El relato empieza mencionando los ladridos de los perros pastores que conducÃan un rebaño de ovejas. La pastora es Antuca, una chiquilla de doce años. Es una “chinitaâ€, como les dicen a las muchachas indÃgenas del norte del Perú. El rebaño lo conforman cien pares de ovejas sin contar los corderos. Los perros que la ayudan en la labor responden a los nombres de Zambo, Wanka, Güeso y Pellejo. Antuca se encuentra a veces con Pancho, otro pastorcito, que con su antara toca un yaravàmuy triste, denominado elmanchaipuito. Este yaravà cuenta la desgracia de un sacerdote que se enamora de una doncella del pueblo, la cual muere, por lo que el cura enloquece junto al cadáver de su amada, mientras tocaba dÃa y noche con una flauta, hecha de uno de los huesos de aquella. La Antuca se siente feliz con la compañÃa del Pancho, mientras que él se solaza contemplándola; asà son los idilios en la sierra del Perú, nos dice el narrador. Ya de noche Antuca regresa a su casa con el rebaño, donde le esperan don Simón Robles, el padre; doña Juana, la madre; Timoteo y Vicenta, los hermanos, y Shapra, el perro guardián de la casa.
Wanka y Zambo provenÃan de Gansul, de la afamada crÃa de don Roberto Poma. Los perros son criados, antes de que abran los ojos, en el rebaño, amamantados por las ovejas; de esa manera se acostumbran tempranamente con el ganado. A Zambo le pusieron ese nombre por ser de color prieto; en cambio, nadie pregunta al Simón Robles por qué puso el nombre de Wanka a la perra (lo cual era una alusión a una tribu guerrera de la sierra central peruana). La perra se convirtió en madre de muchas camadas, cuyos miembros fueron repartidos entre los habitantes del pueblo y de otros lugares. Simón les ofrecÃa ya sea como perros ovejeros o como guardianes de casa. Muchos de ellos ganaron fama. Güendiente, el perro del repuntero Manuel RÃos, manejaba excepcionalmente a las vacas. Máuser, el perro de Gilberto Morán, muere en una explosión de dinamita, durante una obra de construcción de carretera; Tinto, el perro guardián de la casa de Simón Robles, es muerto por el feroz Raffles, enorme perro de don Cipriano RamÃrez, el hacendado de Páucar, siendo reemplazado por el ya mencionado Shapra como guardián del hogar. Quien de alguna manera venga a Tinto es ChutÃn, otro hijo de Wanka y Zambo, el cual fue regalado al niño Obdulio, hijo del hacendado Cipriano, quien se rindió ante la insistencia del niño de tener un perrito de compañÃa. ChutÃn se ganó la preferencia de todos en la casa hacienda, en desmedro del feroz Raffles. Cuando el rebaño de Simón Robles aumenta y se necesita más ayuda en el pastoreo, los Robles deciden quedarse con dos perros de la siguiente parición de Wanka. A ellos les colocan los nombres de Güeso y Pellejo debido a una historia que Simón narra sobre una viejita que para no ser asaltada disimuladamente se quejaba: “estoy hecha puro Hueso y Pellejoâ€, llamando de este modo a sus perros que tenÃan esos nombres. Los perros al oÃr el llamado de su ama ingresan al cuarto de la vieja y se lanzan contra el ladrón, “haciéndole leñaâ€. Cuando el Timoteo objeta la historia haciendo notar que cómo podÃa ser que unos perros guardianes dejaran entrar a un ladrón en casa y encima necesitaban que su ama los llamara, el Simón Robles se limita a sentenciar: “cuento es cuentoâ€. Y el narrador pone como ejemplo la historia de un curita de Pataz quien luego de narrar con mucha emoción y patetismo la pasión y muerte de Nuestro Señor, vio atónito como todos los feligreses lloraban a moco tendido. El cura tuvo que finalizar diciendo que como era una historia ocurrida hace mucho tiempo, bien podÃa ser solo cuento.
