃa, mándame tú matar con diez hombres por tu servicio y no que ande una legua de camino a pie.
AREÚSA.- ¿Por qué jugaste tú el caballo, tahúr, bellaco? Que si por mà no hubiese sido, estarÃas tú ya ahorcado. Tres veces te he librado de la justicia, cuatro veces desempeñado en los tableros. ¿Por qué lo hago? ¿Por qué soy loca? ¿Por qué tengo fe con este cobarde? ¿Por qué creo sus mentiras? ¿Por qué le consiento entrar por mis puertas? ¿Qué tiene bueno? Los cabellos crespos, la cara acuchillada, dos veces azotado, manco de la mano del espada, treinta mujeres en la puterÃa. Salte luego de ahÃ, no te vea yo más, no me hables ni digas que me conoces; si no, por los huesos del padre que me hizo y de la madre que me parió, yo te haga dar mil palos en esas espaldas de molinero, que ya sabes que tengo quien lo sepa hacer, y, hecho, salirse con ello.
CENTURIO.- ¡Loquear, bobilla!, pues, si yo me ensaño, alguna llorará; mas quiero irme y sufrirte, que no sé quién entra. No nos oigan.
ELICIA.- Quiero entrar, que no es son de buen llanto donde hay amenazas y denuestos.
AREÚSA.- ¡Ay, triste yo! ¿Eres tú, mi Elicia? ¡Jesú, Jesú!, no lo puedo creer. ¿Qué es esto? ¿Quién te me cubrió de dolor? ¿Qué manto de tristeza es éste? Cata, que me espantas, hermana mÃa. Dime, presto, qué cosa es, que estoy sin tiento, ninguna gota de sangre has dejado en mi cuerpo.
ELICIA.- ¡Gran dolor, gran pérdida! Poco es lo que muestro con lo que siento y encubro; más negro traigo el corazón que el manto, las entrañas que las tocas. ¡Ay, hermana, hermana, que no puedo hablar! No puedo, de ronca, sacar la voz del pecho.
AREÚSA.- ¡Ay, triste, que me tienes suspensa! DÃmelo, no te meses, no te rasguñes ni maltrates. ¿Es común de entrambas este mal? ¿Tócame a mÃ?
ELICIA.- ¡Ay, prima mÃa y mi amor! Sempronio y Pármeno ya no viven, ya no son en el mundo. Sus ánimas ya están purgando su yerro, ya son libres de esta triste vida.
AREÚSA.- ¿Qué me cuentas? No me lo digas. Calla, por Dios, que me caeré muerta.
ELICIA.- Pues más mal hay que suena. Oye a la triste, que te contará más quejas. Celestina, aquella que tú bien conociste, aquella que yo tenÃa por madre, aquella que me regalaba, aquella que me encubrÃa, aquella con quien yo me honraba entre mis iguales, aquella por quien yo era conocida en toda la ciudad y arrabales, ya está dando cuenta de sus obras. Mil cuchilladas le vi dar a mis ojos; en mi regazo me la mataron.
AREÚSA.- ¡Oh fuerte tribulación! ¡Oh dolorosas nuevas, dignas de mortal lloro! ¡Oh acelerados desastres! ¡Oh pérdida incurable! ¿Cómo ha rodeado a tan presto la fortuna su rueda? ¿Quién los mató? ¿Cómo murieron? Que estoy embelesada, sin tiento, como quien cosa imposible oye. No ha ocho dÃas que los vi vivos y ya podemos decir «perdónelos Dios». Cuéntame, amiga mÃa, cómo es acaecido tan cruel y desastrado caso.
ELICIA.- Tú lo sabrás. Ya oÃste decir, hermana, los amores de Calisto y la loca de Melibea. Bien verÃas cómo Celestina habÃa tomado el cargo, por intercesión de Sempronio, de ser medianera, pagándole su trabajo, la cual puso tanta diligencia y solicitud que a la segunda azadonada sacó agua. Pues, como Calisto tan presto vio buen concierto en cosa que jamás lo esperaba, a vueltas de otras cosas dio a la desdichada de mi tÃa una cadena de oro. Y como sea de tal calidad aquel metal que mientras más bebemos de ello más sed nos pone, con sacrÃlega hambre, cuando se vio tan rica, alzose con su ganancia y no quiso dar parte a Sempronio ni a Pármeno de ello, lo cual habÃa quedado entre ellos que partiesen lo que Calisto diese. Pues, como ellos viniesen cansados una mañana de acompañar a su amo toda la noche, muy airados de no sé qué cuestiones que dicen que habÃan habido, pidieron su parte a Celestina de la cadena para remediarse. Ella púsose en negarles la convención y promesa, y decir que todo era suyo lo ganado, y aun descubriendo otras cosillas de secretos, que, como dicen, «riñen las comadres, etc.». Asà que ellos, muy enojados, por una parte los aquejaba la necesidad, que priva todo amor; por otra, el enojo grande y cansancio que traÃan, que acarrea alteración; por otra, habÃan la fe quebrada de su mayor esperanza. No sabÃan qué hacer. Estuvieron gran rato en palabras. Al fin, viéndola tan codiciosa, perseverando en su negar, echaron mano a sus espadas y diéronle mil cuchilladas.
AREÚSA.- ¡Oh desdichada de mujer, y en esto habÃa su vejez de fenecer! Y de ellos, ¿qué me dices? ¿En qué pararon?
ELICIA.- Ellos, como hubieron hecho el delito, por huir de la justicia, que acaso pasaba por allÃ, saltaron de las ventanas y cuasi muertos los prendieron, y sin más dilación los degollaron.
AREÚSA.- ¡Oh mi Pármeno y mi amor, y cuánto dolor me pone su muerte! Pésame del grande amor que con él tan poco tiempo habÃa puesto, pues no me habÃa más de durar. Pero, pues ya este mal recaudo es hecho, pues ya esta desdicha es acaecida, pues ya no se pueden por lágrimas comprar ni restaurar sus vidas, no te fatigues tú tanto, que cegarás llorando, que creo que poca ventaja me llevas en sentimiento y verás con cuánta paciencia lo sufro y paso.
ELICIA.- ¡Ay, que rabio! ¡Ay, mezquina, que salgo de seso! ¡Ay, que no hallo quien lo sienta como yo! No hay quien pierda lo que yo pierdo. ¡Oh cuánto mejores y más honestas fueran mis lágrimas en pasión ajena que en la propia mÃa! ¿A dónde iré, que pierdo madre, manto y abrigo; pierdo amigo, y tal, que nunca faltaba de mi marido? ¡Oh Celestina sabia, honrada y autorizada, cuántas faltas me encubrÃas con tu buen saber! Tú trabajabas, yo holgaba; tú salÃas fuera, yo estaba encerrada; tú rota, yo vestida; tú entrabas contino como abeja por casa, yo destruÃa, que otra cosa no sabÃa hacer. ¡Oh bien y gozo mundano, que, mientras eres poseÃdo, eres menospreciado, y jamás te consientes conocer hasta que te perdemos! ¡Oh Calisto y Melibea, causadores de tantas muertes, mal fin hayan vuestros amores! En mal sabor se conviertan vuestros dulces placeres; tórnese lloro vuestra gloria, trabajo vuestro descanso; las hierbas deleitosas donde tomáis los hurtados solaces se conviertan en culebras; los cantares se os tornen lloro; los sombrosos árboles del huerto se sequen con vuestra vista; sus flores olorosas se tornen de negra color.
AREÚSA.- Calla, por Dios, hermana. Pon silencio a tus quejas, ataja tus lágrimas, limpia tus ojos, torna sobre tu vida, que, cuando una puerta se cierra, otra suele abrir la fortuna, y este mal, aunque duro, se soldará. Y muchas cosas se pueden vengar que es imposible remediar, y ésta tiene el remedio dudoso y la venganza en la mano.
ELICIA.- ¿De quién se ha de haber enmienda, que la muerta y los matadores me han acarreado esta cuita? No menos me fatiga la punición de los delincuentes que el yerro cometido. ¿Qué mandas que haga, que todo carga sobre m� Pluguiera a Dios que fuera yo con ellos y no quedara para llorar a todos. Y de lo que más dolor siento es ver que por eso no deja aquel vil de poco sentimiento de ver y visitar festejando cada noche a su estiércol de Melibea, y ella muy ufana en ver sangre vertida por su servicio.
AREÚSA.- Si eso es verdad, ¿de quién mejor se puede tomar venganza, de manera que quien lo comió, aquél lo escote? Déjame tú, que si yo les caigo en el rastro, cuándo se ven y cómo, por dónde y a qué hora, no me hayas tú por hija de la pastelera vieja, que bien conociste, si no hago que les amarguen los amores. Y si pongo en ello a aquel con quien me viste que reñÃa cuando entrabas, ¡si no sea él peor verdugo para Calisto que Sempronio de Celestina! Pues, qué gozo habrÃa ahora él en que le pusiese yo en algo por mi servicio, que se fue muy triste de verme que le traté mal. Y verÃa él los cielos abiertos en tornarle yo a hablar y mandar. Por ende, hermana, dime tú de quién pueda yo saber el negocio cómo pasa, que yo le haré armar un lazo con que Melibea llore cuanto ahora goza.
ELICIA.- Yo conozco, amiga, otro compañero de Pármeno, mozo de caballos, que se llama Sosia, que le acompaña cada noche. Quiero trabajar de se lo sacar todo el secreto, y éste será buen camino para lo que dices.
AREÚSA.- Mas hazme este placer: que me envÃes acá ese Sosia. Yo le halagaré y diré mil lisonjas y ofrecimientos, hasta que no le deje en el cuerpo cosa de lo hecho y por hacer. Después, a él y a su amo haré revesar el placer comido. Y tú, Elicia, alma mÃa, no recibas pena. Pasa a mi casa tu ropa y alhajas y vente a mi compañÃa, que estarás muy sola y la tristeza es amiga de la soledad. Con nuevo amor olvidarás los viejos. Un hijo que nace restaura la falta de tres finados; con nuevo sucesor se pierde la alegre memoria y placeres perdidos del pasado. De un pan que yo tenga, tendrás tú la mitad. Más lástima tengo de tu fatiga que de los que te la ponen. Verdad sea que cierto duele más la pérdida de lo que hombre tiene, que da placer la esperanza de otro tal, aunque sea cierta. Pero ya lo hecho es sin remedio y los muertos irrecuperables, y, como dicen, «mueran y vivamos». A los vivos me deja a cargo, que yo te les daré tan amargo jarope a beber cual ellos a ti han dado. ¡Ay prima, prima, cómo sé yo, cuando me ensaño, revolver estas tramas, aunque soy moza! Y de ál me vengue Dios, que de Calisto Centurio me vengará.
