La agonÃa del Rasu-Ñiti
Estaba tendido en el suelo, sobre una cama de pellejos. Un cuero de vaca colgaba de uno de los maderos del techo. Por la única ventana que tenÃa la habitación, cerca del mojinete, entraba la luz grande del sol; daba contra el cuero y su sombra caÃa a un lado de la cama del bailarÃn. La otra sombra, la del resto de la habitación, era uniforme. No podÃa afirmarse que fuera oscuridad; era posible distinguir las ollas, los sacos de papas, los copos de lana; los cuyes, cuando salÃan algo espantados de sus huecos y exploraban en el silencio. La habitación era ancha para ser vivienda de un indio.
TenÃa una troje. Un altillo que ocupaba no todo el espacio de la pieza, sino un ángulo. Una escalera de palo de lambras servÃa para subir a la troje. La luz del sol alumbraba fuerte. PodÃa verse cómo varias hormigas negras subÃan sobre la corteza del lambras que aún exhalaba perfume.
—El corazón está listo. El mundo avisa. Estoy oyendo la cascada de Saño. ¡Estoy listo! Dijo el dansak’ “Rasu-Ñitiâ€1 .
Se levantó y pudo llegar hasta la petaca de cuero en que guardaba su traje de dansak’ y sus tijeras de acero. Se puso el guante en la mano derecha y empezó a tocar las tijeras.
Los pájaros que se espulgaban tranquilos sobre el árbol de molle, en el pequeño corral de la casa, se sobresaltaron.
La mujer del bailarÃn y sus dos hijas que desgranaban maÃz en el corredor, dudaron.
— Madre ¿has oÃdo? ¿Es mi padre, o sale ese canto de dentro de la montaña? —preguntó la mayor.
—¡Es tu padre! —dijo la mujer.
Porque las tijeras sonaron más vivamente, en golpes menudos.
Corrieron las tres mujeres a la puerta de la habitación.
“Rasu-Ñiti†se estaba vistiendo. SÃ. Se estaba poniendo la chaqueta ornada de espejos.
— ¡Esposo! ¿Te despides? — preguntó la mujer, respetuosamente, desde el umbral. Las dos hijas lo contemplaron temblorosas.
—El corazón avisa, mujer. Llamen al “Lurucha†y a don Pascual. ¡Qué vayan ellas!
Corrieron las dos muchachas.
La mujer se acercó al marido.
—Bueno. ¡Wamani2 está hablando! —dijo él— Tú no puedes oÃr. Me habla directo al pecho. Agárrame el cuerpo. Voy a ponerme el pantalón. ¿Adónde está el sol? Ya habrá pasado mucho el centro del cielo.
—Ha pasado. Está entrando aquÃ. ¡Ahà está!
Sobre el fuego del sol, en el piso de la habitación, caminaban unas moscas negras.
—Tardará aún la chiririnka3 que viene un poco antes de la muerte. Cuando llegue aquà no vamos a oÃrla aunque zumbe con toda su fuerza, porque voy a estar bailando.
Se puso el pantalón de terciopelo, apoyándose en la escalera y en los hombros de su mujer. Se calzó las zapatillas. Se puso el tapabala y la montera. El tapabala estaba adornado con hilos de oro. Sobre las inmensas faldas de la montera, entre cintas labradas, brillaban espejos en forma de estrella. Hacia atrás, sobre la espalda del bailarÃn, caÃa desde el sombrero una rama de cintas de varios colores.
La mujer se inclinó ante el dansak’. Le abrazó los pies. ¡Estaba ya vestido con todas sus insignias! Un pañuelo blanco le cubrÃa parte de la frente. La seda azul de su chaqueta, los espejos, la tela roja del pantalón, ardÃan bajo el angosto rayo de sol que fulguraba en la sombra del tugurio que era la casa del indio Pedro Huancayre, el gran dansak’ “Rasu-Ñitiâ€, cuya presencia se esperaba, casi se temÃa, y era luz de las fiestas de centenares de pueblos.
—¿Estás viendo al Wamani sobre mi cabeza? —preguntó el bailarÃn a su mujer.
Ella levantó la cabeza.
—Está —dijo—. Está tranquilo.