Mateo Tampu era un joven y robusto campesino, muy laborioso, casado con Martina Robles (hija de don Simón Robles). TenÃa su propia choza y su chacra, y como necesitaba un perro pastor para su rebaño de ovejas que cada dÃa crecÃa más, solicita a su suegro que le obsequiará un cachorrillo. Simón le da permiso para que coja uno de los perritos de la última camada de Wanka. Mateo escoge al azar uno y lo mete a su alforja, acomodándolo para que quedara con la cabeza afuera. Se despide de su suegro y retorna a su casa. Damián, su pequeño hijo, en su media lengua llama Mañu al perrito (en vez de decirle “hermanoâ€), y con ese nombre se quedó. Todo prosperaba en la familia y la Martina dio luz a otro niño. Pero un dÃa, mientras Mateo trabajaba en su chacra, aparecen dos gendarmes o policÃas, quienes le piden su libreta de conscripción militar. Como no la tenÃa se lo llevan violentamente, a pesar de las súplicas de Martina, quien es abofeteada por uno de los gendarmes. La pobre esposa queda sumida en la más profunda tristeza; sin embargo, guarda la esperanza de que su esposo retornara, aunque sin tener una idea cabal de qué se trataba eso de “servir en el ejércitoâ€. Ante la ausencia del esposo cobra importancia el Mañu, como guardián no solo del rebaño sino del pequeño Damián, a quien sigue a todos lados.
Los perros ladran de noche porque sienten la presencia de un enemigo (un puma o un zorro). Los hombres se alertan, sueltan a los perros y salen a merodear. Luego esperan el retorno de los perros. Simón aprovecha para contarles una historia: el puma de sombra. Les relata que estando solo en el ParaÃso, Adán le pide a Dios que no exista la noche y que fuera siempre de dÃa. El Señor le pregunta la razón de ese pedido y Adán le responde que por miedo a la oscuridad. Entonces Dios le hace ver una visión: un puma enorme se acerca bramando y corriendo, ante el terror de Adán, pero cuando ya lo tenÃa cerca, éste ve que se le pasa por encima: era solo una sombra. Dios le explica entonces que asà es la noche, pura sombra. Luego Adán le pide a Dios compañÃa, ya que todos los animales la tenÃan menos él, y viendo que tenÃa razón, Dios se lo concede, creando asà a la mujer. Y termina Simón señalando que la mujer surgió por el miedo del hombre a la noche. Los perros regresan fatigados y todo indica que solo se trata de un puma de sombra, como el de la historia de Simón.(relatada antes)
Un dÃa Vicenta pide permiso para acompañar a su hermana Antuca en el pastoreo, pues querÃa ir al campo a buscar ratanya (una planta que servÃa para dar tinte morado a los tejidos). Su padre aprovecha para encargarle que trajera pacra (hierba que servÃa para engordar al ganado). Cumplido su cometido, Vicenta se despide de su hermana. De pronto aparecen dos jinetes con aire amenazante. Vicenta se esconde detrás de una roca y los reconoce: son los cholos Julián y Blas Celedón, hermanos bandoleros, muy temidos en la región. Recuerda que años atrás ella habÃa bailado con el Julián en una fiesta pero su padre se habÃa opuesto a que la cortejara pues el cholo ya tenÃa muy mala fama. Julián atrapa a Güeso con un lazo, pues querÃa un perro de la muy afamada crÃa de los Robles para entrenarlo como conductor de ganado robado. Wanka y los otros perros se acercan ladrando a los intrusos y a su encuentro les sale Güenamigo, el perro de los bandoleros, pero Julián lo contiene para evitar una pelea desigual. Wanka espera solo la orden de su ama para lanzarse contra los forajidos, pero el Blas apunta su carabina amenazando con disparar, por lo que Antuca se apresura a alejar a sus perros y calmarlos. Cuando se entera por boca de ellos mismos de que se trataban de los famosos “Celedonios†queda helada de conmoción. Suplica llorando por su perro, pero los bandoleros la amenazan y se llevan a Güeso arrastrándolo por el camino. No bien se alejan, la Vicenta sale de su escondite y se va a consolar a su hermana, quien no cesaba de llorar.