ELICIA.- Cata, que creo que, aunque llame el que mandas, no habrá efecto lo que quieres, porque la pena de los que murieron por descubrir el secreto pondrá silencio al vivo para guardarle. Lo que me dices de mi venida a tu casa te agradezco mucho, y Dios te ampare y alegre en tus necesidades, que bien muestras el parentesco y hermandad no servir de viento, antes en las adversidades aprovechar. Pero, aunque lo quiera hacer, por gozar de tu dulce compañÃa, no podrá ser, por el daño que me vendrÃa. La causa no es necesario decir, pues hablo con quien me entiende. Que allÃ, hermana, soy conocida, allà estoy aperrochada. Jamás perderá aquella casa el nombre de Celestina, que Dios haya. Siempre acuden allà mozas conocidas y allegadas, medio parientas de las que ella crió. Allà hacen sus conciertos, de donde se me seguirá algún provecho. Y también esos pocos amigos que me quedan no me saben otra morada. Pues ya sabes cuán duro es dejar lo usado y que mudar costumbre es a par de muerte, y piedra movediza que nunca moho la cobija. Allà quiero estar, siquiera porque el alquiler de la casa está pagado por hogaño, no se vaya en balde. Asà que, aunque cada cosa no abastase por sÃ, juntas aprovechan y ayudan. Ya me parece que es hora de irme. De lo dicho me llevo el cargo. Dios quede contigo, que me voy.
Acto XVI
ARGUMENTO DEL DECIMOSEXTO ACTO
Pensando Pleberio y Alisa tener su hija Melibea el don de la virginidad conservado, lo cual, según ha parecido, está en contrario, están razonando sobre el casamiento de Melibea. Y en tan gran cuantidad le dan pena las palabras que de sus padres oye, que envÃa a Lucrecia para que sea causa de su silencio en aquel propósito.
PLEBERIO, ALISA, LUCRECIA, MELIBEA.
PLEBERIO.- Alisa, amiga, el tiempo, según me parece, se nos va, como dicen, entre las manos. Corren los dÃas como agua de rÃo. No hay cosa tan ligera para huir como la vida. La muerte nos sigue y rodea, de la cual somos vecinos y hacia su bandera nos acostamos, según natura. Esto vemos muy claro si miramos nuestros iguales, nuestros hermanos y parientes en derredor. Todos los come ya la tierra, todos están en sus perpetuas moradas. Y pues somos inciertos cuándo habemos de ser llamados, viendo tan ciertas señales debemos echar nuestras barbas en remojo y aparejar nuestros fardeles para andar este forzoso camino, no nos tome improvisos ni de salto aquella cruel voz de la muerte. Ordenemos nuestras ánimas con tiempo, que más vale prevenir que ser prevenidos. Demos nuestra hacienda a dulce sucesor, acompañemos nuestra única hija con marido, cual nuestro estado requiere, por que vamos descansados y sin dolor de este mundo. Lo cual con mucha diligencia debemos poner desde ahora por obra, y lo que otras veces habemos principiado en este caso, ahora haya ejecución. No quede por nuestra negligencia nuestra hija en manos de tutores, pues parecerá ya mejor en su propia casa que en la nuestra. Quitarla hemos de lenguas de vulgo, porque ninguna virtud hay tan perfecta que no tenga vituperadores y maldicientes. No hay cosa con que mejor se conserve la limpia fama en las vÃrgenes que con temprano casamiento. ¿Quién rehuirÃa nuestro parentesco en toda la ciudad? ¿Quién no se hallará gozoso de tomar tal joya en su compañÃa, en quien caben las cuatro principales cosas que en los casamientos se demandan? Conviene a saber: lo primero, discreción, honestidad y virginidad; segundo, hermosura; lo tercero, el alto origen y parientes; lo final, riqueza. De todo esto la dotó natura. Cualquiera cosa que nos pidan hallarán bien cumplida.
ALISA.- Dios la conserve, mi señor Pleberio, por que nuestros deseos veamos cumplidos en nuestra vida, que antes pienso que faltará igual a nuestra hija, según tu virtud y tu noble sangre, que no sobrarán muchos que la merezcan. Pero, como esto sea oficio de los padres y muy ajeno a las mujeres, como tú lo ordenares, seré yo alegre, y nuestra hija obedecerá, según su casto vivir y honesta vida y humildad.
LUCRECIA.- ¡Aun si bien lo supieses, reventarÃas! ¡Ya, ya, perdido es lo mejor! ¡Mal año se os apareja a la vejez! Lo mejor, Calisto lo lleva. No hay quien ponga virgos, que ya es muerta Celestina. Tarde acordáis, más habÃais de madrugar.
LUCRECIA.- ¡Escucha, escucha, señora Melibea!
MELIBEA.- ¿Qué haces ahà escondida, loca?
LUCRECIA.- Llégate aquÃ, señora, oirás a tus padres la prisa que traen por te casar.
MELIBEA.- Calla, por Dios, que te oirán. Déjalos parlar, déjalos devaneen. Un mes ha que otra cosa no hacen ni en otra cosa entienden. No parece sino que les dice el corazón el gran amor que a Calisto tengo y todo lo que con él un mes ha he pasado. No sé si me han sentido, no sé qué se sea aquejarles más ahora este cuidado que nunca. Pues mándoles yo trabajar en vano, que por demás es la cÃtola en el molino. ¿Quién es el que me ha de quitar mi gloria? ¿Quién apartarme mis placeres? Calisto es mi ánima, mi vida, mi señor, en quien yo tengo toda mi esperanza. Conozco de él que no vivo engañada, pues él me ama, ¿con qué otra cosa le puedo pagar? Todas las deudas del mundo reciben compensación en diverso género; el amor no admite sino solo amor por paga. En pensar en él me alegro, en verlo me gozo, en oÃrlo me glorifico. Haga y ordene de mà a su voluntad. Si pasar quisiere la mar, con él iré; si rodear el mundo, lléveme consigo; si venderme en tierra de enemigos, no rehuiré su querer. Déjenme mis padres gozar de él si ellos quieren gozar de mÃ. No piensen en estas vanidades ni en estos casamientos, que más vale ser buena amiga que mala casada. Déjenme gozar mi mocedad alegre si quieren gozar su vejez cansada; si no, presto podrán aparejar mi perdición y su sepultura. No tengo otra lástima sino por el tiempo que perdà de no gozarlo, de no conocerlo, después que a mà me sé conocer. No quiero marido, no quiero ensuciar los nudos del matrimonio ni las maritales pisadas de ajeno hombre repisar, como muchas hallo en los antiguos libros que leÃ, o que hicieron, más discretas que yo, más subidas en estado y linaje. Las cuales, algunas eran de la gentilidad tenidas por diosas, asà como Venus, madre de Eneas y de Cupido, el dios del amor, que, siendo casada, corrompió la prometida fe marital. Y aun otras, de mayores fuegos encendidas, cometieron nefarios e incestuosos yerros, como Mirra con su padre, SemÃramis con su hijo, Cánasce con su hermano, y aun aquella forjada Tamar, hija del rey David. Otras, aun más cruelmente, traspasaron las leyes de natura, como PasÃfae, mujer del rey Minos, con el toro. Pues reinas eran y grandes señoras, debajo de cuyas culpas la razonable mÃa podrá pasar sin denuesto. Mi amor fue con justa causa, requerida y rogada, cautivada de su merecimiento, aquejada por tan astuta maestra como Celestina, servida de muy peligrosas visitaciones antes que concediese por entero en su amor. Y después un mes ha, como has visto, que jamás noche ha faltado sin ser nuestro huerto escalado, como fortaleza, y muchas haber venido en balde, y por eso no me mostrar más pena ni trabajo. Muertos por mà sus servidores, perdiéndose su hacienda, fingiendo ausencia con todos los de la ciudad, todos los dÃas encerrado en casa con esperanza de verme a la noche. ¡Afuera, afuera la ingratitud, afuera las lisonjas y el engaño con tan verdadero amador, que ni quiero marido, ni quiero padre ni parientes! Faltándome Calisto, me falte la vida, la cual, por que él de mà goce, me aplace.
LUCRECIA.- Calla, señora. Escucha, que todavÃa perseveran.
PLEBERIO.- Pues, ¿qué te parece, señora mujer? ¿Debemos hablarlo a nuestra hija, debemos darle parte de tantos como me la piden, para que de su voluntad venga, para que diga cuál le agrada? Pues en esto las leyes dan libertad a los hombres y mujeres, aunque estén so el paterno poder, para elegir.
ALISA.- ¿Qué dices? ¿En qué gastas tiempo? ¿Quién ha de irle con tan grande novedad a nuestra Melibea, que no la espante? ¡Cómo! ¿Y piensas que sabe ella qué cosa sean hombres? ¿Si se casan o qué es casar? ¿O que del ayuntamiento de marido y mujer se procreen los hijos? ¿Piensas que su virginidad simple le acarrea torpe deseo de lo que no conoce ni ha entendido jamás? ¿Piensas que sabe errar, aun con el pensamiento? No lo creas, señor Pleberio, que si alto o bajo de sangre, o feo o gentil de gesto le mandáremos tomar, aquello será su placer, aquello habrá por bueno, que yo sé bien lo que tengo criado en mi guardada hija.
MELIBEA.- Lucrecia, Lucrecia, corre presto, entra por el postigo en la sala y estórbales su hablar, interrúmpeles sus alabanzas con algún fingido mensaje, si no quieres que vaya yo dando voces como loca, según estoy enojada, del concepto engañoso que tienen de mi ignorancia.
LUCRECIA.- Ya voy, señora.
