EL SEÑOR DE LAS MOSCAS
William Golding
Jack
gritó por encima de aquel ruido:
—Ya te puedes largar, Ralph. Tú
quédate en tu lado de la isla. Éste es mi lado y esta es mi tribu. Asà que déjame en paz.
Las
burlas se desvanecieron.
—Birlaste las gafas de Piggy
—dijo Ralph excitado— y tienes que
devolverlas.
—¿Ah s� ¿Y quién lo
dice? Ralph se volvió a él con violencia.
—¡Lo digo yo! Para eso me
votasteis como jefe, ¿Es que no has oÃdo la caracola? Fue un jugada sucia...,
te habrÃamos dado fuego si lo hubieras pedido...
La sangre
le acudió a las mejillas y su ojo lastimado le parecÃa a punto de estallar.
—PodÃas haber pedido fuego cuando
quisieras, pero no: tuviste que venir a
escondidas, como un ladrón, a roÂbarle a Piggy sus gafas.
—¡Di eso otra vez!
—¡Ladrón!
¡Ladrón! Piggy
chilló:
—¡Ralph! ¡Que estoy
aquÃ!
Jack se lanzó contra Ralph y
estuvo a punto de claÂvarle en el pecho su lanza. Ralph adivinó la dirección del arma por la posición del brazo de Jack y pudo
esquiÂvarla con el mango de su propia
lanza. Después dio vuelÂta a su
lanza y asestó a Jack un golpe cortante en la oreja. Cuerpo a cuerpo,
respiraban fuertemente, se empujaban y devoraban con la mirada.
—¿A quién has llamado
ladrón?
—¡A ti!
Jack se libró y blandió la lanza
contra Ralph. Ambos usaban ahora las lanzas
como sables, sin atreverse a emÂplear las mortales puntas. El golpe se deslizó
por la lanza de Ralph hasta llegar
dolorosamente a sus dedos. Estaban
de
nuevo separados en posiciones invertidas: Jack del laÂdo del Peñón del Castillo y Ralph
hacia la isla. Ambos respiraban aguadamente.
—Vamos, atrévete...
—Atrévete tú...
Se enfrentaban ferozmente, pero
se mantenÃan a una distancia discreta.
—¡Tú atrévete y
verás!
—¡Tú atrévete...!
Piggy, pegado al suelo, intentaba
llamar la atención de Ralph. Ralph se acercó e inclinó, sin apartar de Jack la mirada.
—Ralph... acuérdate a lo que
vinimos. El fuego. Mis gafas.
Ralph asintió. Aflojó sus tensos
músculos, se calmó y clavó en el suelo el mango de la lanza. Jack le miraba herméticamente a través de su pintura. Ralph alzó
la visÂta hacia los pináculos, después la volvió al grupo de salÂvajes.
—Escuchadme.
Os voy a decir a lo que hemos venido. Primero, tenéis que devolver las
gafas de Piggy. No pueÂde ver sin ellas. AsÃ
no se juega...
La tribu de salvajes pintados se
agitó en risas y la mente de Ralph vaciló.
Se echó el pelo hacia atrás y conÂtempló la máscara verde y negra frente
a él, intentando recordar el verdadero
aspecto de Jack.
Piggy
murmuró:
—Y
lo del fuego.
—Ah, sÃ. En cuanto a
lo del fuego, lo vuelvo a decir. Y llevo
repitiéndolo desde que caÃmos en la isla. Alzó su lanza y señaló a los salvajes.
—La única
esperanza es mantener una hoguera de seÂñal para que se vea mientras haya luz. Asà puede
que un barco vea el humo y venga a rescatarnos y llevarnos a casa. Pero sin ese
humo vamos a tener que esperar hasta que se acerque un barco por casualidad.
PodrÃamos paÂsarnos años esperando; hasta hacernos viejos...
La risa trémula,
cristalina e irreal de los salvajes regó
el aire y se desvaneció en la
lejanÃa. Una ráfaga de ira sacudió a Ralph. Su voz se quebró.
—¿Es que no
lo entendéis, imbéciles pintarrajeados? Nosotros cuatro —Sam, Eric, Piggy y yo—
no somos bastantes. Tratamos de mantener viva la hoguera, pero no pudimos. Y
vosotros aquà no hacéis más que jugar a la caza...
Señaló el lugar, detrás de ellos, donde el hilo de humo se dispersaba
en una atmósfera de nácar.
—¡Mirad eso!
¿A eso le llamáis una hoguera de seÂñal?
Eso es una fogata para cocinar. Y ahora comeréis y ya no habrá humo. ¿Es
que no lo entendéis? Puede que haya un
barco allá fuera...
Calló, vencido por el silencio y la disfrazada anonimidad del grupo que defendÃa la entrada. El Jefe abrió una boca
sonrosada y se dirigió a Sam y Eric, que estaban entre él y su tribu.
—Vosotros dos. Echaos hacia atrás.
Nadie le respondió. Los mellizos, asombrados, se miÂraron uno al
otro, mientras Piggy, tranquilizado por el cese de la violencia, se levantaba
con precaución. Jack miró a Ralph y después
a los mellizos.
—¡Cogedles!
Nadie
se movió. Jack gritó enfurecido:
—¡He
dicho que les cojáis!
El grupo
enmascarado se movió nerviosamente y roÂdeó
a Samyeric. De nuevo corrió la cristalina risa.
Las protestas
de Samyeric brotaron del corazón del mundo
civilizado.
—¡Por favor!
—¡...en
serio!
Les quitaron las lanzas.
—¡Atadles!
Ralph gritó, consternado, a la negra y verde máscara:
—¡Jack!
—Vamos, atadles.
