Me llamo Johnny Hake. Tengo
treinta y seis años. Mido 1,78 en calcetines, peso 64 kilos desvestido, y
estoy, por asà decirlo, desnudo en este momento y hablando en la
oscuridad. Fui concebido en el hotel St. Regis, nacà en el hospital
presbiteriano, me educaron en Sutton Place, fui bautizado y confirmado
en la iglesia de San Bartolomé, y me entrené con los Knickerbocker
Greys, jugué al rugby y al béisbol en Central Park, hacÃa gimnasia en el
armazón de los toldos de los bloques de apartamentos del East Side, y
conocà a mi mujer (Christina Lewis) en una de esas grandes fiestas en el
Waldorf. Servà cuatro años en la marina, ahora tengo cuatro hijos y
vivo en un suburbio llamado Shady Hill. Tenemos una hermosa casa con
jardÃn y barbacoa al aire libre, y las noches de verano, sentado allÃ
con los niños y mirando lo que el escote de Christina deja ver cuando se
inclina para dar la vuelta a los filetes y echarles sal, o simplemente
contemplando las luces del cielo, me estremezco como me estremecen
ocupaciones más audaces y peligrosas, y me imagino que eso es lo que
significa el dolor y la dulzura de la vida.
Inmediatamente después de la guerra, fui a trabajar con un fabricante
industrial, y creà que aquel empleo acabarÃa convirtiéndose en mi vida.
La empresa era patriarcal, es decir, el anciano te ponÃa a hacer una
cosa y luego te cambiaba a otra, llevaba las riendas de cada caballo —el
molino de Jersey y la planta de transformación de Nashville— y se
comportaba como si hubiese soñado toda su industria en el curso de una
siesta. Yo me quitaba del camino del viejo tan ágilmente como podÃa, y
me comportaba en su presencia como si fuese un pedazo de arcilla que él
hubiese moldeado con sus propias manos y al que hubiera infundido el
fuego de la vida. Era el tipo de déspota que necesitaba una fachada, y
en eso consistÃa el trabajo de Gil Bucknam. Era la mano derecha, la
fachada y el pacificador del anciano, y podÃa negociar cualquier asunto
con la humanidad de la que el viejo carecÃa, pero empezó a faltar a la
oficina; al principio un dÃa o dos, luego dos semanas, y posteriormente
durante más tiempo. Al volver, alegaba problemas estomacales o vista
cansada, aunque se veÃa de lejos que estaba trastornado. No era tan
extraño, puesto que beber como un cosaco era uno de los cometidos que
debÃa cumplir para la empresa. El viejo lo aguantó durante un año, y
después vino a mi despacho una mañana y me dijo que me presentara en el
apartamento de Bucknam y le comunicara que estaba despedido.
Era una maniobra tan sucia y tortuosa como enviar al botones a poner de
patitas en la calle al presidente del consejo de administración. Bucknam
no sólo era mi superior, sino que me llevaba muchos años y era un
hombre que condescendÃa a pagarme una copa en cualquier momento, pero
asà solÃa proceder el viejo, y yo sabÃa lo que tenÃa que hacer.
Telefoneé a casa de Bucknam y su mujer me dijo que podrÃa ver a Gil esa
tarde. Comà solo y anduve vagando por la oficina hasta eso de las tres; a
esa hora salÃ, y me dirigà andando desde nuestra sede, en el centro de
la ciudad, hasta el apartamento de Bucknam, en una de las calles setenta
del East Side. Era a principios del otoño —se estaba celebrando el
campeonato mundial de béisbol— y una tormenta se cernÃa sobre la ciudad.
Alcancé a oÃr el estruendo de artillerÃa en las nubes y a olisquear la
lluvia cuando llegué al domicilio de Bucknam. Su mujer me hizo pasar, y
todas las penalidades del pasado año parecÃan pintadas en su cara,
apresuradamente escondidas por una densa capa de maquillaje. No he visto
nunca unos ojos tan apagados; llevaba uno de esos vestidos anticuados
con grandes flores estampadas que se usaban en las fiestas al aire
libre. (TenÃan tres hijos en la universidad, un yate con un marinero a
sueldo y muchos otros gastos.) Gil estaba en la cama y la señora Bucknam
me llevó al dormitorio. La tormenta estaba ahora a punto de estallar, y
todo estaba bañado por una grata semioscuridad tan semejante al alba
que más que transmitirnos uno a otro malas noticias parecÃa que
estábamos durmiendo y soñando.