Acto XVII
ARGUMENTO DEL DECIMOSÉPTIMO ACTO
Elicia, careciendo de la castimonia de Penélope, determina de despedir el pesar y luto que por causa de los muertos trae, alabando el consejo de Areúsa en este propósito. La cual va a casa de Areúsa, adonde viene Sosia, al cual Areúsa con palabras fictas saca todo el secreto que está entre Calisto y Melibea.
ELICIA, AREÚSA, SOSIA.
ELICIA.- Mal me va con este luto. Poco se visita mi casa, poco se pasea mi calle. Ya no veo las músicas de la alborada, ya no las canciones de mis amigos, ya no las cuchilladas ni ruidos de noche por mi causa y, lo que peor siento, que ni blanca ni presente veo entrar por mi puerta. De todo esto me tengo yo la culpa, que si tomara el consejo de aquella que bien me quiere, de aquella verdadera hermana, cuando el otro dÃa le llevé las nuevas de este triste negocio que esta mi mengua ha acarreado, no me viera ahora entre dos paredes sola, que de asco ya no hay quien me vea. El diablo me da tener dolor por quien no sé si, yo muerta, lo tuviera. A osadas, que me dijo ella a mà lo cierto: «nunca, hermana, traigas ni muestres más pena por el mal ni muerte de otro que él hiciera por ti». Sempronio holgara yo muerta, pues ¿por qué, loca, me peno yo por el degollado? ¿Y qué sé si me matara a mÃ, como era acelerado y loco, como hizo a aquella vieja que tenÃa yo por madre? Quiero en todo seguir su consejo de Areúsa, que sabe más del mundo que yo, y verla muchas veces, y traer materia cómo viva. ¡Oh qué participación tan suave, qué conversación tan gozosa y dulce! No en balde se dice que vale más un dÃa del hombre discreto que toda la vida del necio y simple. Quiero, pues, deponer el luto, dejar tristeza, despedir las lágrimas, que tan aparejadas han estado a salir. Pero, como sea el primer oficio que en naciendo hacemos llorar, no me maravilla ser más ligero de comenzar y de dejar más duro. Mas para esto es el buen seso, viendo la pérdida al ojo, viendo que los atavÃos hacen la mujer hermosa aunque no lo sea, tornan de vieja moza y a la moza más. No es otra cosa la color y albayalde, sino pegajosa liga en que se traban los hombres. Ande, pues, mi espejo y alcohol, que tengo dañados estos ojos; anden mis tocas blancas, mis gorgueras labradas, mis ropas de placer. Quiero aderezar lejÃa para estos cabellos, que perdÃan ya la rubia color. Y, esto hecho, contaré mis gallinas, haré mi cama, porque la limpieza alegra el corazón, barreré mi puerta y regaré la calle, por que los que pasaren vean que es ya desterrado el dolor. Mas primero quiero ir a visitar mi prima, por preguntarle si ha ido allá Sosia y lo que con él ha pasado, que no lo he visto después que le dije cómo le querrÃa hablar Areúsa. Quiera Dios que la halle sola, que jamás está desacompañada de galanes, como buena taberna de borrachos. Cerrada está la puerta. No debe estar allá hombre. Quiero llamar. Ta, ta.
AREÚSA.- ¿Quién es?
ELICIA.- Abre, amiga, Elicia soy.
AREÚSA.- Entra, hermana mÃa. Véate Dios, que tanto placer me haces en venir como vienes, mudado el hábito de tristeza. Ahora nos gozaremos juntas, ahora te visitaré, vernos hemos en mi casa y en la tuya. Quizá por bien fue para entrambas la muerte de Celestina, que yo ya siento la mejorÃa más que antes. Por esto se dice que los muertos abren los ojos de los que viven, a unos con haciendas, a otros con libertad, como a ti.
ELICIA.- A tu puerta llaman. Poco espacio nos dan para hablar, que te querrÃa preguntar si habÃa venido acá Sosia.
AREÚSA.- No ha venido; después hablaremos. ¡Qué porradas que dan! Quiero ir abrir, que o es loco o privado quien llama.
SOSIA.- Ãbreme, señora. Sosia soy, criado de Calisto.
AREÚSA.- Por los santos de Dios, el lobo es en la conseja. Escóndete, hermana, tras ese paramento y verás cuál te lo paro lleno de viento de lisonjas, que piense, cuando se parta de mÃ, que es él y otro no. Y sacarle he lo suyo y lo ajeno del buche con halagos, como él saca el polvo con la almohaza a los caballos.
AREÚSA.- ¿Es mi Sosia, mi secreto amigo? ¿El que yo me quiero bien sin que él lo sepa? ¿El que deseo conocer por su buena fama, el fiel a su amo, el buen amigo de sus compañeros? Abrazarte quiero, amor, que ahora que te veo creo que hay más virtudes en ti que todos me decÃan. Anda acá, entremos a asentarnos, que me gozo en mirarte, que me representas la figura del desdichado de Pármeno. Con esto, hace hoy tan claro dÃa que habÃas tú de venir a verme. Dime, señor, ¿conocÃasme antes de ahora?
SOSIA.- Señora, la fama de tu gentileza, de tus gracias y saber vuela tan alto por esta ciudad que no debes tener en mucho ser de más conocida que conociente, porque ninguno habla en loor de hermosas que primero no se acuerde de ti que de cuantas son.
ELICIA.- ¡Oh hideputa, el pelón! ¡Y cómo se desasna! ¡Quién le ve ir al agua con sus caballos, en cerro, y sus piernas de fuera, en sayo, y ahora, en verse medrado con calzas y capa, sálenle alas y lengua!
AREÚSA.- Ya me correrÃa con tu razón si alguno estuviese delante, en oÃrte tanta burla como de mà haces. Pero, como todos los hombres traigáis proveÃdas esas razones, esas engañosas alabanzas tan comunes, para todas hechas de molde, no me quiero de ti espantar, pero hágote cierto, Sosia, que no tienes de ellas necesidad. Sin que me alabes, te amo, y, sin que me ganes de nuevo, me tienes ganada. Para lo que te envié a rogar que me vieses son dos cosas, las cuales, si más lisonja o engaño en ti conozco, te dejaré de decir, aunque sean de tu provecho.
SOSIA.- Señora mÃa, no quiera Dios que yo te haga cautela. Muy seguro venÃa de la gran merced que me piensas hacer y haces. No me sentÃa digno para descalzarte. GuÃa tú mi lengua, responde por mà a tus razones, que todo lo habré por rato y firme.
AREÚSA.- Amor mÃo, ya sabes cuánto quise a Pármeno, y, como dicen, «quien bien quiere a Beltrán, a todas sus cosas ama». Todos sus amigos me agradaban, el buen servicio de su amo, como a él mismo, me placÃa. Donde veÃa su daño de Calisto, le apartaba. Pues como esto asà sea, acordé decirte, lo uno, que conozcas el amor que te tengo y cuánto contigo y con tu visitación siempre me alegrarás, y que en esto no perderás nada, si yo pudiere, antes te vendrá provecho. Lo otro y segundo, que, pues yo pongo mis ojos en ti, y mi amor y querer, avisarte que te guardes de peligros y más de descubrir tu secreto a ninguno, pues ves cuánto daño vino a Pármeno y a Sempronio de lo que supo Celestina, porque no querrÃa verte morir malogrado como a tu compañero. Harto me basta haber llorado al uno, porque has de saber que vino a mà una persona y me dijo que le habÃas tú descubierto los amores de Calisto y Melibea, y cómo la habÃa alcanzado, y cómo ibas cada noche a le acompañar, y otras muchas cosas que no sabrÃa relatar. Cata, amigo, que no guardar secreto es propio de las mujeres, no de todas, sino de las bajas, y de los niños. Cata que te puede venir gran daño, que para esto te dio Dios dos oÃdos y dos ojos y no más de una lengua, por que sea doblado lo que vieres y oyeres, que no el hablar. Cata, no confÃes que tu amigo te ha de tener secreto de lo que le dijeres, pues tú no le sabes a ti mismo tener. Cuando hubieres de ir con tu amo Calisto a casa de aquella señora, no hagas bullicio, no te sienta la tierra, que otros me dijeron que ibas cada noche dando voces, como loco de placer.
SOSIA.- ¡Oh cómo son sin tiento y personas desacordadas las que tales nuevas, señora, te acarrean! Quien te dijo que de mi boca lo habÃa oÃdo, no dice verdad. Los otros, de verme ir con la luna de noche a dar agua a mis caballos, holgando y habiendo placer, diciendo cantares por olvidar el trabajo y desechar enojo, y esto antes de las diez, sospechan mal y de la sospecha hacen certidumbre; afirman lo que barruntan. SÃ, que no estaba Calisto loco, que a tal hora habÃa de ir a negocio de tanta afrenta sin esperar que repose la gente, que descansen todos en el dulzor del primer sueño. Ni menos habÃa de ir cada noche, que aquel oficio no sufre cotidiana visitación. Y si más clara quieres, señora, ver su falsedad, como dicen que toman antes al mentiroso que al que coxquea, en un mes no habemos ido ocho veces, ¡y dicen los falsarios revolvedores que cada noche!
AREÚSA.- Pues, por mi vida, amor mÃo, por que yo los acuse y tome en el lazo del falso testimonio, me dejes en la memoria los dÃas que habéis concertado de salir y, si yerran, estaré segura de tu secreto y cierta de su levantar. Porque no siendo su mensaje verdadero, será tu persona segura de peligro y yo sin sobresalto de tu vida, pues tengo esperanza de gozarme contigo largo tiempo.
SOSIA.- Señora, no alarguemos los testigos. Para esta noche, en dando el reloj las doce, está hecho el concierto de su visitación por el huerto. Mañana preguntarás lo que han sabido, de lo cual, si alguno te diere señas, que me tresquilen a mà a cruces.
AREÚSA.- ¿Y por qué parte, alma mÃa, por que mejor los pueda contradecir si anduvieren errados vacilando?
SOSIA.- Por la calle del vicario gordo, a las espaldas de su casa.
ELICIA.- ¡Tiénente, don andrajoso! ¡No es más menester! ¡Maldito sea el que en manos de tal acemilero se confÃa, que desgoznarse hace el badajo!
AREÚSA.- Hermano Sosia, esto hablado basta para que tome cargo de saber tu inocencia y la maldad de tus adversarios. Vete con Dios, que estoy ocupada en otro negocio y me he detenido mucho contigo.