—¿De qué color es?
—Gris. La mancha blanca de su espalda está ardiendo.
—Asà es. Voy a despedirme. ¡Anda tú a bajar los tipis de maÃz del corredor! ¡Anda!
La mujer obedeció. En el corredor de los maderos del techo, colgaban racimos de maÃz de colores. Ni la nieve, ni la tierra blanca de los caminos, ni la arena del rÃo, ni el vuelo feliz de las parvadas de palomas en las cosechas, ni el corazón de un becerro que juega, tenÃan la apariencia, la lozanÃa, la gloria de esos racimos. La mujer los fue bajando, rápida pero ceremonialmente.
Se oÃa ya, no tan lejos, el tumulto de la gente que venÃa a la casa del bailarÃn.
Llegaron las dos muchachas. Una de ellas habÃa tropezado en el campo y le salÃa sangre de un dedo del pie. Despejaron el corredor. Fueron a ver después al padre.
Ya tenÃa el pañuelo rojo en la mano izquierda. Su rostro enmarcado por el pañuelo blanco, casi salido del cuerpo, resaltaba, porque todo el traje de color y luces y la gran montera lo rodeaban, se diluÃan para alumbrarlo; su rostro cetrino, no pálido, cetrino duro, casi no tenÃa expresión. Sólo sus ojos aparecÃan hundidos como en un mundo, entre los colores del traje y la rigidez de los músculos.
—¿Ves al Wamani en la cabeza de tu padre? —preguntó la mujer a la mayor de sus hijas.
Las tres lo contemplaron, quietas.
—No —dijo la mayor.
—No tienes fuerza aún para verlo. Está tranquilo, oyendo todos los cielos; sentado sobre la cabeza de tu padre. La muerte le hace oir todo. Lo que tú has padecido; lo que has bailado; lo que más vas a sufrir.
—¿Oye el galope del caballo del patrón?
—Sà oye —contestó el bailarÃn, a pesar de que la muchacha habÃa pronunciado las palabras en voz bajÃsima—. ¡Sà oye! También lo que las patas de ese caballo han matado. La porquerÃa que ha salpicado sobre ti. Oye también el crecimiento de nuestro dios que va a tragar los ojos de ese caballo. Del patrón no. ¡Sin el caballo él es sólo excremento de borrego!
Empezó a tocar las tijeras de acero. Bajo la sombra de la habitación la fina voz del acero era profunda.
—El Wamani me avisa. ¡Ya vienen! —dijo.
—¿Oyes, hija? Las tijeras no son manejadas por los dedos de tu padre. El Wamani las hace chocar. Tu padre sólo está obedeciendo.
Son hojas de acero sueltas. Las engarza el dansak’ por los ojos, en sus dedos y las hace chocar. Cada bailarÃn puede producir en sus manos con ese instrumento una música leve, como de agua pequeña, hasta fuego: depende del ritmo, de la orquesta y del “espÃritu†que protege al dansak’.
Bailan solos o en competencia. Las proezas que realizan y el hervor de su sangre durante las figuras de la danza dependen de quién está asentado en su cabeza y su corazón, mientras él baila o levanta y lanza barretas con los dientes, se atraviesa las carnes con leznas o camina en el aire por una cuerda tendida desde la cima de un árbol a la torre del pueblo.
Yo vi al gran padre “Untuâ€, trajeado de negro y rojo, cubierto de espejos, danzar sobre una soga movediza en el cielo, tocando sus tijeras. El canto del acero se oÃa más fuerte que la voz del violÃn y del arpa que tocaban a mi lado, junto a mÃ. Fue en la madrugada. El padre “Untu†aparecÃa negro bajo la luz incierta y tierna; su figura se mecÃa contra la sombra de la gran montaña. La voz de sus tijeras nos rendÃa, iba del cielo al mundo, a los ojos y al latido de los millares de indios y mestizos que lo veÃamos avanzar desde el inmenso eucalipto de la torre. Su viaje duró acaso un siglo. Llegó a la ventana de la torre cuando el sol encendÃa la cal y el sillar blanco con que estaban hechos los arcos. Danzó un instante junto a las campanas. Bajó luego. Desde dentro de la torre se oÃa el canto de sus tijeras; el bailarÃn irÃa buscando a tientas las gradas en el lóbrego túnel. Ya no volverá a cantar el mundo en esa forma, todo constreñido, fulgurando en dos hojas de acero. Las palomas y otros pájaros que dormÃan en el gran eucalipto, recuerdo que cantaron mientras el padre “Untu†se balanceaba en el aire. Cantaron pequeñitos, jubilosamente, pero junto a la voz del acero y a la figura del dansak’ sus gorjeos eran como una filigrana apenas perceptible, como cuando el hombre reina y el bello universo solamente, parece, lo orna, le da el jugo vivo a su señor.
