Fue el primer jalón de nuestra amistad. En vez de perder tiempo en las calles con los amigos, solÃa visitarme, de tarde; hablando de sà mismo, como corresponde a los jóvenes, no tardó en confiarme sus aspiraciones: eran literarias. QuerÃa forjarse un nombre inmortal, sobre todo a fuerza de poemas, aunque no desdeñaba mandar cuentos de amor y de muerte a los diarios de la tarde. Fue mi destino estar inmóvil mientras Charlie Mears leÃa composiciones de muchos centenares de versos y abultados fragmentos de tragedias que, sin duda, conmoverÃan el mundo. Mi premio era su confianza total; las confesiones y problemas de un joven son casi tan sagrados como los de una niña. Charlie nunca se habÃa enamorado, pero deseaba enamorarse en la primera oportunidad; creÃa en todas las cosas buenas y en todas las cosas honrosas, pero no me dejaba olvidar que era un hombre de mundo, como cualquier empleado de banco que gana veinticinco chelines por semana. Rimaba «amor y dolor», «bella y estrella», candorosamente, seguro de la novedad de esas rimas. Tapaba con apresuradas disculpas y descripciones los grandes huecos incómodos de sus dramas, y seguÃa adelante, viendo con tanta claridad lo que pensaba hacer, que lo consideraba ya hecho, y esperaba mi aplauso.
Me parece que su madre no lo alentaba; sé que su mesa de trabajo era un ángulo del lavabo. Esto me lo contó casi al principio, cuando saqueaba mi biblioteca y poco antes de suplicarme que le dijera la verdad sobre sus esperanzas de "escribir algo realmente grande, usted sabe". Quizá lo alenté demasiado, porque una tarde vino a verme, con los ojos llameantes, y me dijo, trémulo:
- ¿A usted no le molesta... puedo quedarme aquà y escribir toda la tarde? No lo molestaré, le prometo. En casa de mi madre no tengo dónde escribir.
- ¿Qué pasa? - pregunté, aunque lo sabÃa muy bien.
- Tengo una idea en la cabeza, que puede convertirse en el mejor cuento del mundo. Déjeme escribirlo aquÃ. Es una idea espléndida.
Imposible resistir. Le preparé una mesa; apenas me agradeció y se puso a trabajar enseguida. Durante media hora la pluma corrió sin parar. Charlie suspiró. La pluma corrió más despacio, las tachaduras se multiplicaron, la escritura cesó. El cuento más hermoso del mundo no querÃa salir.
- Ahora parece tan malo - dijo lúgubremente -. Sin embargo, era bueno mientras lo pensaba. ¿Dónde está la falla?
No quise desalentarlo con la verdad. Contesté:
- Quizá no estés en ánimo de escribir.
- SÃ, pero cuando leo este disparate...
- Léeme lo que has escrito - le dije.
Lo leyó. Era prodigiosamente malo. Se detenÃa en las frases más ampulosas, a la espera de algún aplauso, porque estaba orgulloso de esas frases, como es natural.
- HabrÃa que abreviarlo - sugerà cautelosamente.
- Odio mutilar lo que escribo. Aquà no se puede cambiar una palabra sin estropear el sentido. Queda mejor leÃdo en voz alta que mientras lo escribÃa.
- Charlie, adoleces de una enfermedad alarmante y muy común. Guarda ese manuscrito y revÃsalo dentro de una semana.
- Quiero acabarlo en seguida. ¿Qué le parece?
- ¿Cómo juzgar un cuento a medio escribir? Cuéntame el argumento.
Charlie me lo contó. Dijo todas las cosas que su torpeza le habÃa impedido trasladar a la palabra escrita. Lo miré, preguntándome si era posible que no percibiera la originalidad, el poder de la idea que le habÃa salido al encuentro. Con ideas infinitamente menos practicables y excelentes se habÃan infatuado muchos hombres. Pero Charlie proseguÃa serenamente, interrumpiendo la pura corriente de la imaginación con muestras de frases abominables que pensaba emplear. Lo escuché hasta el fin. Era insensato abandonar esa idea a sus manos incapaces, cuando yo podÃa hacer tanto con ella. No todo lo que serÃa posible hacer, pero muchÃsimo.
- ¿Qué le parece? - dijo al fin. Creo que lo titularé «La Historia de un Buque».
- Me parece que la idea es bastante buena; pero todavÃa estás lejos de poder aprovecharla. En cambio, yo...
- ¿A usted le servirÃa? ¿La quiere? SerÃa un honor para mà - dijo Charlie en seguida.