ELICIA.- ¡Oh sabia mujer! ¡Oh despidiente propio cual le merece el asno, que ha vaciado su secreto tan de ligero!
SOSIA.- Graciosa y suave señora, perdóname si te he enojado con mi tardanza. Mientras holgares con mi servicio jamás hallarás quien tan de grado aventure en él su vida. Y queden los ángeles contigo.
AREÚSA.- Dios te guÃe. ¡Allá irás, acemilero! ¡Muy ufano vas por tu vida! Pues toma para tu ojo, bellaco, y perdona, que te la doy de espaldas. ¿A quién digo? Hermana, sal acá. ¿Qué te parece cuál le envÃo? ¡Asà sé yo tratar los tales!, asà salen de mis manos los asnos, apaleados, como éste; y los locos, corridos; y los discretos, espantados; y los devotos, alterados; y los castos, encendidos. Pues, prima, aprende, que otra arte es ésta que la de Celestina, aunque ella me tenÃa por boba porque me querÃa yo serlo. Y, pues ya tenemos de este hecho sabido cuanto deseábamos, debemos ir a casa de aquel otro cara de ahorcado que el jueves eché delante de ti, baldonado, de mi casa. Y haz tú como que nos quieres hacer amigos, y que rogaste que fuese a verlo.
Acto XVIII
ARGUMENTO DEL DECIMOOCTAVO ACTO
Elicia determina de hacer las amistades entre Areúsa y Centurio por precepto de Areúsa y van a casa de Centurio, donde ellas le ruegan que haya de vengar las muertes en Calisto y Melibea. El cual lo prometió delante de ellas. Y como sea natural a éstos no hacer lo que prometen, excúsase como en el proceso parece.
CENTURIO, ELICIA, AREÚSA.
ELICIA.- ¿Quién está en su casa?
CENTURIO.- Muchacho, corre, verás quién osa entrar sin llamar a la puerta. Torna, torna acá, que ya he visto quién es. No te cubras con el manto, señora, ya no te puedes esconder, que cuando vi adelante entrar a Elicia, vi que no podÃa traer consigo mala compañÃa ni nuevas que me pesasen, sino que me habÃan de dar placer.
AREÚSA.- No entremos, por mi vida, más adentro, que se extiende ya el bellaco pensando que le vengo a rogar, que más holgara con la vista de otras como él que con la nuestra. Volvamos, por Dios, que me fino de ver tan mal gesto. ¿Parécete, hermana, que me traes por buenas estaciones y que es cosa justa venir de vÃsperas y entrarnos a ver un desuellacaras que ahà está?
ELICIA.- Torna, por mi amor, no te vayas; si no, en mis manos dejarás el medio manto.
CENTURIO.- Tenla, por Dios, señora, tenla. No se te suelte.
ELICIA.- Maravillada estoy, prima, de tu buen seso. ¿Cuál hombre hay tan loco y fuera de razón que no huelgue de ser visitado, mayormente de mujeres? Llégate acá, señor Centurio, que, en cargo de mi alma, por fuerza haga que te abrace, que yo pagaré la fruta.
AREÚSA.- Mejor lo vea yo en poder de justicia y morir a manos de sus enemigos que yo tal gozo le dé. ¡Ya, ya hecho ha conmigo para cuanto viva! ¿Y por cuál carga de agua le tengo de abrazar ni ver a ese enemigo? ¡Porque le rogué esotro dÃa que fuese una jornada de aquÃ, en que me iba la vida, y dijo de no!
CENTURIO.- Mándame tú, señora, cosa que yo sepa hacer, cosa que sea de mi oficio. Un desafÃo con tres juntos, y si más vinieren, que no huya, por tu amor. Matar un hombre, cortar una pierna o brazo, arpar el gesto de alguna que se haya igualado contigo: estas tales cosas, antes serán hechas que encomendadas. No me pidas que ande camino ni que te dé dinero, que bien sabes que no dura conmigo, que tres saltos daré sin que me se caiga blanca. Ninguno da lo que no tiene. En una casa vivo cual ves, que rodará el majadero por toda ella sin que tropiece. Las alhajas que tengo es el ajuar de la frontera: un jarro desbocado, un asador sin punta. La cama en que me acuesto está armada sobre aros de broqueles, un rimero de malla rota por colchones, una talega de dados por almohada. Que, aunque quiero dar colación, no tengo qué empeñar, sino esta capa arpada que traigo a cuestas.
ELICIA.- Asà goce, que sus razones me contentan a maravilla. Como un santo está obediente, como ángel te habla, a toda razón se allega. ¿Qué más le pides? Por mi vida, que le hables y pierdas enojo, pues tan de grado se te ofrece con su persona.
CENTURIO.- ¿Ofrecer dices, señora? Yo te juro, por el Santo Martilogio de pe a pa, el brazo me tiembla de lo que por ella entiendo hacer, que contino pienso cómo la tenga contenta y jamás acierto. La noche pasada soñaba que hacÃa armas en un desafÃo por su servicio con cuatro hombres que ella bien conoce, y maté al uno, y de los otros que huyeron, el que más sano se libró me dejó a los pies un brazo izquierdo. Pues muy mejor lo haré despierto de dÃa, cuando alguno tocare en su chapÃn.
AREÚSA.- Pues aquà te tengo, a tiempo somos. Yo te perdono con condición que me vengues de un caballero, que se llama Calisto, que nos ha enojado a mà y a mi prima.
CENTURIO.- ¡Oh, reniego de la condición! Dime luego si está confesado.
AREÚSA.- No seas tú cura de su ánima.
CENTURIO.- Pues sea asÃ. Enviémosle a comer al infierno sin confesión.
AREÚSA.- Escucha, no atajes mi razón. Esta noche lo tomarás.
CENTURIO.- No me digas más, al cabo estoy. Todo el negocio de sus amores sé y los que por su causa hay muertos, y lo que os tocaba a vosotras, por dónde va y a qué hora y con quién es. Pero, dime, ¿cuántos son los que le acompañan?
AREÚSA.- Dos mozos.
CENTURIO.- Pequeña presa es ésa, poco cebo tiene ahà mi espada. Mejor cebara ella en otra parte esta noche, que estaba concertada.
AREÚSA.- Por excusarte lo haces. A otro perro con ese hueso. No es para mà esa dilación. Aquà quiero ver si decir y hacer si comen juntos a tu mesa.
CENTURIO.- Si mi espada dijese lo que hace, tiempo le faltarÃa para hablar. ¿Quién sino ella puebla los más cimenterios? ¿Quién hace ricos los cirujanos de esta tierra? ¿Quién da contino quehacer a los armeros? ¿Quién destroza la malla muy fina? ¿Quién hace riza de los broqueles de Barcelona? ¿Quién rebana los capacetes de Calatayud, sino ella, que los casquetes de Almacén asà los corta como si fuesen hechos de melón? Veinte años ha que me da de comer. Por ella soy temido de hombres y querido de mujeres, sino de ti. Por ella le dieron Centurio por nombre a mi abuelo, y Centurio se llamó mi padre, y Centurio me llamo yo.
ELICIA.- Pues, ¿qué hizo el espada por que ganó tu abuelo ese nombre? Dime, ¿por ventura fue por ella capitán de cien hombres?
CENTURIO.- No, pero fue rufián de cien mujeres.
AREÚSA.- No curemos de linaje ni hazañas viejas. Si has de hacer lo que te digo, sin dilación determina, porque nos queremos ir.
CENTURIO.- Más deseo yo la noche por tenerte contenta que tú por verte vengada. Y por que más se haga todo a tu voluntad, escoge qué muerte quieres que le dé. Allà te mostraré un reportorio en que hay setecientas y setenta especies de muertes. Verás cuál más te agradare.
ELICIA.- Areúsa, por mi amor, que no se ponga este hecho en manos de tan fiero hombre. Más vale que se quede por hacer que no escandalizar la ciudad, por donde nos venga más daño de lo pasado.
AREÚSA.- Calla, hermana. DÃganos alguna que no sea de mucho bullicio.
CENTURIO.- Las que ahora estos dÃas yo uso y más traigo entre manos son espaldarazos sin sangre o porradas de pomo de espada, o revés mañoso; a otros, agujereo como harnero a puñaladas, tajo largo, estocada temerosa, tiro mortal. Algún dÃa doy palos por dejar holgar mi espada.
ELICIA.- No pase, por Dios, adelante. Dele palos, por que quede castigado y no muerto.
CENTURIO.- Juro por el cuerpo santo de la letanÃa no es más en mi brazo derecho dar palos sin matar que en el sol dejar de dar vueltas al cielo.
AREÚSA.- Hermana, no seamos nosotras lastimeras. Haga lo que quisiere, mátele como se le antojare. Llore Melibea como tú has hecho. Dejémosle. Centurio, da buena cuenta de lo encomendado. De cualquier muerte holgaremos. Mira que no se escape sin alguna paga de su yerro.
CENTURIO.- Perdónele Dios, si por pies no se me va. Muy alegre quedo, señora mÃa, que se ha ofrecido caso, aunque pequeño, en que conozcas lo que yo sé hacer por tu amor.
AREÚSA.- Pues Dios te dé buena manderecha y a Él te encomiendo, que nos vamos.
CENTURIO.- Él te guÃe y te dé más paciencia con los tuyos.
CENTURIO.- Allá irán estas putas atestadas de razones. Ahora quiero pensar cómo me excusaré de lo prometido de manera que piensen que puse diligencia con ánimo de ejecutar lo dicho y no negligencia por no me poner en peligro. Quiérome hacer doliente; pero, ¿qué aprovecha?, que no se apartarán de la demanda cuando sane. Pues, si digo que fui allá y que les hice huir, pedirme han señas de quién eran, y cuántos iban, y en qué lugar los tomé, y qué vestidos llevaban. Yo no las sabré dar. ¡Helo todo perdido! Pues, ¿qué consejo tomaré, que cumpla con mi seguridad y su demanda? Quiero enviar a llamar a Traso el cojo y a sus dos compañeros, y decirles que, porque yo estoy ocupado esta noche en otro negocio, vayan a dar un repiquete de broquel a manera de levada para ojear unos garzones, que me fue encomendado, que todo esto es pasos seguros y donde no conseguirán ningún daño más de hacerlos huir y volverse a dormir.