Gil estuvo divertido, adorable, condescendiente, y me dijo que se
alegraba muchÃsimo de verme; habÃa comprado un montón de regalos para
mis hijos en su último crucero a las Bermudas, y se habÃa olvidado de
enviármelos.
—¿PodrÃas traer esas cosas, cariño? —preguntó—. ¿Te acuerdas de dónde las pusimos?
Ella volvió a entrar en la habitación con cinco o seis paquetes grandes de aspecto caro y los depositó sobre mis rodillas.
Pienso en mis hijos como un padre afectuoso, y me encanta hacerles
regalos. Por eso me entusiasmé. Era una artimaña, desde luego —sospecho
que de ella—, una de las muchas que seguramente habrÃa concebido a lo
largo del año anterior para que el mundo no se les cayera encima. (Pude
advertir que el papel de envolver no era reciente, y al llegar a casa y
encontrar dentro unos viejos suéters de cachemira que las hijas de Gil
no habÃan llevado a la universidad y una gorra escocesa con la badana
sucia, aumentó mi compasión por los Bucknam en apuros). Con el regazo
lleno de obsequios para mis niños y la piedad rezumando por todos mis
poros, no me atrevà a darle la puntilla. Hablamos del campeonato de
béisbol y de ciertos asuntos insignificantes de la oficina, y cuando
empezó a llover y se levantó viento ayudé a la señora Bucknam a cerrar
las ventanas del apartamento. Después me marché, cogà uno de los
primeros trenes y me volvà a casa en medio de la tormenta. Cinco dÃas
después, Gil Bucknam tomó la decisión de dejar la bebida definitivamente
y se presentó en la oficina para sentarse de nuevo a la derecha del
anciano patrón; la mÃa fue una de las primeras cabezas que pidió. Di en
pensar que si mi destino hubiera sido ser bailarÃn de ballet ruso o
fabricar piezas de orfebrerÃa, pintar bailarinas Schuhplattler en
cajones de escritorio y paisajes sobre conchas de almeja o vivir en
algún lugar de marea muy baja como Provincetown, no habrÃa conocido un
puñado de gente más extraña que la que conocÃa en aquella empresa. Y
entonces me decidà a volar con mis propias alas.
Mi madre me enseñó a no hablar nunca de dinero cuando el dinero
sobra, y por mi parte he sido siempre muy reacio a hablar de él cuando
escasea, de modo que apenas puedo referir lo que ocurrió durante los
seis meses que siguieron. Alquilé un local para oficina —un cubÃculo con
espacio para un escritorio y un teléfono— y envié cartas, pero rara vez
me contestaban, y habrÃa dado lo mismo que el teléfono hubiese estado
desconectado, y cuando llegó el momento de pedir dinero prestado, no
encontré un lugar donde acudir. Mi madre odia a Christina, y de todas
formas no creo que tenga mucho dinero, porque nunca me compró un abrigo o
un bocadillo de queso cuando yo era pequeño sin recordarme que el
obsequio procedÃa de su economÃa.
TenÃa muchos amigos, pero aunque mi vida dependiera de ello no podrÃa
pedirle a un hombre que me invitara a una copa y darle un sablazo de
quinientos billetes; y yo necesitaba más. Lo peor de todo es que no
habÃa descrito la situación a mi mujer de una forma adecuada.
En eso pensaba una noche en que nos estábamos vistiendo para ir a cenar a
casa de los Warburton, que vivÃan carretera arriba. Christina estaba
sentada ante el tocador, poniéndose los pendientes. Es una mujer hermosa
y en la flor de la vida, y su ignorancia de la penuria económica es
completa. Posee un grácil cuello, sus senos relucÃan al alzarse bajo la
tela de su vestido y, al observar el deleite saludable y honesto que
extraÃa de la contemplación de su propia imagen, no me atrevà a decirle
que estábamos arruinados. Ella habÃa endulzado gran parte de mi vida, y
al contemplarla renacÃan en mi interior los manantiales de una clara
energÃa que transformaba en vÃvidos y alegres la habitación, los cuadros
de la pared y la luna que alcanzaba a ver por la ventana. La noticia la
harÃa llorar, estropearÃa su maquillaje y habitación de huéspedes.