El genio de un dansak’ depende de quién vive en él: ¿el “espÃritu†de una montaña (Wamani); de un precipicio cuyo silencio es transparente; de una cueva de la que salen toros de oro y “condenados†en andas de fuego? O la cascada de un rÃo que se precipita de todo lo alto de una cordillera; o quizás sólo un pájaro, o un insecto volador que conoce el sentido de abismos, árboles, hormigas y el secreto de lo nocturno; alguno de esos pájaros “malditos†o “extrañosâ€, el hakakllo, el chusek, o el San Jorge, negro insecto de alas rojas que devora tarántulas.
“Rasu-Ñiti†era hijo de un Wamani grande, de una montaña con nieve eterna. Él, a esa hora, le habÃa enviado ya su “espÃrituâ€: un cóndor gris cuya espalda blanca estaba vibrando.
Llegó “Luruchaâ€, el arpista del dansak’, tocando; le seguÃa don Pascual, el violinista. Pero el “Lurucha†comandaba siempre el dúo. Con su uña de acero hacÃa estallar las cuerdas de alambre y las de tripa, o las hacÃa gemir sangre en los pasos tristes que tienen también las danzas.
Tras de los músicos marchaba un joven: “Atok’ saykuâ€4, el discÃpulo de “Rasu-Ñitiâ€. También se habÃa vestido. Pero no tocaba las tijeras; caminaba con la cabeza gacha. ¿Un dansak’ que llora? SÃ, pero lloraba para adentro. Todos lo notaban.
“Rasu-Ñiti†vivÃa en un caserÃo de no más de veinte familias. Los pueblos grandes estaban a pocas leguas. Tras de los músicos venÃa un pequeño grupo de gente.
—¿Ves “Lurucha†al Wamani?— preguntó el dansak’ desde la habitación.
—SÃ, lo veo. Es cierto. Es tu hora.
—¡“Atok’ saykuâ€! ¿Lo ves?
El muchacho se paró en el umbral y contempló la cabeza del dansak’.
—Aletea no más. No lo veo bien, padre.
—¿Aletea?
—SÃ, maestro.
—Está bien. “Atok’ sayku†joven.
— Ya siento el cuchillo en el corazón. ¡Toca! —le dijo al arpista.
“Lurucha†tocó el jaykuy (entrada) y cambió enseguida al sisi nina (fuego hormiga), otro paso de la danza.
“Rasu-Ñiti†bailó, tambaleándose un poco. El pequeño público entró en la habitación. Los músicos y el discÃpulo se cuadraron contra el rayo de sol. “Rasu-Ñiti†ocupó el suelo donde la franja de sol era más baja. Le quemaban las piernas. Bailó sin hervor, casi tranquilo, el jaykuy; en el “sisi nina†sus pies se avivaron.
—¡El Wamani está aleteando grande; está aleteando! —dijo “Atok’ saykuâ€, mirando la cabeza del bailarÃn.
Danzaba ya con brÃo. La sombra del cuarto empezó a hen-chirse como de una cargazón de viento; el dansak’ renacÃa. Pero su cara, enmarcada por el pañuelo blanco, estaba más rÃgida, dura; sin embargo, con la mano izquierda agitaba el pañuelo rojo, como si fuera un trozo de carne que luchara. Su montera se mecÃa con todos sus espejos; en nada se percibÃa mejor el ritmo de la danza. “Lurucha†habÃa pegado el rostro al arco del arpa. ¿De dónde bajaba o brotaba esa música? No era sólo de las cuerdas y de la madera.