Acto XIX
ARGUMENTO DEL DECIMONOVENO ACTO
Yendo Calisto con Sosia y Tristán al huerto de Pleberio a visitar a Melibea, que lo estaba esperando, y con ella Lucrecia, cuenta Sosia lo que le aconteció con Areúsa. Estando Calisto dentro del huerto con Melibea, viene Traso y otros por mandado de Centurio a cumplir lo que habÃa prometido a Areúsa y a Elicia, a los cuales sale Sosia. Y oyendo Calisto desde el huerto donde estaba con Melibea el ruido que traÃan, quiso salir fuera, la cual salida fue causa que sus dÃas pereciesen, porque los tales este don reciben por galardón, y por esto han de saber desamar los amadores.
SOSIA, TRISTÃN, CALISTO, MELIBEA, LUCRECIA.
SOSIA.- Muy quedo, para que no seamos sentidos, desde aquà al huerto de Pleberio te contaré, hermano Tristán, lo que con Areúsa me ha pasado hoy, que estoy el más alegre hombre del mundo. Sabrás que ella, por las buenas nuevas que de mà habÃa oÃdo, estaba presa de amor y enviome a Elicia rogándome que la visitase. Y dejando aparte otras razones de buen consejo que pasamos, mostró al presente ser tanto mÃa cuanto algún tiempo fue de Pármeno. Rogome que la visitase siempre, que ella pensaba gozar de mi amor por tiempo. Pero yo te juro, por el peligroso camino en que vamos, hermano, y asà goce de mÃ, que estuve dos o tres veces por me arremeter a ella, sino que me empachaba la vergüenza de verla tan hermosa y arreada, y a mà con una capa vieja ratonada. Echaba de sà en bullendo un olor de almizque; yo hedÃa al estiércol que llevaba dentro en los zapatos. TenÃa unas manos como la nieve, que, cuando las sacaba de rato en rato de un guante, parecÃa que se derramaba azahar por casa. Asà por esto, como porque tenÃa un poco ella de hacer, se quedó mi atrever para otro dÃa, y aun porque a la primera vista de todas las cosas no son bien tratables, y cuanto más se comunican mejor se entienden en su participación.
TRISTÃN.- Sosia, amigo, otro seso más maduro y experimentado que no el mÃo era necesario para darte consejo en este negocio, pero lo que con mi tierna edad y mediano natural alcanzo al presente te diré. Esta mujer es marcada ramera, según tú me dijiste, cuanto con ella te pasó has de creer que no carece de engaño. Sus ofrecimientos fueron falsos y no sé yo a qué fin. Porque, amarte por gentilhombre, ¿cuántos más tendrá ella desechados? Si por rico, bien sabe que no tienes más del polvo que se te pega del almohaza. Si por hombre de linaje, ya sabrá que te llaman Sosia y a tu padre llamaron Sosia, nacido y criado en una aldea quebrando terrones con un arado, para lo cual eres tú más dispuesto que para enamorado. Mira, Sosia, y acuérdate bien si te querÃa sacar algún punto del secreto de este camino que ahora vamos, para con lo que supiese revolver a Calisto y Pleberio, de envidia del placer de Melibea. Cata que la envidia es una incurable enfermedad donde asienta, huésped que fatiga la posada, en lugar de galardón; siempre goza del mal ajeno. Pues si esto es asÃ, ¡oh cómo te quiere aquella malvada hembra engañar con su alto nombre, del cual todas se arrean! Con su vicio ponzoñoso querÃa condenar el ánima por cumplir su apetito, revolver tales casas para contentar su dañada voluntad. ¡Oh arrufianada mujer, y con qué blanco pan te daba zarazas! QuerrÃa vender su cuerpo a trueco de contienda. Óyeme y, si asà presumes que sea, ármale trato doble cual yo te diré, que quien engaña al engañador... ya me entiendes. Y si sabe mucho la raposa, más el que la toma. ContramÃnale sus malos pensamientos, escala sus ruindades cuando más segura la tengas, y cantarás después en tu establo «uno piensa el bayo y otro el que lo ensilla».
SOSIA.- ¡Oh Tristán, discreto mancebo, mucho más has dicho que tu edad demanda! Astuta sospecha has remontado y creo que verdadera. Pero, porque ya llegamos al huerto y nuestro amo se nos acerca, dejemos este cuento, que es muy largo, para otro dÃa.
CALISTO.- Poned, mozos, la escala y callad, que me parece que está hablando mi señora de dentro. Subiré encima de la pared y en ella estaré escuchando por ver si oiré alguna buena señal de mi amor en ausencia.
MELIBEA.- Canta más, por mi vida, Lucrecia, que me huelgo en oÃrte mientras viene aquel señor, y muy paso entre estas verduricas, que no nos oirán los que pasaren.
LUCRECIA
¡Oh quién fuese la hortelana
de aquestas viciosas flores,
por prender cada mañana
al partir a tus amores!
VÃstanse nuevas colores
los lirios y el azucena;
derramen frescos olores
cuando entre por estrena.
MELIBEA.- ¡Oh cuán dulce me es oÃrte! De gozo me deshago. No ceses, por mi amor.
LUCRECIA
Alegre es la fuente clara
a quien con gran sed la vea;
mas muy más dulce es la cara
de Calisto a Melibea,
pues, aunque más noche sea,
con su vista gozará.
¡Oh cuando saltar le vea,
qué de abrazos le dará!
Saltos de gozo infinitos
da el lobo viendo ganado;
con las tetas los cabritos,
Melibea con su amado.
Nunca fue más deseado
amado de su amiga,
ni huerto más visitado,
ni noche más sin fatiga.
MELIBEA.- Cuanto dices, amiga Lucrecia, se me representa delante. Todo me parece que lo veo con mis ojos. Procede, que a muy buen son lo dices, y ayudarte he yo.
LUCRECIA y MELIBEA
Dulces árboles sombrosos,
humillaos cuando veáis
aquellos ojos graciosos
del que tanto deseáis.
Estrellas que relumbráis,
Norte y Lucero del dÃa,
¿por qué no le despertáis
si duerme mi alegrÃa?
MELIBEA.- Óyeme tú, por mi vida, que yo quiero cantar sola.
Papagayos, ruiseñores,
que cantáis al alborada,
llevad nueva a mis amores
como espero aquà asentada.
La media noche es pasada
y no viene;
sabedme si hay otra amada
que lo detiene.
CALISTO.- Vencido me tiene el dulzor de tu suave canto; no puedo más sufrir tu penado esperar. ¡Oh mi señora y mi bien todo! ¿Cuál mujer podÃa haber nacida, que desprivase tu gran merecimiento? ¡Oh salteada melodÃa! ¡Oh gozoso rato! ¡Oh corazón mÃo! ¿Y cómo no pudiste más tiempo sufrir sin interrumpir tu gozo y cumplir el deseo de entrambos?
MELIBEA.- ¡Oh sabrosa traición! ¡Oh dulce sobresalto! ¿Es mi señor de mi alma, es él? No lo puedo creer. ¿Dónde estabas, luciente sol? ¿Dónde me tenÃas tu claridad escondida? ¿HabÃa rato que escuchabas? ¿Por qué me dejabas echar palabras sin seso al aire con mi ronca voz de cisne? Todo se goza este huerto con tu venida. Mira la luna cuán clara se nos muestra, mira las nubes cómo huyen, oye la corriente agua de esta fontecica, ¡cuánto más suave murmurio zurrÃo lleva por entre las frescas hierbas! Escucha los altos cipreses cómo se dan paz unos ramos con otros por intercesión de un templadico viento que los menea. Mira sus quietas sombras cuán oscuras están y aparejadas para encubrir nuestro deleite. Lucrecia, ¿qué sientes, amiga? ¿Tórnaste loca de placer? Déjamele, no me le despedaces, no le trabajes sus miembros con tus pesados abrazos. Déjame gozar lo que es mÃo, no me ocupes mi placer.
CALISTO.- Pues señora y gloria mÃa, si mi vida quieres, no cese tu suave canto. No sea de peor condición mi presencia, con que te alegras, que mi ausencia, que te fatiga.
MELIBEA.- ¿Qué quieres que cante, amor mÃo? ¿Cómo cantaré, que tu deseo era el que regÃa mi son y hacÃa sonar mi canto? Pues, conseguida tu venida, desapareciose el deseo, destemplose el tono de mi voz. Y pues tú, señor, eres el dechado de cortesÃa y buena crianza, ¿cómo mandas a mi lengua hablar y no a tus manos que estén quedas? ¿Por qué no olvidas estas mañas? Mándalas estar sosegadas y dejar su enojoso uso y conversación incomportable. Cata, ángel mÃo, que asà como me es agradable tu vista sosegada, me es enojoso tu riguroso trato. Tus honestas burlas me dan placer, tus deshonestas manos me fatigan cuando pasan de la razón. Deja estar mis ropas en su lugar y, si quieres ver si es el hábito de encima de seda o de paño, ¿para qué me tocas en la camisa, pues cierto es de lienzo? Holguemos y burlemos de otros mil modos que yo te mostraré, no me destroces ni maltrates como sueles. ¿Qué provecho te trae dañar mis vestiduras?
CALISTO.- Señora, el que quiere comer el ave quita primero las plumas.
LUCRECIA.- Mala landre me mate si más los escucho. ¿Vida es ésta? ¡Que me esté yo deshaciendo de dentera y ella esquivándose por que la rueguen! Ya, ya, apaciguado es el ruido, no hubieron menester despartidores. Pero también me lo harÃa yo si estos necios de sus criados me hablasen entre dÃa; ¡pero esperan que los tengo de ir a buscar!
MELIBEA.- ¿Señor mÃo, quieres que mande a Lucrecia traer alguna colación?
CALISTO.- No hay otra colación para mà sino tener tu cuerpo y belleza en mi poder. Comer y beber, dondequiera se da por dinero, en cada tiempo se puede haber y cualquiera lo puede alcanzar. Pero lo no vendible, lo que en toda la tierra no hay igual que en este huerto, ¿cómo mandas que se me pase ningún momento que no goce?
LUCRECIA.- Ya me duele a mà la cabeza de escuchar, y no a ellos de hablar ni los brazos de retozar ni las bocas de besar. ¡Andar!, ya callan, a tres me parece que va la vencida.
