Autor: Diana Engel
Muy arriba, en lo más alto de una vieja torre, habÃa un taller. Era un taller de alfarerÃa, abarrotado de recipientes con esmaltes de colores, tornos de alfarero, hornos y, cómo no, arcilla. Cerca de la ventana se encontraba un arcón de madera enorme, con una pesada tapa. Allà se guardaba la arcilla. Al fondo, aplastado contra una esquina, estaba el terrón de arcilla más antiguo de todos. Apenas lograba recordar la última vez que lo habÃan utilizado, mucho tiempo atrás. Cada dÃa, alguien levantaba la tapa del arcón y en el recipiente se introducÃan diversas manos que, con toda rapidez, agarraban bolsas o bolas de arcilla. El pequeño terrón escuchaba los alegres sonidos de los artesanos, atareados con su trabajo.
—¿Cuándo me tocará a mÃ?—, se preguntaba. A medida que pasaba los dÃas en la oscuridad del arcón, el pequeño terrón de arcilla iba perdiendo la esperanza.
Un dÃa, un numeroso grupo de niños llegó al taller con su profesora. Muchas manos se introdujeron en el arcón. El pequeño terrón de arcilla fue el último en ser elegido pero... ¡ya estaba fuera!
—Ha llegado mi oportunidad—, pensó, cegado a causa de la luz.
Uno de los niños colocó el terrón de arcilla sobre un torno de alfarero e hizo girar la rueda a toda velocidad. —¡Qué divertido!—, pensó el terrón. El niño trató de estirar la arcilla hacia arriba mientras el torno daba vueltas sin cesar. El pequeño terrón experimentó la emoción de adquirir una forma diferente. Tras varios intentos por producir un cuenco, el niño se dio por vencido. Amasó la arcilla y la presionó hasta convertirla en una bola totalmente redonda.
—Hora de hacer limpieza— anunció la profesora. La alfarerÃa se inundó de los sonidos de los chiquillos frotando, limpiando, lavando y secando. El agua goteaba por todas partes.
El niño soltó el terrón de arcilla cerca de la ventana y salió corriendo para unirse a sus amigos. Pasado un rato, el taller quedó desierto y reinaron el silencio y la oscuridad. El terrón de arcilla estaba aterrorizado. No sólo añoraba la humedad del arcón; también sabÃa que se hallaba en peligro.
—Todo ha terminado—, reflexionó. —Me quedaré aquà y me secaré hasta quedar duro como una piedra—.
El terrón permanecÃa junto a la ventana abierta, incapaz de moverse, y notaba cómo la humedad se iba evaporando poco a poco. Los rayos del sol le golpearon con fuerza y el viento de la noche le azotó hasta que estuvo duro como un pedrusco. Se habÃa endurecido tanto que apenas podÃa pensar; sólo sabÃa que estaba desesperado.
Sin embargo, en lo más profundo de su ser quedaba una diminuta gota de humedad, y el terrón de arcilla se negó a dejarla escapar.
—Lluvia—, pensó.
—Agua—, suspiró.
—Por favor—, logró por fin transmitir a través de su materia reseca y desalentada.
Una nube que por allà pasaba sintió lástima del terrón de arcilla, y entonces ocurrió algo maravilloso. Enormes gotas de lluvia se colaron con fuerza por la ventana abierta y cayeron sobre el pequeño terrón. Llovió durante toda la noche y para cuando amaneció, el terrón de arcilla se encontraba tan blando como en sus mejores tiempos.
El sonido de voces llegó hasta la alfarerÃa.
—¡Oh, no!—, exclamó una mujer. Se trataba de una artesana que solÃa utilizar el taller.
—Alguien se ha dejado abierta la ventana durante todo el fin de semana. Habrá que limpiar todo esto. Si quieres, puedes trabajar con la arcilla mientras voy en .busca de toallas—, le dijo a su hija.
La niña vio el terrón de arcilla situado junto a la ventana.
—Es una pieza perfecta, justo lo que necesito—, comentó.
De inmediato, comenzó a presionar la pasta con los nudillos y a moldearla en atractivas formas. Para el terrón de arcilla, los dedos de la niña eran como una bendición.
La pequeña iba reflexionando a medida que trabajaba y sus manos se movÃan con un propósito determinado. El pequeño terrón percibió que iba adquiriendo una forma hueca y redondeada. Unos cuantos pellizcos y ya tenÃa un asa.
—¡Mamá, mamá!—, llamó la niña. —¡He fabricado una taza! —
—Es preciosa —dijo su madre—. Colócala en la repisa y después la meteremos al horno. Luego, podrás barnizarla con el color que más te guste—.
Al poco tiempo, la pequeña taza estaba en condiciones de ser trasladada a su nuevo hogar. Ahora reside en un estante de la cocina, junto a otras tazas, platillos y tazones. Cada pieza es diferente y algunas de ellas son preciosas.
—¡A desayunar!—, llama la madre mientras coloca la taza nueva sobre la mesa y la llena de chocolate caliente.