Los bandoleros se llevan pues a Güeso, pero este, muy terco, no quiere avanzar. Lo flagelan; finalmente, el Blas lo marca con hierro candente. Muy adolorido, no le queda al perro sino seguir a los bandoleros para no recibir mayores maltratos. Luego de un largo recorrido llegan a una cabaña, donde los reciben una pareja de esposos llamados MartÃn y Pascuala. Los bandoleros se alimentan y se disponen a dormir, dejando a Güeso atado a una viga con una soga. El perro intenta escapar, royendo la soga. Ya estaba a punto de romper la última hebra cuando es descubierto por Julián. Lo ata entonces con una soga de cerda. Gueso se siente entonces perdido, sin esperanza ya de huir. Muy de mañana parten los Celedonios y llegan a Cañar, un valle profundo lleno de monte tupido, escondite ideal de ladrones, a cuyo lado corre el rÃo Marañón. Después de cierto tiempo, Güeso se acostumbra con sus nuevos dueños y termina por encariñarse con Julián, quien lo suelta y lo junta con el Güenaamigo para que aprendiera a ser perro abigeo o conductor de reses robadas. Güeso conoce entonces a los amigos de los Celedonios: el Santos Vaca, el Venancio Campos, bandoleros todos. Un dÃa Güeso ve de lejos a Antuca y a su rebaño; parece recordarlos pero luego de un rato regresa corriendo donde Julián, decidiendo asà su destino, el ser un “perro de bandoleroâ€. El amor de Julián es Elisa, bella chinita del pueblo de Sarún, a quien embaraza. Su peor enemigo es Chumpi, apodado el Culebrón, un alférez de gendarmes, el cual le sigue tenazmente los pasos pero siempre era burlado. El Güeso y el Güenamigo se convierten en aliados valiosÃsimos de los Celedonios ya que con sus ladridos avisan cuando los gendarmes se hallan cerca.
En aquel año no hubo buenas cosechas. Las lluvias escasearon y las mieses de la mayorÃa de las chacras no alcanzaron su plenitud. La comida empezó a escasear. Los Robles se enteran que las chacras de la Martina se han perdido y que para colmo, recibe la visita de su cuñada, la cual tenÃa problemas con su marido y no querÃa volver donde él. Aprovechando este percance, don Simón cuenta la historia de un hombre que no era feliz debido a que su esposa siempre le causaba problemas y lo comparaba con su anterior marido, el “difuntitoâ€, diciendo que éste habÃa sido más bueno. El hombre, desesperado, visita al rey Salomón, el cual le aconseja sabiamente que vaya a ver lo que hacÃa un arriero con su burro, en un cruce de caminos, y que haga lo mismo. El hombre observa que el arriero, cada vez que su burro querÃa ir en la dirección contraria a la que él querÃa, le sonaba las orejas con un palo; el animal le obedecÃa entonces. Entonces el hombre va a su casa, y cuando su esposa le sale a su encuentro amenazando con irse, coge un palo y le da duro, tal como vio hacer al arriero con su burro. La mujer le suplica entonces que no la pegue más, y desde ese dÃa no volvió a molestar al marido.
La casa-hacienda de Páucar, propiedad de don Cipriano, contaba con una represa que almacenaba el agua de una quebrada. De modo que en torno a ella verdecÃan los alfalfares y germinaban los maizales, lo que contrastaba con la desolación del contorno. A una de esas chacras de maÃz ingresan los perros Manolia y Rayo, seguidos por Shapra y Wanka. Se alimentan de la pulpa jugosa de los choclos aún tiernos. Guiados por su fino olfato, Zambo y Pellejo los imitan. Pero el hacendado decide frenar los estragos. Una noche, don Rómulo Méndez, el empleado de la hacienda, coloca una trampa, donde al dÃa siguiente muere Rayo, aplastado por una piedra enorme. Los demás perros huyen pero Shapra y Manolia sucumben bajo las balas de los guardianes. Los sobrevivientes no volvieron más a la chacra de maÃz.