—¡Ya! ¡Estoy llegando! ¡Estoy por llegar! —dijo con voz fuerte el bailarÃn, pero la última sÃlaba salió como traposa, como de la boca de un loro.
Se le paralizó una pierna
—¡Está el Wamani! ¡Tranquilo! —exclamó la mujer del dansak’ porque sintió que su hija menor temblaba.
El arpista cambió la danza al tono de Waqtay (la lucha). “Rasu-Ñiti†hizo sonar más alto las tijeras. Las elevó en dirección del rayo de sol que se iba alzando. Quedó clavado en el sitio; pero con el rostro aún más rÃgido y los ojos más hundidos, pudo dar una vuelta sobre su pierna viva. Entonces sus ojos dejaron de ser indiferentes; porque antes miraba como en abstracto, sin precisar a nadie. Ahora se fijaron en su hija mayor, casi con júbilo.
—El dios está creciendo. ¡Matará al caballo! —dijo.
Le faltaba ya saliva. Su lengua se movÃa como revolcándose en polvo.
—¡“Luruchaâ€! ¡Patrón! ¡Hijo! El Wamani me dice que eres de maÃz blanco. De mi pecho sale tu tonada. De mi cabeza.
Y cayó al suelo. Sentado. No dejó de tocar las tijeras. La otra pierna se le habÃa paralizado.
Con la mano izquierda sacudÃa el pañuelo rojo, como un pendón de chicherÃa en los meses de viento.
“Luruchaâ€, que no parecÃa mirar al bailarÃn, empezó el yawar mayu (rÃo de sangre), paso final que en todas las danzas de indios existe.
El pequeño público permaneció quieto. No se oÃan ruidos en el corral ni en los campos más lejanos. ¿Las gallinas y los cuyes sabÃan lo que pasaba, lo que significaba esa despedida?
La hija mayor del bailarÃn salió al corredor, despacio. Trajo en sus brazos uno de los grandes racimos de mazorcas de maÃz de colores. Lo depositó en el suelo. Un cuy se atrevió también a salir de su hueco. Era macho, de pelo encrespado; con sus ojos rojÃsimos revisó un instante a los hombres y saltó a otro hueco. Silbó antes de entrar.
“Rasu-Ñiti†vio a la pequeña bestia. ¿Por qué tomó más impulso para seguir el ritmo lento, como el arrastrarse de un gran rÃo turbio, del yawar mayu éste que tocaban “Lurucha†y don Pascual? “Lurucha†aquietó el endiablado ritmo de este paso de la danza. Era el yawar mayu, pero lento, hondÃsimo; sÃ, con la figura de esos rÃos inmensos, cargados con las primeras lluvias; rÃos, de las proximidades de la selva que marchan también lentos, bajo el sol pesado en que resaltan todos los polvos y lodos, los animales muertos y árboles que arrastran, indeteniblemente. Y estos rÃos van entre montañas bajas, oscuras de árboles. No como los rÃos de la sierra que se lanzan a saltos, entre la gran luz; ningún bosque los mancha y las rocas de los abismos les dan silencio.
“Rasu-Ñiti†seguÃa con la cabeza y las tijeras este ritmo denso. Pero el brazo con que batÃa el pañuelo empezó a doblarse; murió. Cayó sin control, hasta tocar la tierra.
Entonces “Rasu-Ñiti†se echó de espaldas.
—¡El Wamani aletea sobre su frente! —dijo “Atok’ saykuâ€.
—Ya nadie más que él lo mira —dijo entre sà la esposa—. Yo ya no lo veo.
“Lurucha†avivó el ritmo del yawar mayu. ParecÃa que tocaban campanas graves. El arpista no se esmeraba en recorrer con su uña de metal las cuerdas de alambre; tocaba las más extensas y gruesas. Las cuerdas de tripa. Pudo oÃrse entonces el canto del violÃn más claramente.
A la hija menor le atacó el ansia de cantar algo. Estaba agitada, pero como los demás, en actitud solemne. Quiso cantar porque vio que los dedos de su padre que aún tocaban las tijeras iban agotándose, que iban también a helarse. Y el rayo de sol se habÃa retirado casi hasta el techo. El padre tocaba las tijeras revolcándolas un poco en la sombra fuerte que habÃa en el suelo.
