Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitÃan tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentÃa más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la madurez, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer.
Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibÃa. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegrÃa de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdÃa oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos tenÃamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato. Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludÃa con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas1. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón -tal era el nombre del gato- se habÃa convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguÃa por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mà en la calle.