El 26 de agosto de 1990, en la segunda página del ‘The New York Times’, se publicó la fotografÃa de un atentado producido durante la invasión de Irak a Kuwait. A pocos metros de los cadáveres de un par de civiles, una niña miraba lo que parecÃa ser una muñeca, mientras que el artÃculo correspondiente mencionaba a 18 kuwaitÃes exiliados, que recordaban a sus más de 500 compatriotas muertos. Y si bien existÃa una relación entre el texto y la imagen, el rostro de la niña hablaba de otra historia, que no tenÃa nada que ver con los personajes retratados. Era como si ella hubiese acabado de sonreÃr hacÃa un segundo.
Albert O’remor no era corresponsal de guerra, pero a su representante le fue sencillo contactar con el ‘Times’ y venderle los derechos de la fotografÃa, porque O’remor gozaba de cierto prestigio en el ámbito artÃstico neoyorquino. Aunque prestigio no es el término más adecuado para definir su posición en ese gremio. Prácticamente no se hablaba de la calidad de su trabajo, sino del tema recurrente que siempre abordó en sus obras, derivando las conversaciones hacia los posibles orÃgenes de su obsesión, donde las opiniones eran encontradas e iban de lo dramático a lo sublime, pasando incluso por la burla. En lo que sà estaban todos de acuerdo era en que su ‘enfermedad’ era degenerativa. Si no fuese asÃ, por qué otra razón viajó a Kuwait a retratar a esa niña, por qué necesitaba situaciones cada vez más dolorosas para capturar una sonrisa.
Albert O’remor, de madre danesa y padre irlandés, nació en Baltimore, Estados Unidos, en 1958. Ya a sus cuatro años, Albert comenzó a manifestar una especial atracción por las sonrisas ajenas y, con el tiempo, pasó a convertirse en una profunda fascinación, despertando un incontrolable deseo por coleccionarlas. En su octavo cumpleaños, le obsequiaron una ‘Instamatic 133 de Kodak’. Como era de suponer, al comienzo, cualquier sonrisa le valÃa, mas ese comienzo fue muy breve, porque el mismo dÃa en el que le regalaron la cámara, agotó el carrete con los rostros de los invitados que posaron para él y no pudo ver las imágenes hasta tres semanas después, cuando consiguió ahorrar lo suficiente para revelar los negativos.
Tras esa primera experiencia, se dedicó a sorprender a sus familiares con la intención de obtener sonrisas espontáneas. Los flashes provenÃan de debajo de una cama, del asiento posterior del coche, de entre las ramas, del armario y de cuanto lugar le sirviese para su cometido. Una vez completado su décimo álbum, volvió a cuestionarse, optando por incluir a desconocidos. Asà lo hizo durante más de una década.
A pesar de aparentar ser un dato irrelevante, antes de proseguir, me gustarÃa destacar una de las series que formó parte de este perÃodo, compuesta por las sonrisas de una hippie que mostraban las distintas variaciones de la expresión con respecto al tipo de droga que ella habÃa consumido. Esta serie —no en ese momento, pero sà cuando reflexionó al respecto— ocasionó que O’remor hiciese una pausa prolongada. Los siguientes dos años no tomó ninguna fotografÃa, los empleó en clasificar las 16,478 que ya tenÃa. Fue consciente de que una sonrisa al despertar tenÃa distintos matices que una al acostarse, que la de su hermano menor era distinta cuando veÃa a su madre que cuando veÃa a su padre, que la de su abuelo variaba en el dÃa y no con la edad, que una sonrisa no era más bella por el rostro sino por la sinceridad y que, sin excepción, todos tenÃamos la capacidad para mostrarla. En ese punto tuvo dos sensaciones. Su colección era bella; sin embargo, no era tan especial. Cualquiera podrÃa tener una como la suya, simplemente era una cuestión de tiempo y dedicación. Se quedó en blanco tres años más.
En 1984, volvió a coger la cámara bajo la siguiente premisa: “Todos podemos sonreÃr, pero no todos somos igualesâ€. Se puso a fotografiar a personas famosas. Le duró una semana. Las revistas de un quiosco contenÃan más de las que él podrÃa conseguir en toda su vida. Se sintió estúpido por haber planteado una premisa tan vulgar. Lanzó otra: “Todos podemos sonreÃr, pero a unos les cuesta másâ€. Con el ánimo renovado, retrató a mendigos, minusválidos, a payasos sin disfraz, soldados de guardia y a cuanto estereotipo se le cruzó por la mente. Se dio cuenta de que no era tanto un asunto de personas… y se atrevió a lanzar una tercera: “Todos podemos sonreÃr, pero hay momentos en que nos es casi imposible hacerlo, porque no nos nace o nos lo prohibimosâ€.
lbert pasaba las mañanas observando los entierros y, en las noches, hacÃa guardia en la sección de urgencias de los hospitales. Una que otra vez, para variar la rutina, se asomaba a los incendios y a otras desgracias ocasionales, conducta que fue muy criticada tanto por algunas instituciones sociales como por la mayorÃa de los artistas neoyorquinos. No obstante, O’ sostenÃa, de cara a sà mismo, que una sonrisa, en un momento de tragedia, evitaba que se destrozasen fibras emocionales profundas. Para valorar mejor su perspectiva, es necesario enfatizar que a él le deslumbraban las sonrisas y no las risas (ya sean con gracia o histéricas).
Unos meses antes de que Irak invadiera Kuwait, Albert O’remor se habÃa instalado en Oriente Medio. QuerÃa saber cómo eran las sonrisas de las personas que vivÃan en una tragedia constante. Sin duda, su fascinación lo colmó. Eso explica que el dÃa en el que retrató a la niña del ‘Times’, cuando se produjo la explosión seguida de un tiroteo, en lugar de correr, le regaló la muñeca a la niña, para fotografiarla. En medio de esa sesión, una bala lo alcanzó. La pequeña dejó la muñeca y cogió la cámara.
Tras su muerte, se realizó la primera exposición sobre su trabajo. La galerÃa Leo Castelli presentó la “Smile’s Collectionâ€, incluyendo la foto que tomó la niña kuwaitÃ, la única en la que aparecÃa Albert O’remor.