ParecÃa haber tanta verdad en su belleza y en el poder que ella ejercÃa
sobre mis sentidos como en el hecho de que nuestra cuenta bancaria
arrojase un saldo negativo.
Los Warburton son ricos, pero no alternan; incluso es posible que les
traiga sin cuidado. Ella es una vieja cobarde, y él la clase de hombre
que a uno no le hubiera gustado tener como compañero de escuela. Es una
mala persona, tiene la voz áspera y una idea fija: la lascivia. Los
Warburton siempre están gastando, y por eso hay que hablar de dinero con
ellos. El suelo de su vestÃbulo es de mármol blanco y negro procedente
del antiguo Ritz; su casita de Sea Island está siendo habilitada para el
invierno; van en avión a Davos para pasar allà diez dÃas; piensan
comprar un par de caballos de monta y están construyendo una nueva ala
para su casa. Esa noche llegamos con retraso. Los Meserve y los Chesney
ya estaban allÃ, pero Carl Warburton aún no habÃa llegado y Sheila
estaba preocupada.
—Carl tiene que atravesar un barrio horrible para ir a la estación
—dijo—, y lleva encima miles de dólares; tengo tanto miedo de que lo
atraquen…
Carl llegó por fin a casa, contó un chiste verde a la variada
concurrencia y nos sentamos a cenar. Era de esas fiestas en las que
todos los presentes se han dado una ducha y puesto sus mejores galas, y
en que algún viejo cocinero lleva desde el amanecer pelando champiñones o
extrayendo la carne de la concha de los cangrejos. Yo querÃa pasármelo
bien. Ése era mi deseo, pero mis deseos no lograron esa noche hacerme
despegar los pies del suelo. Me sentÃa como cuando mi madre me llevaba
de niño, por medio de amenazas y promesas, a una de aquellas fiestas de
cumpleaños indescriptiblemente atroces. La reunión se prolongó hasta eso
de las once y media, y volvimos a casa. Me quedé un rato en el jardÃn
acabando uno de los puros de Carl Warburton. Era la noche del jueves y
mis cheques no serÃan devueltos hasta el martes siguiente, pero tenÃa
que hacer algo pronto. Christina estaba dormida cuando subà y también a
mà me rindió el sueño, pero desperté alrededor de las tres.
HabÃa estado soñando con envolver pan en papel de colores. HabÃa visto
en sueños un anuncio a toda página en una revista de difusión nacional:
¡dé un poco de color a su panera! Rebanadas de pan cubrÃan la página con
colores de tonos parecidos a los de las joyas: pan turquesa, pan rubÃ,
pan de color esmeralda. La idea me pareció buena en sueños; me habÃa
animado, y verme sumido en la oscuridad del dormitorio fue como si me
echaran un jarro de agua frÃa. Repentinamente entristecido, me puse a
pensar en todos los cabos sueltos de mi vida, y asà llegué a evocar a mi
madre, anciana ya, que vive sola en un hotel de Cleveland. La vi
vistiéndose para bajar a cenar en el comedor del hotel. Inspiraba piedad
imaginarla asÃ: solitaria y entre extraños. Y, sin embargo, cuando
volvió la cabeza, vi que todavÃa le quedaban algunos dientes afilados en
las encÃas.
Me envió a la universidad, lo dispuso todo para que mis vacaciones
transcurrieran en agradables entornos y espoleó mis ambiciones, las
mismas que conservo, pero se opuso tenazmente a mi matrimonio, y desde
entonces nuestra relación ha sido tirante. A menudo la he invitado a que
venga a vivir con nosotros, pero siempre se niega, y siempre con
resentimiento. Le envÃo flores y obsequios, le escribo todas las
semanas, pero parece que estas atenciones únicamente sirven para
fortalecer su convicción de que mi matrimonio ha sido un desastre para
ella y para mÃ. Luego pensé en las cintas de su delantal, pues cuando yo
era niño me parecÃa que aquellas cintas estaban tendidas sobre los
océanos PacÃfico y Atlántico; me daban la sensación de que se enlazaban,
como estelas de vapor, bajo la mismÃsima bóveda del paraÃso. Entonces
la evoqué sin rebeldÃa ni inquietud; simplemente con la tristeza de
comprobar que todos nuestros esfuerzos habÃan cosechado tan pocas
emociones limpias, y que ni siquiera podÃamos tomar juntos una taza de
té sin remover toda clase de amargos sentimientos. Anhelé corregir aquel
estado de cosas, revivir toda la relación con mi madre sobre un
trasfondo más sencillo y humano, un marco en el que mi educación no se
hubiera cobrado un precio tan alto en emociones malsanas. Quise recrear
todo aquel pasado en una Arcadia afectiva en que nuestra conducta fuera
diferente, para de este modo poder pensar en ella a las tres de la
mañana sin sentimiento de culpa y para ahorrarle soledad y olvido en su
vejez.
