Hoy Marcos y yo estuvimos a punto de no ir a bucear para buscar tesoros. El tiempo se presentaba amenazador, aunque se veÃan rayos de sol entre las nubes. Marcos conoce el tiempo de la costa mejor que nadie y no le gustaba lo que veÃa mientras dirigÃa el barco mar adentro.
Yo inspeccionaba el agua en todas direcciones buscando a mi amigo el delfÃn. Le habÃa salvado la vida al arrancar el anzuelo de gran tamaño que se le habÃa clavado en la cola cuando era una crÃa. Le puse el nombre de Lolo y desde entonces ha sido mi compañero submarino.
Lolo iba nadando a mi lado cuando hace tiempo descubrà los restos de un viejo barco español que habÃa naufragado. Estaba a unos cinco kilómetros de la costa y a veinte metros de profundidad. Lolo también estaba vigilando cada uno de mis movimientos cuando encontré una moneda de oro por primera vez. Dejé escapar un grito de alegrÃa: — ¡ Yupi!
Y Lolo añadió su clic-clic, ese sonido tÃpico de los delfines. Hasta hoy sólo hemos encontrado unas cuantas monedas de oro pero, ¡es toda una aventura!
— Se avecina mucha lluvia y también bastante viento — dijo Marcos, mientras se asomaba desde la proa del barco, que subÃa y bajaba. Yo me preguntaba si mi delfÃn vendrÃa en un dÃa tan tormentoso como aquel, pero en el mar embravecido no se veÃa ninguna aleta. Entonces, sentà la primera punzada de inquietud.
— Hemos llegado. Lanza el ancla — gritó Marcos. Me puse el traje de buceo y la botella de oxÃgeno, que tenÃa aire para cuarenta y cinco minutos, y me lancé al mar. Bajé y bajé, hasta que divisé el fondo del océano.
HabÃan pasado casi treinta minutos y sólo habÃa conseguido ver rocas y más rocas. Echaba de menos los curiosos ojos de Lolo, observándome. Justo cuando el indicador de reserva de aire señalaba que era el momento de salir a la superficie, vi un brillo de metal. ¡Eran varios eslabones de una cadena de oro! Tiré de ella con suavidad y, centÃmetro a centÃmetro, medio metro de cadena fue saliendo de entre la arena. Entonces, se quedó enganchada.
Mi reserva de aire se estaba agotando. TenÃa que salir a la superficie inmediatamente. Intenté una vez más tirar de la cadena para soltarla, pero estaba fuertemente sujeta.
Cuando salà a la superficie, Marcos agitaba los brazos con desesperación. Antes de que pudiera contarle lo que habÃa encontrado, me dijo:
— ¡Tenemos que levar el ancla! Han dado aviso de fuertes ráfagas de lluvia y viento. ¡Hay que irse!
— Marcos, espera. ¡He encontrado oro! Hay una cadena de oro con piedras preciosas que debe de pesar más de dos kilos, pero está enganchada. Quiero volver a bajar para cogerla. ¡Debe de valer una fortuna!
— Ni hablar, dijo Marcos. —Las olas llegarán a alcanzar más de cuatro metros. Con oro o sin él, tenemos que levar el ancla y marcharnos.
El cielo tenÃa muy mal aspecto, habÃa relámpagos y los truenos sonaban entre las olas.
—Tienes razón, Marcos, ¿pero qué pasa con nuestro tesoro?, repliqué yo, enfadado. Me pondré otra botella de oxÃgeno y volveré a zambullirme para soltar la cadena.
El barco tiraba con fuerza de las cuerdas del ancla. El viento rugÃa y la lluvia nos golpeaba en la cara.
—De acuerdo —accedió Marcos—, las cuerdas pueden sujetar el barco otros cinco minutos, pero ni uno más.
Salté al agua y me sumergà hasta el fondo. Allà estaba. La cadena parecÃa una serpiente de oro enrollada en su lecho marino. Me puse a excavar, cada vez más. ParecÃa que no se acababa nunca. Era una carrera contra el tiempo. TenÃa que soltar la cadena y regresar. Miré mi reloj. HabÃan pasado cuatro minutos. Quizá las inmensas olas ya hubieran arrastrado el barco.
En aquel momento, mis dedos tocaron algo diferente: del extremo de la cadena colgaba un medallón con rubÃes incrustados. La cadena entera medÃa algo más de un metro y tenÃa diamantes cada cinco eslabones; era increÃblemente hermosa. Mientras me la enrollaba en el brazo izquierdo, el corazón me golpeaba en el pecho a causa de la emoción. Probablemente me encontraba cerca de otras piezas del tesoro, pero el tiempo se me habÃa acabado. TenÃa que salir a la superficie.
Cuando salÃ, las olas empezaron a sacudirme de un lado a otro. ¡El barco habÃa desaparecido! Me hallaba perdido y solo en medio de un mar agitado por la tormenta. Las nubes eran tan negras que parecÃa de noche. Un escalofrÃo me recorrió el cuerpo. LlovÃa tanto que no conseguÃa saber en qué dirección estaba la costa.
Durante horas luché por mantenerme a flote, esforzándome por respirar mientras cada ola que pasaba me golpeaba el rostro. Solo, agotado y aterido de frÃo, me di cuenta de que aquel podÃa ser mi último dÃa en el mundo. Y eso, ¿por qué? Por un ancla de oro que me arrastrarÃa hasta el fondo.
Estaba tan cansado que apenas podÃa moverme. La angustia me invadÃa. Con la mano derecha toqué la cadena, que seguÃa enrollada en mi brazo izquierdo.La desenrollé, abrà la mano y dejé que la joya se deslizara lentamente hacia el fondo, de vuelta a su lecho marino, donde habÃa permanecido durante casi trescientos años.
—¡Auxilio! —grité en la oscuridad. —¡Que alguien me ayude! chillé, aun sabiendo que nadie me oirÃa.
¡Plof! ¡Plof! De repente, el agua estalló a mi alrededor produciendo un fuerte ¡BUM! Entonces, oà el sonido más placentero que jamás podré escuchar. Era el sonido de un delfÃn.
—¿Eres tú, Lolo? —susurré. Me sentÃa tan fatigado que apenas podÃa mover los brazos, pero conseguà agarrarme a su aleta dorsal con las dos manos. Lolo dejó escapar un animado canturreo y empezó a nadar despacio, arrastrándome por el agua durante horas.
Yo pensaba: “¿Quién se va a creer esto?†Ni yo mismo me creÃa lo que estaba sucediendo.
Nos acercamos poco a poco a la costa hasta que pude oÃr cómo rompÃan las olas. Lolo me llevó hasta la playa y dejé caer las piernas. Toqué el suelo con los pies. Estaba a salvo.
Lolo flotaba cerca de mà y susurraba su alegre canto de delfÃn. Le debÃa la vida, que de una manera absurda yo habÃa arriesgado por una cadena de oro. Se dio la vuelta y nadó mar adentro, zambulléndose hasta que lo perdà de vista. — Gracias, Lolo. Gracias por salvarme le vida —grité.