Don Fernán FrÃas, el subprefecto de la provincia, encomienda una misión al alférez Chumpi, conocido como el Culebrón: capturar a los Celedonios, vivos o muertos. Chumpi recibe la colaboración de los hacendados y ordena arrear unas vacas a Cañar, refugio de los Celedonios, como señuelo para atrapar a los bandidos. A Cañar llega el cholo Crisanto Julca, para avisar a los Celedonios que habÃa divisado una vacada de la que podÃan echar mano fácilmente. Sin sospechar la trampa se duermen esa noche. De madrugada los despiertan los ladridos de los perros. Se dan cuenta entonces que los gendarmes estaban muy cerca. Tratan de huir por una quebrada, pero notan que han sido rodeados. En la balacera mueren el Crisanto y el Güenamigo. Los hermanos Celedonios se ocultan en una cueva, junto con el fiel Güeso. Allà resisten varios dÃas, sin comida ni agua. Un gendarme, cansado de esperar, se acerca a la cueva dispuesto a acabar con los Celedonios, pero estos lo matan a balazos. Una esperanza renace en los Celedonios cuando ven asomar de lejos a su amigo, el Venancio Campos, junto con un segundo suyo. Pero el Venancio no se atreve a enfrentar a los gendarmes, superiores en número. Pasan los dÃas y a los mismos gendarmes se les agotan las provisiones. Ya no hay ni frutas qué coger de los árboles a excepción de unas cuantas papayas que recién pintaban de maduras. Simulan entonces retirarse, pero antes, el Culebrón envenena las frutas que quedaban, utilizando una jeringuilla que para el efecto habÃa comprado en el pueblo. Los hermanos bajan entonces de su escondite confiados, y sacian la sed con el agua de un arroyo. Pero no encuentran nada para comer, y solo divisan las papayas, las que se apresuran a derribar y devorar ávidamente. Blas siente primero los estragos del veneno, luego Julián. Caen ambos al suelo, retorciéndose de dolor, y entonces llega el Culebrón y los remata a tiros. Güeso trata de defender a su amo, y es también baleado, cayendo muerto al lado de Julián.
Luego de un año malo para las cosechas, las nuevas lluvias parecen anunciar una naciente época de fecundidad del suelo. Don Cipriano RamÃrez, junto con sus empleados y peones, ara y siembra los campos, ayudado por las yuntas de bueyes. Los granos de trigo y cebada son depositados en los surcos. Junto con su mayordomo don Rómulo Méndez, don Cipriano es el último en abandonar las labores. Regresan ambos a la casa-hacienda donde les espera la comida lista. Esa noche llueve. por lo que auguran que la siembra promete una buena cosecha.
Pero las lluvias solo duraron una semana. Luego la sequÃa continuó. El indio Mashe y cincuenta indÃgenas, quienes habÃan sido expulsados de Huaira por el terrateniente don Juvencio Rosas, llegan hasta la hacienda de Páucar y ruegan a don Cipriano RamÃrez para que los reciba. El hacendado los acoge porque iba a necesitar trabajadores para las futuras siembras. Les da permiso para que se asienten en sus tierras, asà como cebada y trigo para que coman, mientras durara la sequÃa. Mashe, quien tiene una esposa y dos hijas solteras, es recibido temporalmente por la familia Robles, mientras busca un pequeño lugar en el mundo donde vivir. El Timoteo observa detenidamente a una de las hijas de Mashe, la Jacinta. Pero la época es tan mala, al punto que no se puede estar pensando en buscar pareja.2
Gente muy devota de los santos, cada uno de estos tiene la virtud de conceder favores especÃficos, que los creyentes invocan con rezos y demás ceremonias. La favorecedora de las lluvias es la Virgen del Carmen del pueblo de Saucopampa. La gente decide sacarla en procesión. Los Robles se unen al cortejo. Simón recordaba una anécdota del pueblo de Pallar, cuando la imagen de la Virgen que cargaban los fieles cayó sobre las rocas destrozándose completamente; la gente, mientras tanto, seguÃa cantando el tradicional himno:“Eso se merece nuestra Señora, eso y mucho más, nuestra Señoraâ€. Pero Simón, incansable narrador, esta vez ni siquiera intenta traer a colación su historia pues el ánimo de la gente se hallaba por los suelos. Su mujer y sus hijos iban tras él, en silencio. Timoteo deseaba más que nadie que se acabara la sequÃa para poder sembrar y a la vez tomar como su mujer a la Jacinta.