Me acerqué un poco a Christina, y al entrar en el espacio bañado por su
calor sentà de pronto que todo era amable, encantador, pero ella se
movió en sueños y se alejó de mi lado. Entonces tosÃ. Tosà de nuevo.
Tosà ruidosamente. No pude contener la tos, salà de la cama, fui al
oscuro cuarto de baño y bebà un vaso de agua. Me asomé a la ventana del
baño y miré el jardÃn. HacÃa un poco de viento del alba —un rumor
lluvioso inundaba el aire— agradable de sentir en la cara. HabÃa unos
cigarrillos detrás del retrete y encendà uno para recobrar el sueño.
Pero al inhalar el humo me dolieron los pulmones, y de improviso me
asaltó el convencimiento de que me estaba muriendo de cáncer.
HabÃa experimentado todo tipo de disparatadas melancolÃas —nostalgias de
paÃses donde jamás habÃa estado, anhelos de ser lo que no podÃa ser—,
pero aquellas fantasÃas resultaban triviales comparadas con la
premonición de mi muerte. Tiré el cigarro al retrete (¡pin!) y enderecé
la espalda, pero el dolor en el pecho no hizo sino aumentar, y me
persuadà de que el deterioro ya se habÃa iniciado. Mis amigos pensarÃan
en mà cariñosamente, sin duda, y seguramente Christina y los niños me
recordarÃan con amor. Pero luego volvà a pensar en el dinero, los
Warburton y los cheques sin fondos acercándose a la cámara de
compensación, y me pareció que el dinero prevalecÃa sobre el amor. HabÃa
codiciado a algunas mujeres —sucumbido a la envidia, de hecho—, pero me
dio la sensación de que nunca habÃa ambicionado a nadie del modo como
esa noche anhelaba dinero. Fui al armario de nuestro dormitorio y me
puse unos viejos zapatos azules de lona, un par de pantalones y un
jersey oscuro. Luego bajé y salà de casa. La luna habÃa salido y no
habÃa muchas estrellas, pero el aire de encima de los árboles y los
setos rezumaba una luz tenue. Rodeé el jardÃn de los Trenholme, hollando
la hierba sigilosamente, y llegué por el césped a la casa de los
Warburton. Aceché los ruidos procedentes de las ventanas abiertas y sólo
oà el tictac de un reloj. Subà los peldaños de la escalinata delantera,
abrà la puerta de tela metálica y crucé el piso de mármol del antiguo
Ritz. Bajo la débil luz nocturna que entraba por las ventanas, la casa
parecÃa una concha, un nautilo modelado para hospedarse a sà mismo.
OÃ el ruidito producido por la chapa del collar de un perro, y el viejo
cocker de Sheila vino trotando por el vestÃbulo. Lo acaricié detrás de
las orejas y el animal volvió al sitio donde tenÃa su cama, gruñó y se
quedó dormido. ConocÃa la casa de los Warburton tan bien como la mÃa. La
escalera estaba alfombrada, pero primero asenté el pie sobre uno de los
peldaños para ver si crujÃa. Luego empecé a subir la escalera. Las
puertas de todos los dormitorios estaban abiertas, y en el de Carl y
Sheila, donde a menudo habÃa dejado mi abrigo con ocasión de grandes
cócteles, capté el sonido de una respiración profunda. Me detuve en la
entrada un segundo para orientarme. En la penumbra pude discernir la
cama y una chaqueta y un par de pantalones colgados en el respaldo de
una silla. Con rápidos movimientos, entré en el cuarto, saqué un
abultado billetero del bolsillo interior de la chaqueta y emprendà el
camino de vuelta hacia el vestÃbulo. Mi violenta emoción tal vez me
volvió torpe, porque Sheila se despertó. Oà que decÃa:
—¿Has oÃdo ese ruido, cariño?
—El viento —murmuró él entre dientes, y se restableció el silencio.