CALISTO.- Jamás querrÃa, señora, que amaneciese, según la gloria y descanso que mi sentido recibe de la noble conversación de tus delicados miembros.
MELIBEA.- Señor, yo soy la que gozo, yo la que gano; tú, señor, el que me haces con tu visitación incomparable merced.
SOSIA.- ¿AsÃ, bellacos, rufianes, venÃais a asombrar a los que no os temen? ¡Pues yo juro que si esperarais, que yo os hiciera ir como merecÃais!
CALISTO.- Señora, Sosia es aquel que da voces. Déjame ir a valerle, no le maten, que no está sino un pajecico con él. Dame presto mi capa, que está debajo de ti.
MELIBEA.- ¡Oh triste de mi ventura! No vayas allá sin tus corazas; tórnate a armar.
CALISTO.- Señora, lo que no hace espada y capa y corazón, no lo hacen corazas y capacete y cobardÃa.
SOSIA.- ¿Aún tornáis? Esperadme, quizá venÃs por lana.
CALISTO.- Déjame, por Dios, señora, que puesta está el escala.
MELIBEA.- ¡Oh desdichada yo!, y, ¿cómo vas tan recio y con tanta prisa y desarmado a meterte entre quien no conoces? ¡Lucrecia, ven presto acá, que es ido Calisto a un ruido! Echémosle sus corazas por la pared, que se quedan acá.
TRISTÃN.- Tente, señor, no bajes, que idos son; que no era sino Traso el cojo y otros bellacos que pasaban voceando, que se torna Sosia. Tente, tente, señor, con las manos al escala.
CALISTO.- ¡Oh, válgame Santa MarÃa! ¡Muerto soy! ¡Confesión!
TRISTÃN.- Llégate presto, Sosia, que el triste de nuestro amo es caÃdo del escala y no habla ni se bulle.
SOSIA.- ¡Señor, señor! ¡A esotra puerta! ¡Tan muerto es como mi abuelo! ¡Oh gran desventura!
LUCRECIA.- ¡Escucha, escucha! ¡Gran mal es éste!
MELIBEA.- ¿Qué es esto? ¿Qué oigo? ¡Amarga de mÃ!
TRISTÃN.- ¡Oh mi señor y mi bien muerto! ¡Oh mi señor despeñado! ¡Oh triste muerte sin confesión! Coge, Sosia, esos sesos de esos cantos, júntalos con la cabeza del desdichado amo nuestro. ¡Oh dÃa de aciago! ¡Oh arrebatado fin!
MELIBEA.- ¡Oh desconsolada de mÃ! ¿Qué es esto? ¿Qué puede ser tan áspero acontecimiento como oigo? Ayúdame a subir, Lucrecia, por estas paredes. Veré mi dolor, si no, hundiré con alaridos la casa de mi padre. ¡Mi bien y placer, todo es ido en humo, mi alegrÃa es perdida, consumiose mi gloria!
LUCRECIA.- Tristán, ¿qué dices, mi amor? ¿Qué es eso que lloras tan sin mesura?
TRISTÃN.- ¡Lloro mi gran mal, lloro mis muchos dolores! Cayó mi señor Calisto del escala y es muerto. Su cabeza está en tres partes. Sin confesión pereció. DÃselo a la triste y nueva amiga que no espere más su penado amador. Toma tú, Sosia, de esos pies; llevemos el cuerpo de nuestro querido amo donde no padezca su honra detrimento, aunque sea muerto en este lugar. ¡Vaya con nosotros llanto, acompáñenos soledad, sÃganos desconsuelo, visÃtenos tristeza, cúbranos luto y dolorosa jerga!
MELIBEA.- ¡Oh la más de las tristes triste! ¡Tan poco tiempo poseÃdo el placer, tan presto venido el dolor!
LUCRECIA.- Señora, no rasgues tu cara ni meses tus cabellos. Ahora en placer, ahora en tristeza, ¿qué planeta hubo que tan presto contrarió su operación? ¿Qué poco corazón es éste? Levanta, por Dios, no seas hallada de tu padre en tan sospechoso lugar, que serás sentida. Señora, señora, ¿no me oyes? No te amortezcas, por Dios, ten esfuerzo para sufrir la pena, pues tuviste osadÃa para el placer.
MELIBEA.- ¿Oyes lo que aquellos mozos van hablando? ¿Oyes sus tristes cantares? Rezando llevan con responso mi bien todo, muerta llevan mi alegrÃa. No es tiempo de yo vivir. ¿Cómo no gocé más del gozo, cómo tuve en tan poco la gloria que entre mis manos tuve? ¡Oh ingratos mortales, jamás conocéis vuestros bienes sino cuando de ellos carecéis!
LUCRECIA.- ¡AvÃvate, aviva!, que mayor mengua será hallarte en el huerto que placer sentiste con la venida ni pena con ver que es muerto. Entremos en la cámara. Acostarte has. Llamaré a tu padre y fingiremos otro mal, pues éste no es para se poder encubrir.
Acto XX
ARGUMENTO DEL VIGÉSIMO ACTO
Lucrecia llama a la puerta de la cámara de Pleberio. Pregúntale Pleberio lo que quiere. Lucrecia le da prisa que vaya a ver a su hija Melibea. Levantado Pleberio, va a la cámara de Melibea. Consuélala, preguntándole qué mal tiene. Finge Melibea dolor de corazón. EnvÃa Melibea a su padre por algunos instrumentos músicos. Sube ella y Lucrecia en una torre. EnvÃa de sà a Lucrecia. Cierra tras ella la puerta. Llégase su padre al pie de la torre. Descúbrele Melibea todo el negocio que habÃa pasado. En fin déjase caer de la torre abajo.
PLEBERIO, LUCRECIA, MELIBEA.
PLEBERIO.- ¿Qué quieres, Lucrecia? ¿Qué quieres tan presurosa? ¿Qué pides con tanta importunidad y poco sosiego? ¿Qué es lo que mi hija ha sentido? ¿Qué mal tan arrebatado puede ser que no haya yo tiempo de me vestir ni me des aun espacio a me levantar?
LUCRECIA.- Señor, apresúrate mucho si la quieres ver viva, que ni su mal conozco, de fuerte, ni a ella ya, de desfigurada.
PLEBERIO.- ¡Vamos presto! ¡Anda allá! Entra adelante, alza esa antepuerta y abre bien esa ventana, por que le pueda ver el gesto con claridad. ¿Qué es esto, hija mÃa? ¿Qué dolor y sentimiento es el tuyo? ¿Qué novedad es ésta? ¿Qué poco esfuerzo es éste? MÃrame, que soy tu padre. Háblame, por Dios; dime la razón de tu dolor, por que presto sea remediado. No quieras enviarme con triste postrimerÃa al sepulcro. Ya sabes que no tengo otro bien sino a ti. Abre esos alegres ojos y mÃrame.
MELIBEA.- ¡Ay dolor!
PLEBERIO.- ¿Qué dolor puede ser que iguale con ver yo el tuyo? Tu madre está sin seso en oÃr tu mal. No pudo venir a verte de turbada. Esfuerza tu fuerza, aviva tu corazón, arréciate de manera que puedas tú conmigo ir a visitar a ella. ¡Dime, ánima mÃa, la causa de tu sentimiento!
MELIBEA.- ¡Pereció mi remedio!
PLEBERIO.- Hija, mi bienamada y querida del viejo padre, por Dios, no te ponga desesperación el cruel tormento de esta tu enfermedad y pasión, que a los flacos corazones el dolor los arguye. Si tú me cuentas tu mal, luego será remediado, que ni faltarán medicinas ni médicos ni sirvientes para buscar tu salud, ahora consista en hierbas o en piedras o palabras, o esté secreta en cuerpos de animales. Pues no me fatigues más, no me atormentes, no me hagas salir de mi seso y dime qué sientes.
MELIBEA.- Una mortal llaga en medio del corazón que no me consiente hablar. No es igual a los otros males, menester es sacarle para ser curada, que está en lo más secreto de él.
PLEBERIO.- Temprano cobraste los sentimientos de la vejez. La mocedad toda suele ser placer y alegrÃa, y enemiga de enojo. Levántate de ahÃ, vamos a ver los frescos aires de la ribera. Alegrarte has con tu madre, descansará tu pena. Cata, si huyes de placer, no hay cosa más contraria a tu mal.
MELIBEA.- Vamos donde mandares. Subamos, señor, al azotea alta, por que desde allà goce de la deleitosa vista de los navÃos. Por ventura aflojará algo mi congoja.
PLEBERIO.- Subamos, y Lucrecia con nosotros.
MELIBEA.- Mas, si a ti placerá, padre mÃo, mandar traer algún instrumento de cuerdas con que se sufra mi dolor o tañendo o cantando, de manera que, aunque aqueje por una parte la fuerza de su accidente, mitigarlo han, por otra, los dulces sones y alegre armonÃa.
PLEBERIO.- Eso, hija mÃa, luego es hecho. Yo lo voy a mandar aparejar.
MELIBEA.- Lucrecia, amiga mÃa, muy alto es esto. Ya me pesa por dejar la compañÃa de mi padre. Baja a él y dile que se pare al pie de esta torre, que le quiero decir una palabra que se me olvidó que hablase a mi madre.
LUCRECIA.- Ya voy, señora.
