La Peste
El pueblo se hallaba en una región remota de Europa, y lo encajonaban montañas altÃsimas de cimas nevadas.
Una
extraña enfermedad, terriblemente mortal y rápida, fue diezmando a los
pobladores de aquel lejano lugar. La muerte se propagó como una mala
noticia. El carruaje del cementerio se llevó a familias enteras. Iba y
venÃa por el pueblo con sus ruedas chirriantes. El caballo iba
cabizbajo, como si entendiera la situación . Pronto ya no hubo quién
llevara a los muertos, pues la huesuda mano de la peste alcanzó a los
enterradores. Y el pueblo comenzó a apestar, y sus calles se volvieron
silenciosas, y en las casas la gente agonizaba consumida por la fiebre y
unas heridas supurantes que chorreaban por la piel palidecida.
Después de unas semanas solamente habÃa una persona con vida; se llamaba Emilio.
Al
darse cuenta que sólo quedaba él, se encerró en su casa a esperar a la
peste, creyendo que en cualquier momento correrÃa la misma suerte que
todos sus vecinos. Pasaron los dÃas y seguÃa sano, sin heridas ni
fiebre. Lo acompañaba un perro, que de puro terco no se habÃa marchaba
de allà cuando Emilio intentó correrlo. Ahora apreciaba aquella
compañÃa, y hasta hablaba con él a veces:
“Quedamos sólo nosotros, compañero. Aunque seguramente también me va a
tocar a mÃ. ¡Esa maldita Peste va a venir por mÃ! Seguro debe estar
esperando para hacerme sufrir, para que tenga esperanza, o quién sabe,
tal vez tenga preparado para mi algo peor. ¡Esa ladina! Quién sabe lo
que está planeando…â€. Emilio se referÃa a la peste como quien habla de
una persona; cosas de la soledad, y siempre la maldecÃa.
Cuando se
le terminaba el alimento tenÃa que salir. ComÃa apenas lo necesario para
sobrevivir, pues con el olor que inundaba el pueblo no tenÃa ganas de
alimentarse. Iba a las huertas -ahora descuidadas- y buscaba algunas
verduras. Los animales del lugar, gallinas y cabras, habÃan sido
liberados por sus dueños, ya resignados a morir, y ahora vagaban por la
zona, y algunos sirvieron de alimento para Emilio y el perro.
Pasó
el tiempo, el aire se limpió, el olor a muerte desapareció. Emilio a
veces pensaba que se habÃa salvado, y sentÃa ganas de partir de allÃ,
pero después se acordaba: “¡La muy ladina! ¡Maldita Peste! Algo estará
tramando…â€
IntuÃa que apenas partiera de allÃ, la peste le iba a dar caza, y decidió quedarse.
Un dÃa, rebuscó en una huerta hasta el anochecer. Atravesó el caserÃo
bajo la luz de la luna, con el perro a su lado. Cuando dobló una esquina
para ir a su casa, se detuvo en seco y se le cayó lo que llevaba en las
manos. En el medio de la calle estaba la Peste misma. CubrÃa su alto
cuerpo un sudario hecho gironés, y las tiras de aquella mortuoria
vestimenta volaban con el viento. Su cabeza era alargada y blanca,
mientras que sus rasgos variaban continuamente, pasaba por todas las
expresiones que suelen quedar rÃgidas en la cara de los muertos. Y
desde las casas brotaron gemidos espantosos. Se abrieron las puertas y
las ventanas de golpe, y los restos de la gente que vivió allà empezaron
a salir, caminando, arrastrándose, gimiendo.
Emilio huyó lo más
rápido que pudo de aquel lugar maldito, casi enloquecido por el terror.
Seguido por el perro, se internó en el bosque, subió una colina y, sin
mirar atrás siguió alejándose de allÃ. Caminó toda la noche y parte de
el dÃa siguiente. Al atardecer, al irse abriendo un bosque, divisó las
casas de un pueblo.
“Llegamos -le dijo al perro-. Vamos, falta poco…
¿También estás cansado como yo, eh? No creo que tanto como yo, me duele
todo el cuerpo, pero… ya llegamos. ¡Por Dios, que frÃo está haciendo!
Allá viene gente, nos vieron. Estoy tan cansado y… ¡No, no… ! ¡La muy
ladina! ¡La maldita Peste…!â€. Y cayó desmayado. La gente que lo vió se
acercó a ayudarlo.