Me hallaba ya a salvo en el vestÃbulo, a salvo de todo excepto de mÃ
mismo. ParecÃa atenazado por un ataque de nervios. Me habÃa quedado sin
saliva, mi corazón parecÃa haber detenido su bombeo, y fuera cual fuese
la fuerza que mantenÃa mis piernas derechas, me habÃa abandonado.
Únicamente logré avanzar apoyándome en la pared. Me aferré a la
barandilla al bajar la escalera y salà de allà tambaleándome.
Una vez en la oscura cocina de mi casa, bebà tres o cuatro vasos de
agua. Debà de permanecer junto al fregadero una media hora o quizá más
antes de que se me ocurriera registrar el billetero de Carl. Bajé al
sótano y cerré la puerta antes de encender la luz. HabÃa poco más de
novecientos dólares. Apagué la luz y regresé a la oscuridad de la
cocina. Oh, ¡jamás sospeché que un hombre pudiera ser tan desdichado ni
que la mente pudiera abrir tantos compartimentos y anegarlos de
remordimiento! ¿Dónde quedaban los riachuelos de truchas de mi juventud y
otros inocentes placeres? El olor a cuero quemado de las aguas sonoras y
la penetrante fragancia de los bosques tras una lluvia torrencial; o,
al rayar el alba, las brisas estivales olorosas al aliento herbáceo de
las vacas lecheras —la cabeza puede darte vueltas— y todos los arroyos
pletóricos de truchas (o asà lo imaginaba en la oscura cocina), nuestro
tesoro sumergido. Lloré.
Shady Hills es, como digo, un suburbio, blanco de crÃticas de los
planificadores urbanos, aventureros y poetas lÃricos, pero si uno
trabaja en la ciudad y tiene hijos que criar, no concibo un lugar mejor.
Es cierto que mis vecinos son ricos y que en este caso la riqueza
significa ocio, pero emplean su tiempo sabiamente. Viajan por el mundo y
oyen buena música, y ante un surtido de libros en un aeropuerto,
elegirán TucÃdides y en ocasiones santo Tomás de Aquino. Instados a
construir refugios antiaéreos, plantan árboles y rosas, y sus jardines
son espléndidos, radiantes. Si a la mañana siguiente hubiese contemplado
desde la ventana de mi cuarto de baño la maloliente ruina de una gran
ciudad, posiblemente no habrÃa sido tan violento mi sobresalto como lo
fue al recordar lo que habÃa hecho la noche anterior; los fundamentos
morales se habÃan retirado de mi mundo sin alterar un ápice la luz del
sol. Me vestà furtivamente —¿qué hijo de la oscuridad desea oÃr las
alegres voces de su familia?— y cogà uno de los primeros trenes. Mi
traje de gabardina pretendÃa reflejar limpieza y honradez, pero yo era
una desdichada criatura de pasos descarriados por el rumor del viento.
Leà el periódico. En el Bronx habÃan robado una nómina por valor de
treinta mil dólares. Una rica mujer de White Plains habÃa vuelto a casa
de una fiesta y se habÃa encontrado con que sus pieles y sus joyas
habÃan desaparecido. Se habÃan apoderado de sesenta mil dólares en
medicinas de un almacén de Brooklyn. Me sentà mejor al comprobar lo
corriente que era mi delito. Pero solamente un poco, y no por mucho
tiempo. Luego hice frente una vez más a la conciencia de que yo era un
vulgar ladrón y un impostor, y que habÃa hecho algo tan censurable que
violaba los principios de cualquier religión conocida. HabÃa robado y,
lo que es peor, habÃa allanado la morada de un amigo y pisoteado todas
las leyes no escritas que aseguran la supervivencia de una comunidad. Mi
conciencia me picoteó tanto el ánimo —como el duro pico de una ave
carnÃvora— que mi ojo izquierdo se contrajo repentinamente, y una vez
más me sentà al borde de un colapso nervioso. El tren llegó a la ciudad y
yo fui al banco. Al salir casi me atropella un taxi. No temà por mis
huesos, sino por la posibilidad de que encontrasen en mi bolsillo el
billetero de Carl Warburton. Cuando creà que nadie me miraba, limpié la
cartera con mis pantalones (por las huellas digitales) y la dejé caer en
un cubo de basura.