MELIBEA.- De todos soy dejada, bien se ha aderezado la manera de mi morir. Algún alivio siento en ver que tan presto seremos juntos yo y aquel mi querido amado Calisto. Quiero cerrar la puerta por que ninguno suba a me estorbar mi muerte. No me impidan la partida, no me atajen el camino por el cual, en breve tiempo, podré visitar en este dÃa al que me visitó la pasada noche. Todo se ha hecho a mi voluntad. Buen tiempo tendré para contar a Pleberio mi señor la causa de mi ya acordado fin. Gran sinrazón hago a sus canas, gran ofensa a su vejez, gran fatiga le acarreo con mi falta, en gran soledad le dejo. Y caso que por mi morir a mis queridos padres sus dÃas se disminuyesen, ¿quién duda que no haya habido otros más crueles contra sus padres? Bursia, rey de Bitinia, sin ninguna razón, no aquejándole pena como a mÃ, mató su propio padre. Tolomeo, rey de Egipto, a su padre y madre y hermanos y mujer, por gozar de una manceba. Orestes a su madre Clitemnestra. El cruel emperador Nerón a su madre Agripina, por solo su placer, hizo matar. Éstos son dignos de culpa, éstos son verdaderos parricidas, que no yo que, con mi pena, con mi muerte, purgo la culpa que de su dolor se me puede poner. Otros muchos crueles hubo que mataron hijos y hermanos, debajo de cuyos yerros el mÃo no parecerá grande. Filipo, rey de Macedonia; Herodes, rey de Judea; Constantino, emperador de Roma; Laodice, reina de Capadocia; y Medea, la nigromantesa. Todos éstos mataron hijos queridos y amados sin ninguna razón, quedando sus personas a salvo. Finalmente me ocurre aquella gran crueldad de Frates, rey de los partos, que, por que no quedase sucesor después de él, mató a Orode, su viejo padre, y a su único hijo y treinta hermanos suyos. Éstos fueron delitos dignos de culpable culpa, que, guardando sus personas de peligro, mataban sus mayores y descendientes y hermanos. Verdad es que, aunque todo esto asà sea, no habÃa de remedarlos en lo que mal hicieron. Pero no es más en mi mano. Tú, Señor, que de mi habla eres testigo, ves mi poco poder, ves cuán cautiva tengo mi libertad, cuán presos mis sentidos de tan poderoso amor del muerto caballero, que priva al que tengo con los vivos padres.
PLEBERIO.- Hija mÃa Melibea, ¿qué haces sola? ¿Qué es tu voluntad decirme? ¿Quieres que suba allá?
MELIBEA.- Padre mÃo, no pugnes ni trabajes por venir adonde yo estoy, que estorbarás la presente habla que te quiero hacer. Lastimado serás brevemente con la muerte de tu única hija. Mi fin es llegado, llegado es mi descanso y tu pasión, llegado es mi alivio y tu pena, llegada es mi acompañada hora y tu tiempo de soledad. No habrás, honrado padre, menester instrumentos para aplacar mi dolor, sino campanas para sepultar mi cuerpo. Si me escuchas sin lágrimas oirás la causa desesperada de mi forzada y alegre partida. No la interrumpas con lloro ni palabras, si no, quedarás más quejoso en no saber por qué me mato que doloroso por verme muerta. Ninguna cosa me preguntes ni respondas más de lo que de mi grado decirte quisiere. Porque, cuando el corazón está embargado de pasión, están cerrados los oÃdos al consejo y, en tal tiempo, las fructuosas palabras, en lugar de amansar, acrecientan la saña. Oye, padre mÃo, mis últimas palabras y si, como yo espero, las recibes, no culparás mi yerro. Bien ves y oyes este triste y doloroso sentimiento que toda la ciudad hace. ¿Bien oyes este clamor de campanas, este alarido de gentes, este aullido de canes, este estrépito de armas? De todo esto fui yo causa. Yo cubrà de luto y jergas en este dÃa cuasi la mayor parte de la ciudadana caballerÃa; yo dejé muchos sirvientes descubiertos de señor; yo quité muchas raciones y limosnas a pobres y envergonzantes. Yo fui ocasión que los muertos tuviesen compañÃa del más acabado hombre que en gracia nació. Yo quité a los vivos el dechado de gentileza, de invenciones galanas, de atavÃos y bordaduras, de habla, de andar, de cortesÃa, de virtud. Yo fui causa que la tierra goce sin tiempo el más noble cuerpo y más fresca juventud que al mundo era en nuestra edad criada. Y porque estarás espantado con el son de mis no acostumbrados delitos, te quiero más aclarar el hecho. Muchos dÃas son pasados, padre mÃo, que penaba por mi amor un caballero que se llamaba Calisto, el cual tú bien conociste. Conociste asimismo sus padres y claro linaje. Sus virtudes y bondad a todos eran manifiestas. Era tanta su pena de amor y tan poco el lugar para hablarme que descubrió su pasión a una astuta y sagaz mujer que llamaban Celestina. La cual, de su parte venida a mÃ, sacó mi secreto amor de mi pecho. Descubrà a ella lo que a mi querida madre encubrÃa. Tuvo manera como ganó mi querer. Ordenó cómo su deseo y el mÃo hubiesen efecto. Si él mucho me amaba, no vivÃa engañado. Concertó el triste concierto de la dulce y desdichada ejecución de su voluntad. Vencida de su amor, dile entrada en tu casa. Quebrantó con escalas las paredes de tu huerto, quebrantó mi propósito, perdà mi virginidad. Del cual deleitoso yerro de amor gozamos cuasi un mes, y como esta pasada noche viniese, según era acostumbrado, a la vuelta de su venida, como de la fortuna mudable estuviese dispuesto y ordenado, según su desordenada costumbre, como las paredes eran altas, la noche oscura, la escala delgada, los sirvientes que traÃa no diestros en aquel género de servicio y él bajaba presuroso a ver un ruido que con sus criados sonaba en la calle, con el gran Ãmpetu que llevaba, no vio bien los pasos, puso el pie en vacÃo y cayó. Y de la triste caÃda sus más escondidos sesos quedaron repartidos por las piedras y paredes. Cortaron las hadas sus hilos, cortáronle sin confesión su vida, cortaron mi esperanza, cortaron mi gloria, cortaron mi compañÃa. Pues, ¿qué crueldad serÃa, padre mÃo, muriendo él despeñado, que viviese yo penada? Su muerte convida a la mÃa. ConvÃdame y fuerza que sea presto, sin dilación, muéstrame que ha de ser despeñada, por seguirle en todo. No digan por mà «a muertos y a idos...» Y asà contentarle he en la muerte, pues no tuve tiempo en la vida. ¡Oh mi amor y señor Calisto! Espérame, ya voy. Detente. Si me esperas, no me incuses la tardanza que hago, dando esta última cuenta a mi viejo padre, pues le debo mucho más. ¡Oh padre mÃo muy amado! Ruégote, si amor en esta pasada y penosa vida me has tenido, que sean juntas nuestras sepulturas, juntas nos hagan nuestras obsequias. Algunas consolatorias palabras te dirÃa antes de mi agradable fin, colegidas y sacadas de aquellos antiguos libros que tú, por más aclarar mi ingenio, me mandabas leer; sino que ya la dañada memoria, con la gran turbación, me las ha perdido, y aun porque veo tus lágrimas malsufridas decir por tu arrugada faz. Salúdame a mi cara y amada madre. Sepa de ti largamente la triste razón por que muero. ¡Gran placer llevo de no la ver presente! Toma, padre viejo, los dones de tu vejez, que en largos dÃas largas se sufren tristezas. Recibe las arras de tu senectud antigua, recibe allá tu amada hija. Gran dolor llevo de mÃ, mayor de ti, muy mayor de mi vieja madre. Dios quede contigo y con ella. A Él ofrezco mi ánima. Pon tú en cobro este cuerpo que allá baja.
Acto XXI
ARGUMENTO DEL VIGESIMOPRIMER ACTO
Pleberio, tornado a su cámara con grandÃsimo llanto, pregúntale Alisa, su mujer, la causa de tan súpito mal. Cuéntale la muerte de su hija Melibea, mostrándole el cuerpo de ella todo hecho pedazos. Y haciendo su planto, concluye.
PLEBERIO, ALISA.
ALISA.- ¿Qué es esto, señor Pleberio? ¿Por qué son tus fuertes alaridos? Sin seso estaba adormida del pesar que hube cuando oà decir que sentÃa dolor nuestra hija. Ahora, oyendo tus gemidos, tus voces tan altas, tus quejas no acostumbradas, tu llanto y congoja de tanto sentimiento, en tal manera penetraron mis entrañas, en tal manera traspasaron mi corazón, asà avivaron mis turbados sentidos, que el ya recibido pesar alancé de mÃ. Un dolor sacó otro, un sentimiento otro. Dime la causa de tus quejas. ¿Por qué maldices tu honrada vejez? ¿Por qué pides la muerte? ¿Por qué arrancas tus blancos cabellos? ¿Por qué hieres tu honrada cara? ¿Es algún mal de Melibea? Por Dios, que me lo digas, porque si ella pena no quiero yo vivir.