Pocas cosas hay más dulces en este mundo que la inocente, fanática, destemplada, franca admiración de un hombre más joven. Ni siquiera una mujer ciega de amor imita la manera de caminar del hombre que adora, ladea el sombrero como él o intercala en la conversación sus dichos predilectos. Charlie hacÃa todo eso. Sin embargo, antes de apoderarme de sus ideas, yo querÃa apaciguar mi conciencia.
- Hagamos un arreglo. Te daré cinco libras por el argumento - le dije.
Instantáneamente, Charlie se convirtió en empleado de banco:
- Es imposible. Entre camaradas, si me permite llamarlo asÃ, y hablando como hombre de mundo, no puedo. Tome el argumento, si le sirve. Tengo muchos otros.
Los tenÃa - nadie lo sabÃa mejor que yo - pero eran argumentos ajenos.
- MÃralo como un negocio entre hombres de mundo - repliqué -. Con cinco libras puedes comprar una cantidad de libros de versos. Los negocios son los negocios, y puedes estar seguro que no abonarÃa ese precio si...
- Si usted lo ve asà - dijo Charlie, visiblemente impresionado con la idea de los libros.
Cerramos trato con la promesa de que me traerÃa periódicamente todas las ideas que se le ocurrieran, tendrÃa una mesa para escribir y el incuestionable derecho de infligirme todos sus poemas y fragmentos de poemas. Después le dije:
- Cuéntame cómo te vino esta idea.
- Vino sola.
Charlie abrió un poco los ojos.
- SÃ, pero me contaste muchas cosas sobre el héroe que tienes que haber leÃdo en alguna parte.
- No tengo tiempo para leer, salvo cuando usted me deja estar aquÃ, y los domingos salgo en bicicleta o paso el dÃa entero en el rÃo. ¿Hay algo que falta en el héroe?
- Cuéntamelo otra vez y lo comprenderé claramente. Dices que el héroe era pirata. ¿Cómo vivÃa?
- Estaba en la cubierta de abajo de esa especie de barco del que le hablé.
- ¿Qué clase de barco?
- Eran esos que andan con remos, y el mar entra por los agujeros de los remos, y los hombres reman con el agua hasta la rodilla. Hay un banco entre las dos filas de remos, y un capataz con un látigo camina de una punta a la otra del banco, para que trabajen los hombres.
- ¿Cómo lo sabes?
- Está en el cuento. Hay una cuerda estirada, a la altura de un hombre, amarrada a la cubierta de arriba, para que se agarre el capataz cuando se mueve el barco. Una vez, el capataz no da con la cuerda y cae entre los remeros; el héroe se rÃe y lo azotan. Está encadenado a su remo, naturalmente.
- ¿Cómo está encadenado?
- Con un cinturón de hierro, clavado al banco, y con una pulsera atándolo al remo. Está en la cubierta de abajo, donde van los peores, y la luz entra por las escotillas y los agujeros de los remos. ¿Usted no se imagina la luz del sol filtrándose entre el agujero y el remo, y moviéndose con el banco?
- SÃ, pero no puedo imaginar que tú te lo imagines.
- ¿De qué otro modo puede ser? Escúcheme, ahora. Los remos largos de la cubierta de arriba están movidos por cuatro hombres en cada banco; los remos intermedios, por tres; los de más abajo, por dos. Acuérdese de que en la cubierta inferior no hay ninguna luz, y que todos los hombres ahà se enloquecen. Cuando en esa cubierta muere un remero, no lo tiran por la borda: lo despedazan, encadenado, y tiran los pedacitos al mar, por el agujero del remo.
- ¿Por qué? - pregunté asombrado, menos por la información que por el tono autoritario de Charlie Mears.
- Para ahorrar trabajo y para asustar a los compañeros. Se precisan dos capataces para subir el cuerpo de un hombre a la otra cubierta, y si dejaran solos a los remeros de la cubierta de abajo, éstos no remarÃan y tratarÃan de arrancar los bancos, irguiéndose a un tiempo en sus cadenas.
- Tienes una imaginación muy previsora. ¿Qué has estado leyendo sobre galeotes?
- Que yo me acuerde, nada. Cuando tengo oportunidad, remo un poco. Pero tal vez he leÃdo algo, si usted lo dice.