“Atok’ sayku†se separó un pequeñÃsimo espacio, de los músicos. La esposa del bailarÃn se adelantó un medio paso de la fila que formaba con sus hijas. Los otros indios estaban mudos; permanecieron más rÃgidos. ¿Qué iba a suceder luego? No les habÃan ordenado que salieran afuera.
—¡El Wamani está ya sobre el corazón! —exclamó “Atok’ saykuâ€, mirando.
“Rasu-Ñiti†dejó caer las tijeras. Pero siguió moviendo la cabeza y los ojos.
El arpista cambió de ritmo, tocó el illapa vivon (el borde del rayo). Todo en las cuerdas de alambre, a ritmo de cascada. El violÃn no lo pudo seguir. Don Pascual adoptó la misma actitud rÃgida del pequeño público, con el arco y el violÃn colgándole de las manos.
“Rasu-Ñiti†movió los ojos; la córnea, la parte blanca, parecÃa ser la más viva, la más lúcida. No causaba espanto. La hija menor seguÃa atacada por el ansia de cantar, como solÃa hacerlo junto al rÃo grande, entre el olor de flores de retama que crecen a ambas orillas. Pero ahora el ansia que sentÃa por cantar, aunque igual en violencia, era de otro sentido. ¡Pero igual en violencia!
Duró largo, mucho tiempo, el “illapa vivonâ€. “Lurucha†cambiaba la melodÃa a cada instante, pero no el ritmo. Y ahora sà miraba al maestro. La danzante llama que brotaba de las cuerdas de alambre de su arpa, seguÃa como sombra el movimiento cada vez más extraviado de los ojos del dansak’; pero lo seguÃa. Es que “Lurucha†estaba hecho de maÃz blanco, según el mensaje del Wamani. El ojo del bailarÃn moribundo, el arpa y las manos del músico funcionaban juntos; esa música hizo detenerse a las hormigas negras que ahora marchaban de perfil al sol, en la ventana. El mundo a veces guarda un silencio cuyo sentido sólo alguien percibe. Esta vez era por el arpa del maestro que habÃa acompañado al gran dansak’ toda la vida, en cien pueblos, bajo miles de piedras y de toldos.
“Rasu-Ñiti†cerró los ojos. Grande se veÃa su cuerpo. La montera le alumbraba con sus espejos.
“Atok’ sayku†salió junto al cadáver. Se elevó ahà mismo, danzando; tocó las tijeras que brillaban. Sus pies volaban. Todos estaban mirando. “Lurucha†tocó el lucero kanchi (alumbrar de la estrella), del wallpa wak’ay (canto del gallo) con que empezaban las competencias de los dansak’, a la media noche.
—¡El Wamani aquÃ! ¡En mi cabeza! ¡En mi pecho, aleteando! —dijo el nuevo dansak’.
Nadie se movió.
Era él, el padre “Rasu-Ñitiâ€, renacido, con tendones de bestia tierna y el fuego del Wamani, su corriente de siglos aleteando.
“Lurucha†inventó los ritmos más intrincados, los más solemnes y vivos. “Atok’ sayku†los seguÃa, se elevaban sus piernas, sus brazos, su pañuelo, sus espejos, su montera, todo en su sitio. Y nadie volaba como ese joven dansak’; dansak’ nacido.
—¡Está bien! —dijo “Luruchaâ€â€”. ¡Está bien! Wamani contento. Ahistá en tu cabeza, el blanco de su espalda como el sol del medio dÃa en el nevado, brillando.
—¡No lo veo! —dijo la esposa del bailarÃn.
—Enterraremos mañana al oscurecer al padre “Rasu-Ñitiâ€.
—No muerto. ¡Ajajayllas! —exclamó la hija menor—. No muerto. ¡Él mismo! ¡Bailando!
“Lurucha†miró profundamente a la muchacha. Se le acercó, casi tambaleándose, como si hubiera tomado una gran cantidad de cañazo.
—¡Cóndor necesita paloma! ¡Paloma, pues, necesita cóndor! ¡Dansak’ no muere! — le dijo.
—Por dansak’ el ojo de nadie llora. Wamani es Wamani.
(1961)