PLEBERIO.- ¡Ay, ay, noble mujer! Nuestro gozo en el pozo, nuestro bien todo es perdido. ¡No queramos más vivir! Y por que el incogitado dolor te dé más pena, todo junto sin pensarle, por que más presto vayas al sepulcro, por que no llore yo solo la pérdida dolorida de entrambos, ves allà a la que tú pariste y yo engendré hecha pedazos. La causa supe de ella; más la he sabido por extenso de esta su triste sirvienta. Ayúdame a llorar nuestra llagada postrimerÃa. ¡Oh gentes que venÃs a mi dolor! ¡Oh amigos y señores, ayudadme a sentir mi pena! ¡Oh mi hija y mi bien todo! Crueldad serÃa que viva yo sobre ti. Más dignos eran mis sesenta años de la sepultura que tus veinte. Turbose la orden del morir con la tristeza que te aquejaba. ¡Oh mis canas, salidas para haber pesar, mejor gozara de vosotras la tierra que de aquellos rubios cabellos, que presentes veo! Fuertes dÃas me sobran para vivir, quejarme he de la muerte, incusarle he su dilación cuanto tiempo me dejare solo después de ti. Fálteme la vida, pues me faltó tu agradable compañÃa. ¡Oh mujer mÃa! Levántate de sobre ella y, si alguna vida te queda, gástala conmigo en tristes gemidos, en quebrantamiento y suspirar. Y si por caso tu espÃritu reposa con el suyo, si ya has dejado esta vida de dolor, ¿por qué quisiste que lo pase yo todo? En esto tenéis ventaja las hembras a los varones, que puede un gran dolor sacaros del mundo sin lo sentir, o a lo menos perdéis el sentido, que es parte de descanso. ¡Oh duro corazón de padre! ¿Cómo no te quiebras de dolor, que ya quedas sin tu amada heredera? ¿Para quién edifiqué torres? ¿Para quién adquirà honras? ¿Para quién planté árboles? ¿Para quién fabriqué navÃos? ¡Oh tierra dura!, ¿cómo me sostienes? ¿A dónde hallará abrigo mi desconsolada vejez? ¡Oh fortuna variable, ministra y mayordoma de los temporales bienes!, ¿por qué no ejecutaste tu cruel ira, tus mudables ondas, en aquello que a ti es sujeto? ¿Por qué no destruiste mi patrimonio? ¿Por qué no quemaste mi morada? ¿Por qué no asolaste mis grandes heredamientos? Dejárasme aquella florida planta, en quien tú poder no tenÃas; diérasme, fortuna fluctuosa, triste la mocedad con vejez alegre, no pervirtieras la orden. Mejor sufriera persecuciones de tus engaños en la recia y robusta edad que no en la flaca postrimerÃa. ¡Oh vida de congojas llena, de miserias acompañada! ¡Oh mundo, mundo! Muchos mucho de ti dijeron, muchos en tus cualidades metieron la mano, a diversas cosas por oÃdas te compararon. Yo por triste experiencia lo contaré como a quien las ventas y compras de tu engañosa feria no prósperamente sucedieron, como aquel que mucho ha hasta ahora callado tus falsas propiedades por no encender con odio tu ira, por que no me secases sin tiempo esta flor, que este dÃa echaste de tu poder. Pues ahora, sin temor, como quien no tiene qué perder, como aquel a quien tu compañÃa es ya enojosa, como caminante pobre que, sin temor de los crueles salteadores, va cantando en alta voz. Yo pensaba en mi más tierna edad que eras y eran tus hechos regidos por alguna orden. Ahora, visto el pro y la contra de tus bienandanzas, me pareces un laberinto de errores, un desierto espantable, una morada de fieras, juego de hombres que andan en corro, laguna llena de cieno, región llena de espinas, monte alto, campo pedregoso, prado lleno de serpientes, huerto florido y sin fruto, fuente de cuidados, rÃo de lágrimas, mar de miserias, trabajo sin provecho, dulce ponzoña, vana esperanza, falsa alegrÃa, verdadero dolor. Cébasnos, mundo falso, con el manjar de tus deleites; al mejor sabor nos descubres el anzuelo; no lo podemos huir, que nos tiene ya cazadas las voluntades. Prometes mucho, nada no cumples; échasnos de ti por que no te podamos pedir que mantengas tus vanos prometimientos. Corremos por los prados de tus viciosos vicios, muy descuidados, a rienda suelta; descúbresnos la celada cuando ya no hay lugar de volver. Muchos te dejaron con temor de tu arrebatado dejar; bienaventurados se llamarán cuando vean el galardón que a este triste viejo has dado en pago de tan largo servicio. Quiébrasnos el ojo y úntasnos con consuelo el casco. Haces mal a todos, por que ningún triste se halle solo en ninguna adversidad, diciendo que es alivio a los mÃseros, como yo, tener compañeros en la pena. Pues desconsolado, viejo, ¡qué solo estoy! Yo fui lastimado sin haber igual compañero de semejante dolor, aunque más en mi fatigada memoria revuelvo presentes y pasados. Que si aquella severidad y paciencia de Paulo Emilio me viniere a consolar con pérdida de dos hijos muertos en siete dÃas, diciendo que su animosidad obró que consolase él al pueblo romano y no el pueblo a él, no me satisface, que otros dos le quedaban dados en adopción. ¿Qué compañÃa me tendrán en mi dolor aquel Pericles, capitán ateniense, ni el fuerte Jenofón, pues sus pérdidas fueron de hijos ausentes de sus tierras? Ni fue mucho no mudar su frente y tenerla serena, y el otro responder al mensajero, que las tristes albricias de la muerte de su hijo le venÃa a pedir, que no recibiese él pena, que él no sentÃa pesar. Que todo esto bien diferente es a mi mal. Pues menos podrás decir, mundo lleno de males, que fuimos semejantes en pérdida aquel Anaxágoras y yo, que seamos iguales en sentir, y que responda yo, muerta mi amada hija, lo que él a su único hijo, que dijo: «como yo fuese mortal, sabÃa que habÃa de morir el que yo engendraba». Porque mi Melibea mató a sà misma de su voluntad a mis ojos con la gran fatiga de amor que la aquejaba; el otro matáronle en muy lÃcita batalla. ¡Oh incomparable pérdida! ¡Oh lastimado viejo! Que cuanto más busco consuelos, menos razón hallo para me consolar. Que si el profeta y rey David al hijo que enfermo lloraba, muerto no quiso llorar, diciendo que era cuasi locura llorar lo irrecuperable, quedábanle otros muchos con que soldase su llaga. Y yo no lloro, triste, a ella muerta, pero la causa desastrada de su morir. Ahora perderé contigo, mi desdichada hija, los miedos y temores que cada dÃa me espavorecÃan. Sola tu muerte es la que a mà me hace seguro de sospecha. ¿Qué haré cuando entre en tu cámara y retraimiento y la halle sola? ¿Qué haré de que no me respondas si te llamo? ¿Quién me podrá cubrir la gran falta que tú me haces? Ninguno perdió lo que yo el dÃa de hoy, aunque algo conforme parecÃa la fuerte animosidad de Lambas de Auria, duque de los atenienses, que a su hijo herido con sus brazos desde la nao echó en la mar. Porque todas éstas son muertes que, si roban la vida, es forzado de cumplir con la fama. Pero, ¿quién forzó a mi hija a morir, sino la fuerte fuerza de amor? Pues, mundo halaguero, ¿qué remedio das a mi fatigada vejez? ¿Cómo me mandas quedar en ti conociendo tus falacias, tus lazos, tus cadenas y redes, con que pescas nuestras flacas voluntades? ¿A dó me pones mi hija? ¿Quién acompañará mi desacompañada morada? ¿Quién tendrá en regalos mis años, que caducan? ¡Oh amor, amor!, que no pensé que tenÃas fuerza ni poder de matar a tus sujetos. Herida fue de ti mi juventud, por medio de tus brasas pasé, ¿cómo me soltaste para me dar la paga de la huida en mi vejez? Bien pensé que de tus lazos me habÃa librado los cuarenta años toqué, cuando fui contento con mi conyugal compañera, cuando me vi con el fruto que me cortaste el dÃa de hoy. No pensé que tomabas en los hijos la venganza de los padres. Ni sé si hieres con hierro ni si quemas con fuego. Sana dejas la ropa, lastimas el corazón. Haces que feo amen y hermoso les parezca. ¿Quién te dio tanto poder? ¿Quién te puso nombre que no te conviene? Si amor fueses, amarÃas a tus sirvientes. Si los amases, no les darÃas pena. Si alegres viviesen, no se matarÃan como ahora mi amada hija. ¿En qué pararon tus sirvientes y sus ministros? La falsa alcahueta Celestina murió a manos de los más fieles compañeros que ella para tu servicio emponzoñado jamás halló. Ellos murieron degollados. Calisto, despeñado. Mi triste hija quiso tomar la misma muerte por seguirle. Esto todo causas. Dulce nombre te dieron; amargos hechos haces. No das iguales galardones; inicua es la ley que a todos igual no es. Alegra tu sonido; entristece tu trato. Bienaventurados los que no conociste o de los que no te curaste. Dios te llamaron otros, no sé con qué error de su sentido traÃdos. Cata que Dios mata los que crió; tú matas los que te siguen. Enemigo de toda razón, a los que menos te sirven das mayores dones, hasta tenerlos metidos en tu congojosa danza. Enemigo de amigos, amigo de enemigos, ¿por qué te riges sin orden ni concierto? Ciego te pintan, pobre y mozo. Pónente un arco en la mano con que tires a tiento; más ciegos son tus ministros, que jamás sienten ni ven el desabrido galardón que se saca de tu servicio. Tu fuego es de ardiente rayo, que jamás hace señal do llega. La leña que gasta tu llama son almas y vidas de humanas criaturas, las cuales son tantas, que de quien comenzar pueda apenas me ocurre, no sólo de cristianos, mas de gentiles y judÃos, y todo en pago de buenos servicios. ¿Qué me dirás de aquel MacÃas de nuestro tiempo, cómo acabó amando, cuyo triste fin tú fuiste la causa? ¿Qué hizo por ti Paris? ¿Qué Helena? ¿Qué hizo Hipermestra? ¿Qué Egisto? Todo el mundo lo sabe. Pues a Safo, Ariadna, Leandro, ¿qué pago les diste? Hasta David y Salomón no quisiste dejar sin pena. Por tu amistad Sansón pagó lo que mereció, por creerse de quien tú le forzaste a darle fe. Otros muchos que callo porque tengo harto que contar en mi mal. Del mundo me quejo porque en sà me crió; porque, no me dando vida, no engendrara en él a Melibea; no nacida, no amara; no amando, cesara mi quejosa y desconsolada postrimerÃa. ¡Oh mi compañera buena! ¡Oh mi hija despedazada! ¿Por qué no quisiste que estorbase tu muerte? ¿Por qué no hubiste lástima de tu querida y amada madre? ¿Por qué te mostraste tan cruel con tu viejo padre? ¿Por qué me dejaste cuando yo te habÃa de dejar? ¿Por qué me dejaste penado? ¿Por qué me dejaste triste y solo in hac lachrymarum valle?
Concluye el autor, aplicando la obra al propósito por que la acabó
Pues aquà vemos cuán mal fenecieron
aquestos amantes, huyamos su danza,
amemos a Aquel que espinas y lanza,
azotes y clavos su sangre vertieron.
Los falsos judÃos su faz escupieron,
vinagre con hiel fue su potación;
por que nos lleve con el buen ladrón
de dos que a sus santos lados pusieron.
No dudes ni hayas vergüenza, lector,
narrar lo lascivo que aquà se te muestra,
que, siendo discreto, verás que es la muestra
por donde se vende la honesta labor.
De nuestra vil masa con tal lamedor
consiente cosquillas de alto consejo,
con motes y trufas del tiempo más viejo
escritas a vueltas le ponen sabor.
Y asÃ, no me juzgues por eso liviano,
mas antes celoso de limpio vivir,
celoso de amar, temer y servir
al alto Señor y Dios soberano.
Por ende, si vieres turbada mi mano,
turbias con claras mezclando razones,
deja las burlas, que es paja y granzones,
sacando muy limpio de entre ellas el grano.
FIN