El grupo de
enmascarados sintió por vez primera la realidad fÃsica ajena de Samyeric, y el
poder que ahora tenÃan. Excitados y en confusión derribaron a los mellizos. Jack estaba inspirado. SabÃa
que Ralph intentarÃa rescatarles. Giró en un cÃrculo sibilante la lanza y Ralph
tuvo el tiempo justo para esquivar el golpe. Detrás de ellos, la tribu y los
mellizos eran un montón agitado y ruidoso.
Piggy se agazapó de nuevo. Momentos después, los mellizos estaban en el
suelo, atónitos, rodeados por la tribu. Jack se volvió hacia Ralph y le dijo
entre dientes:
—¿Ves? Hacen lo que
yo les ordeno.
De nuevo se hizo el silencio. Los
mellizos se hallaban en el suelo, atados burdamente, y la tribu observaba a
Ralph, en espera de su reacción.
Les contó a través de su melena y
lanzó una mirada al estéril humo. Su cólera estalló. Gritó a Jack:
—¡Eres una bestia, un cerdo y un
maldito... un malÂdito ladrón!
Se
abalanzó.
Jack comprendió que era el
momento crÃtico e hizo lo mismo. Chocaron uno contra el otro y el propio choque
los separó. Jack lanzó un puñetazo a Ralph
que le llegó a la oreja. Ralph alcanzó a Jack en el estómago y le hizo gemir. De nuevo quedaron cara a cara, jadeantes y
furioÂsos, pero sin impresionarse por la ferocidad del contrario. Advirtieron
el ruido que servÃa de fondo a la pelea, los vÃtores
agudos y constantes de la tribu a sus espaldas.
La
voz de Piggy llegó hasta Ralph.
—Deja
que yo hable.
Estaba de pie, en medio del polvo
desencadenado por la lucha, y cuando la tribu advirtió su intención los vÃtores
se transformaron en un prolongado abucheo.
Piggy alzó
la caracola; el abucheo cedió un poco para surgir después con más fuerza.
—¡Tengo
la caracola! Volvió a gritar:
—¡Os digo que tengo
la caracola!
Sorprendentemente,
se hizo el silencio esta vez; la triÂbu sentÃa curiosidad por oÃr las
divertidas cosas que dirÃa.
Silencio y
pausa; pero en el silencio, un extraño ruido, como de aire silbante, se produjo cerca de la
cabeza de
Ralph. Le prestó atención a medias, pero volvió a
oÃrse. Era un ligero «zup». Alguien arrojaba piedras; era RoÂger, que aún tenÃa una mano sobre la palanca. A
sus pies, Ralph no era más que un montón de pelos y Piggy un saco de grasa.
—Esto es lo
que quiero deciros, que os estáis comporÂtando como una pandilla de crÃos.
Volvieron a abuchearle y a
guardar silencio cuando Piggy alzó la
blanca y mágica caracola.
—¿Qué es mejor, ser una panda de
negros pintarraÂjeados como vosotros o
tener sentido común como Ralph?
Se alzó un gran clamor entre los
salvajes. De nuevo gritó Piggy:
—¿Qué es mejor, tener reglas y
estar todos de acuerÂdo o cazar y matar?
De nuevo el clamor y
de nuevo: «¡Zup!». Ralph trató de hacerse oÃr entre el alboroto.
—¿Qué es mejor, la ley y el
rescate o cazar y destroÂzarlo todo?
Ahora también Jack gritaba y ya
no se podÃan oÃr las palabras de Ralph. Jack habÃa retrocedido hasta reunirse
con la tribu y constituÃan una masa compacta, amenazaÂdora, con sus lanzas erizadas. Empezaba a atraerles la
idea de atacar; se prepararon, decididos a llevarlo a cabo y despejar asà el
istmo. Ralph se encontraba frente a ellos, ligeramente desviado a un lado y con
la lanza preÂparada. Junto a él estaba Piggy, siempre en sus manos el talismán,
la frágil y refulgente belleza de la caracola. La tormenta de ruido les alcanzó
como un conjuro de odio. Roger, en lo alto, apoyó todo su peso sobre la paÂlanca, con delirante abandono.
Ralph oyó la enorme roca mucho
antes de verla. SinÂtió el temblor de la tierra a través de las plantas de los
pies y oyó el ruido de las piedras quebrándose sobre el acantilado. Entonces, la monstruosa masa encarnada saltó al istmo
y Ralph se arrojó al suelo mientras la tribu proÂrrumpÃa en chillidos.
La roca dio de pleno sobre el
cuerpo de Piggy, desde el mentón a las rodillas: la caracola estalló en un
millar
de blancos fragmentos y dejó de
existir. Piggy, sin una palabra, sin tiempo ni para un lamento, saltó por los
aiÂres, al costado de la roca, girando al mismo tiempo. La roca botó dos veces
y se perdió en la selva. Piggy cayó a más de doce metros de distancia y quedó
tendido boca arriba sobre la cuadrada losa roja que emergÃa del mar. El cráneo
se partió y de él salió una materia que enroÂjeció en seguida. Los brazos y las
piernas de Piggy temÂblaron un poco, como las patas de un cerdo después de ser
degollado. El mar respiró de nuevo con un largo y pausado suspiro; las aguas
hirvieron, blancas y rosadas, sobre la roca, y al retirarse, en la succión, el
cuerpo de Piggy habÃa desaparecido. El silencio aquella vez fue toÂtal. Los
labios de Ralph esbozaron una palabra, pero no surgió sonido alguno.
Bruscamente,
Jack se separó de la tribu y empezó a gritar enfurecido:
—¿Ves?
¿Ves? ¡Eso es lo que te espera! ¡Lo digo en serio! ¡Te has quedado sin
caracola! Corrió inclinado hacia delante.
—¡Soy
el Jefe!