Pasaron varios dÃas desde la procesión y seguÃa sin llover. Las sementeras ya habÃan muerto pero los campesinos seguÃan anhelando la lluvia. Esta llega al fin pero solo dura algunos dÃas. La sequÃa continúa. Un cielo azul alumbrado por un sol ardiente cubre el horizonte. Wanka pare pero sus cachorros son arrojados a una poza. Era la única manera de librarles de una muerte más penosa por el hambre. Simón guarda las semillas de trigo, arveja y maÃz para el año entrante. Hombres y animales en medio de la tristeza gris de los campos, vagan languidecientes y descarnados.
El ganado no tenÃa qué comer y es dejado suelto en los campos. Pero apenas encuentran alimento con qué calmar el hambre: solo paja seca, chamiza e ichu reseco. Uno tras otro los animales son sacrificados y comidos por los campesinos. Los perros llevan la peor parte. Muy flacos, deambulan por el pueblo en busca de sustento que casi nunca encuentran. Una vez la Juana regresa indignada a su bohÃo luego de visitar la capilla de San Lorenzo, en Páucar: habÃan robado el manojo de espigas que cada año se ofrendaba al santo. Para ella era un sacrilegio nefando. La Antuca seguÃa saliendo a pastear a las ovejas junto con sus perros, pero ya no era como antes. Ella misma habÃa enflaquecido y para colmo, ya no se encontraba con el Pancho. Viendo el paisaje tan desolador y sus animales raquÃticos, les dice tristemente: “Velay (he aquÃ) el hambre, animalitosâ€.
En una ocasión la Antuca se percata que sus tres perros (Wanka, Zambo y Pellejo) están devorando a una oveja. Grita a los perros tratando de alejarlos, pero estos le ladran agresivamente. Antuca, llorando, regresa a su casa contando lo sucedido. Los perros vuelven al hogar de los Robles pero son expulsados a garrotazos y hondazos. Por su parte el indio Mashe levanta su choza cerca a un alisar, en la parcela que le habÃa sido otorgado por don Cipriano. Pero no tenÃa cómo dar el sustento a su familia. Su hija, la Jacinta, sale entonces a buscar algo. Regresa con los restos de la oveja que los perros habÃan devorado. Mashe y toda la familia se alegran y preparan la comida con las piltrafas, que para ellos es un festÃn.
Martina decide ir a Sarún, donde vivÃan sus suegros, pues su cuñada le habÃa contado que allà si abundaba comida. Lleva a su menor hijo, todavÃa bebé, pero deja en la casa a su hijo mayor, Damián, niño de 9 años, acompañado sólo por el perro Mañu, y con una modesta ración de trigo. Le encarga que en caso de que ella demorara y se acabara la comida, llamara a la vecina, doña Candelaria, para que le ayudara a matar la única oveja que quedaba. Y si tardaba más, que fuera donde su abuelo, el Simón Robles, que vivÃa en un trecho no tan lejano. Damián y el Mañu pasan los dÃas cuidando a la oveja y comiendo trigo tostado. Cuando se les acaba la comida, Damián llama a gritos a doña Candelaria, la cual no responde. Una noche se roban a la oveja. Damián se encamina entonces a la casa de don Simón. Pero desfalleciente, cae en el camino. Un cóndor planea encima, tratando de acercarse al cuerpo. Mañu, su fiel compañero, lo defiende heroicamente, pero Damián muere de hambre y sed. Don Rómulo, quien pasa por allÃ, recoge el cadáver del niño y lo lleva a la casa de don Simón Robles, quien de inmediato lo entierra en el cementerio. Al dÃa siguiente Simón va a la casa de la Martina y la encuentra vacÃa y desolada. Se da cuenta entonces que su hija se habÃa ido definitivamente.
