Llegó el dÃa.
El dragón tenÃa que elegir si querÃa convertirse en un dragón diurno o en un dragón de nocturno.
Los
dragones diurnos odiaban a los nocturnos y a la noche, y viceversa. Si
se convertÃa en un dragón nocturno nunca más verÃa el dÃa, y viceversa.
El joven dragón se fue al bosque a meditar su decisión.
Era una noche despejada y la luna llena brillaba en toda su intensidad.
El bosque estaba teñido de una hermosa luz plateada. El pequeño dragón
no podÃa dar crédito a tanta belleza que veÃa y comenzó a enamorarse de
la luna. Rápidamente sus alas se empezaron a teñir de un tono oscuro.
Sin
embargo, el cielo empezó a adquirir un tono púrpura que dejó paso a los
primeros rayos de sol que acariciaron con calidez su cara. Los pájaros
del bosque comenzaron a cantar dando la bienvenida al sol. Iba a ser un
dÃa hermoso.
El corazón del dragón se llenó de una amarga tristeza
pues no querÃa perderse de ninguna de estas dos maravillas.
Desconsolado alzó repentinamente el vuelo y se sumergió en el profundo
lago azul para buscar la paz que necesitaba su corazón.
En la profundidad del lago no encontró la paz
y salió volando hacia el cielo. SubÃa y subÃa sin parar preso de una
amarga inquietud. Cuando ya no pudo mover sus alas debido al frÃo abrió
su boca dispuesto a soltar una impresionante llamarada que desahogara su
inquietud.
Sin embargo, en vez de fuego, de su boca brotaron
miles de pequeñas gotitas de agua
que se congelaron de inmediato y cayeron sobre los campos. Parece que
el agua del lago habÃa apagado el fuego de su interior. Una ala se tiñó
del dorado del sol y la otra del color plata de la luna.
Desde
entonces, en ese pequeño y mágico instante que transcurre entre el dÃa y
la noche, miles de gotitas blancas congeladas adornan campos, bosques y
ciudades.