Al rato salió en busca de librerÃas y me pregunté cómo, un empleado de banco, de veinte años, habÃa podido entregarme, con pródiga abundancia de pormenores, datos con absoluta seguridad, ese cuento de extravagante y ensangrentada aventura, motÃn, piraterÃa y muerte, en mares sin nombre. HabÃa empujado al héroe por una desesperada odisea, lo habÃa rebelado contra los capataces, le habÃa dado una nave que comandar, y después una isla "por ahà en el mar, usted sabe"; y, encantado con las modestas cinco libras, habÃa salido a comprar los argumentos de otros hombres para aprender a escribir. Me quedaba el consuelo de saber que su argumento era mÃo, por derecho de compra, y creÃa poder aprovecharlo de algún modo.
Cuando nos volvimos a ver estaba ebrio, ebrio de los muchos poetas que le habÃan sido revelados. Sus pupilas estaban dilatadas, sus palabras se atropellaban y se envolvÃa en citas, como un mendigo en la púrpura de los emperadores. Sobre todo, estaba ebrio de Longfellow.
- ¿No es espléndido? ¿No es soberbio? - me gritó luego de un apresurado saludo. Oiga esto:
- ¿Quieres - preguntó el timonel - saber el secreto del mar? Sólo quienes afrontan sus peligros comprenden su misterio.
- ¡Demonios!
- Sólo quienes afrontan sus peligros comprenden su misterio - repitió veinte veces, caminando de un lado a otro, olvidándome. Encontrarán al final los versos en inglés.
- Pero yo también puedo comprenderlo - dijo - No sé cómo agradecerle las cinco libras. Oiga esto:
Recuerdo los embarcaderos negros, las ensenadas, la agitación de las mareas y los marineros españoles, de labios barbudos y la belleza y el misterio de las naves y la magia del mar. Nunca he afrontado peligros, pero me parece que entiendo todo eso.
- Realmente, parece que dominas el mar. ¿Lo has visto alguna vez?
- Cuando era chico estuvimos en Brighton. VivÃamos en Coventry antes de venir a Londres. Nunca lo he visto... Cuando baja sobre el Atlántico el titánico viento huracanado del Equinoccio
Me tomó por el hombro y me zamarreó, para que comprendiera la pasión que lo sacudÃa.
- Cuando viene esa tormenta - prosiguió - todos los remos del barco se rompen, y los mangos de los remos deshacen el pecho de los remeros. A propósito, ¿usted ya hizo mi argumento?
- No, esperaba que me contaras algo más. Dime cómo conoces tan bien los detalles del barco. Tú no sabes nada de barcos.
- No me lo explico. Es del todo real para mà hasta que trato de escribirlo. Anoche, en la cama, estuve pensando, después de concluir La Isla del Tesoro. Inventé una porción de cosas para el cuento.
- ¿Qué clase de cosas?
- Sobre lo que comÃan los hombres: higos podridos y habas negras y vino en un odre de cuero que se pasaban de un banco a otro.
- ¿Tan antiguo era el barco?
- Yo no sé si era antiguo. A veces me parece tan real como si fuera cierto. ¿Le aburre que hable de eso?
- En lo más mÃnimo. ¿Se te ocurrió algo más?
- SÃ, pero es un disparate. - Charlie se ruborizó algo.
- No importa; dÃmelo.
- Bueno, pensaba en el cuento, y al rato salà de la cama y apunté en un pedazo de papel las cosas que podÃan haber grabado en los remos, con el filo de las esposas. Me pareció que eso le daba más realidad. Es tan real, para mÃ, usted sabe.
- ¿Tienes el papel?
- SÃ, pero a qué mostrarlo. Son unos cuantos garabatos. Con todo, podrÃan ir en la primera hoja del libro.
- Ya me ocuparé de esos detalles. Muéstrame lo que escribÃan tus hombres.
- Sacó del bolsillo una hoja de carta, con un solo renglón escrito, y yo la guardé.
- ¿Qué se supone que esto significa en inglés?
- Ah, no sé. Yo pensé que podÃa significar: "Estoy cansadÃsimo". Es absurdo - repitió - pero esas personas del barco me parecen tan reales como nosotros. Escriba pronto el cuento; me gustarÃa verlo publicado.
- Pero todas las cosas que me has dicho darÃan un libro muy extenso.
- Hágalo, entonces. No tiene más que sentarse y escribirlo.
- Dame tiempo. ¿No tienes más ideas?
- Por ahora, no. Estoy leyendo todos los libros que compré. Son espléndidos.