El indio Mashe lleva una gruesa culebra a su casa, le corta la cabeza y la cola, lo asa y se lo come compartiéndolo con su familia. Pero rara vez tenÃa la suerte de encontrar algo qué comer. Hasta que un dÃa cayó enfermo y ya no se pudo levantar. El perro Mañu se suma a la labor de pastoreo del rebaño de ovejas cuidado por la Antuca y el Timoteo. Pero no recibe ninguna ración de comida, por lo que abandona la casa de los Robles y se reúne con los perros expulsados. Mashe agoniza en su lecho, y antes de morir, le confiesa a Clotilde, su mujer, que él fue quien robó el manojo de espigas de la capilla de San Lorenzo de Páucar. Jacinta es llevada por Timoteo a su casa, donde Simón la recibe. Esto era señal que el viejo aceptaba a la chica como pareja de su hijo.
Las jaurÃas de perros hambrientos deambulan por todo lado. Un dÃa Antuca va a recoger agua y encuentra al perro Mañu tirado sobre las piedras, con la lengua afuera y agonizante. Siente mucha pena por el animal y se queda acariciándole durante un largo rato, hasta que la voz de su madre lo vuelve a las tareas cotidianas. Los perros llegan a invadir la casa hacienda de don Cipriano. Raffles y los demás perros enormes de la hacienda son encerrados para evitar que se pelearan con los callejeros, muy numerosos. Zambo husmea en busca de comida pero las personas ya no botan ni las cáscaras de los alimentos. Pellejo recuerda que tiempo atrás una vez una señora muy buena, doña Chabela, le habÃa dado una semita, y confiadamente se le acerca, pero esta vez aquella la expulsa cruelmente, hiriéndole con un tizón ardiente. Los perros hambrientos invaden el comedor de don Cipriano, asustando a su familia. Son expulsados a patadas y garrotazos. Pero esta vez don Cipriano decide terminar con el problema. Ordena colocar pedazos de carne envenenada alrededor de la casa. Muchos perros comen el fatal bocado, entre ellos Zambo, cuyo cuerpo es devorado por Pellejo, el cual muere igualmente vÃctima del tósigo. Con la extinción de los perros, los zorros y pumas aprovechan para atacar al ganado, por lo que los campesinos hacen guardia de noche. Algunos incluso imitan el ladrido de los perros. Rendidos por tantas penurias, indios y cholos se reúnen frente a la casa hacienda de don Cipriano, rogándole que les diera comida, mientras esperaban la lluvia para iniciar las labores. Pero don Cipriano se niega, aduciendo que ya no tenÃa más grano para repartir. El Simón Robles le replica entonces, diciéndole que ellos sabÃan que alimentaba a su ganado con cebada, como si un animal valiera más que un cristiano. Don Cipriano y su mayordomo se retiran amenazantes y la masa de hombres intenta forzar la puerta de la casa. Se escuchan disparos. Tres indios caen muertos. Los demás huyen. Los tiradores son los empleados del hacendado; incluso al pequeño Obdulio, el hijo de don Cipriano, porta un arma que su padre le ha enseñado a usar. La sequÃa se prolonga por algunos meses más.
Llega Noviembre. El cielo se cubre de nubes densas. Y las primeras gotas de lluvia levantan polvo. Es, indudablemente, el fin de la sequÃa. El júbilo estalla entre los hombres y animales. Una tarde Simón Robles miraba desde el corredor y una sombra le hizo volver hacia otro lado. Era la perra Wanka, escuálida, quien retornaba para ocupar su puesto de guarda de ovejas, de las que solo quedaban dos pares. Simón la llama y la perra se acerca a restregarse cariñosamente a su amo. Conmovido, Simón la acaricia y le habla con ternura, llorando de emoción. “Y para Wanka las lágrimas y la voz y las palmadas del Simón eran también buenas como la lluviaâ€.