Cuando se fue, miré la hoja de papel con la inscripción. Después... pero me pareció que no hubo transición entre salir de casa y encontrarme discutiendo con un policÃa ante una puerta llamada "Entrada Prohibida" en un corredor del Museo Británico. Lo que yo exigÃa, con toda la cortesÃa posible, era "el hombre de las antigüedades griegas". El policÃa todo lo ignoraba, salvo el reglamento del museo, y fue necesario explorar todos los pabellones y escritorios del edificio. Un señor de edad interrumpió su almuerzo y puso término a mi busca tomando la hoja de papel entre el pulgar y el Ãndice, y mirándola con desdén.
- ¿Qué significa esto? Veamos - dijo -; si no me engaño es un texto en griego sumamente corrompido, redactado por alguien - aquà me clavó los ojos - extraordinariamente iletrado.
Leyó con lentitud:
- Pollock, Erkmann, Tauchintz, Hennicker, cuatro nombres que me son familiares.
- ¿Puede decirme lo que significa este texto?
- He sido... muchas veces... vencido por el cansancio en este menester. Eso es lo que significa.
Me devolvió el papel; huà sin una palabra de agradecimiento, de explicación o de disculpa.
Mi distracción era perdonable. A mÃ, entre todos los hombres, me habÃa sido otorgada la oportunidad de escribir la historia más admirable del mundo, nada menos que la historia de un galeote griego, contada por él mismo. No era raro que los sueños le parecieran reales a Charlie. Las Parcas, tan cuidadosas en cerrar las puertas de cada vida sucesiva, se habÃan distraÃdo esta vez, y Charlie miró, aunque no lo sabÃa, lo que a nadie le habÃa sido permitido mirar, con plena visión, desde que empezó el tiempo. Ignoraba enteramente el conocimiento que me habÃa vendido por cinco libras; y perseverarÃa en esa ignorancia, porque los empleados de banco no comprenden la mentempsicosis, y una buena educación comercial no incluye el conocimiento del griego. Me suministrarÃa - aquà bailé, entre los mudos dioses egipcios, y me reà en sus caras mutiladas - materiales que darÃan certidumbre a mi cuento: una certidumbre tan grande que el mundo lo recibirÃa como una insolente y artificiosa ficción. Y yo, sólo yo sabrÃa que era absoluta y literalmente cierto. Esa joya estaba en mi mano para que yo la puliera y cortara. Volvà a bailar entre los dioses del patio egipcio, hasta que un policÃa me vio y empezó a acercarse.
Sólo habÃa que alentar la conversación de Charlie, y eso no era difÃcil; pero habÃa olvidado los malditos libros de versos. VolvÃa, inútil como un fonógrafo recargado, ebrio de Byron, de Shelley o de Keats. Sabiendo lo que el muchacho habÃa sido en sus vidas anteriores, y desesperadamente ansioso de no perder una palabra de su charla, no pude ocultarle mi respeto y mi interés. Los tomó como respeto por el alma actual de Charlie Mears, para quien la vida era tan nueva como lo fue para Adán, y como interés por sus lecturas; casi agotó mi paciencia, recitando versos, no suyos sino ajenos. Llegué a desear que todos los poetas ingleses desaparecieran de la memoria de los hombres. Calumnié las glorias más puras de la poesÃa porque desviaban a Charlie de la narración directa y lo estimulaban a la imitación; pero sofrené mi impaciencia hasta que se agotó el Ãmpetu inicial de entusiasmo y el muchacho volvió a los sueños.
- ¿Para qué le voy a contar lo que yo pienso, cuando esos tipos escribieron para los ángeles? - exclamó una tarde -. ¿Por qué no escribe algo as�
- Creo que no te portas muy bien conmigo - dije conteniéndome.
- Ya le di el argumento - dijo con sequedad, prosiguiendo la lectura de Byron.
- Pero quiero detalles.
- ¿Esas cosas que invento sobre ese maldito barco que usted llama galera? Son facilÃsimas. Usted mismo puede inventarlas. Suba un poco la llama, quiero seguir leyendo.
Le hubiera roto en la cabeza la lámpara del gas. Yo podrÃa inventar si supiera lo que Charlie ignoraba que sabÃa. Pero como detrás de mà estaban cerradas las puertas, tenÃa que aceptar sus caprichos y mantener despierto su buen humor. Una distracción momentánea podÃa estorbar una preciosa revelación. A veces dejaba los libros - los guardaba en mi casa, porque a su madre le hubiera escandalizado el gasto de dinero que representaban - y se perdÃa en sueños marinos. De nuevo maldije a todos los poetas de Inglaterra. La mente plástica del empleado de banco estaba recargada, coloreada y deformada por las lecturas, y el resultado era una red confusa de voces ajenas como el zumbido múltiple de un teléfono de una oficina en la hora más atareada.
AUTOR: Rudyard Kipling