Pensando que un café me sentarÃa bien, entré en un restaurante y me
senté a una mesa en compañÃa de un desconocido. No habÃan retirado los
manteles de papel ni los vasos de agua medio vacÃos, y en el lugar que
ocupaba el extraño habÃa una propina de treinta y cinco centavos que
habÃa dejado un cliente anterior. Consulté el menú, pero por el rabillo
del ojo observé que el desconocido se embolsaba los treinta y cinco
centavos. ¡Vaya granuja! Me levanté y salà del restaurante.
Llegué a mi cubÃculo, colgué el sombrero y el abrigo, me senté ante el
escritorio, estiré los puños, suspiré y alcé la mirada como si estuviera
a punto de empezar una jornada llena de desafÃos y decisiones. No habÃa
encendido la luz. Al cabo de un rato ocuparon la oficina de al lado y
oà a mi vecino aclararse la garganta, toser, raspar una cerilla y
disponerse a atacar los asuntos del dÃa.
Las paredes eran delgadas —mitad cristal esmerilado y mitad madera
contrachapada—, y no existÃa intimidad acústica en aquellos despachos.
Busqué en mi bolsillo un cigarro con tanta cautela como la que habÃa
desplegado en casa de los Warburton, y aguardé a que un camión que
pasaba por la calle hiciese ruido para ahogar el chasquido de mi
cerilla. El prurito de la indiscreción se apoderó de mÃ. Mi vecino
estaba tratando de vender por teléfono unas existencias de uranio.
ProcedÃa del siguiente modo: primero era cortés, luego grosero: «¿Qué le
pasa, Fulano? ¿No quiere ganar un dinerillo?» Después se mostraba muy
desdeñoso: «Lamento haberlo molestado. Creà que tendrÃa sesenta y cinco
dólares para invertir.» Hizo doce llamadas sin hallar comprador. Yo
estaba más silencioso que un ratón. Luego llamó a la oficina de
información de Idlewild para enterarse de la llegada de aviones
procedentes de Europa. El de Londres llegarÃa a su hora. Los de Roma y
ParÃs venÃan con retraso.
—No, no está aquà todavÃa —oà decir a alguien por teléfono—. TodavÃa está oscuro ahà al lado.
El corazón me latÃa a toda velocidad. Entonces mi teléfono empezó a sonar y conté doce timbrazos antes de que cesara.
—Estoy seguro, seguro —dijo el hombre del despacho contiguo—. Está
sonando su teléfono y no contesta, no es más que un solitario hijo de
puta en busca de trabajo. Adelante, adelante, te digo. No tengo tiempo
de ir ahÃ. Vamos… Siete, ocho, tres, cinco, siete, siete.
Cuando colgó, fui hasta la puerta, la abrÃ, la cerré, encendà las luces,
movà los percheros, silbé una canción, me dejé caer pesadamente en la
silla ante mi escritorio y marqué el primer número de teléfono que se me
pasó por la cabeza. Era el de un antiguo amigo, Burt Howe, que exclamó
al oÃr mi voz:
—Hakie, ¡te he estado buscando por todas partes! Seguro que levantaste el campamento y te escabulliste.
—Sà —respondÃ.
—Te escabulliste —repitió Howe—. Te has esfumado. Pero de lo que querÃa
hablarte es de ese negocio que pensé que podrÃa interesarte. Es un
chollo, pero no te llevará más de tres semanas. Tan sencillo como un
robo. Son crédulos, estúpidos y están forrados: es como robar.
—Sà —dije.
—Bueno, entonces, ¿podemos vernos a las doce y media para comer en Cardin y que te dé los detalles?
—De acuerdo —respondà con voz ronca—. Muchas gracias, Burt.
—Fuimos a la cabaña el domingo —estaba diciendo el hombre del despacho
vecino cuando yo colgué—. A Louise le picó una araña venenosa. El médico
le puso una inyección. Se pondrá bien. —Marcó otro número y repitió—:
Fuimos a la cabaña el domingo. A Louise le picó una araña venenosa…
Era posible que un hombre cuya mujer ha sido mordida por una araña y que
disponga del tiempo necesario llame a tres o cuatro amigos para
contárselo, y era asimismo posible que la araña fuese una frase cifrada
de advertencia o conformidad con determinado negocio ilÃcito. Lo que me
atemorizaba era el hecho de que, habiéndome convertido en un ladrón, me
parecÃa verme rodeado de ladrones y estafadores. Mi ojo izquierdo
repitió el tic, y la incapacidad de una parte de mi conciencia para
resistir al asedio de los reproches que me formulaba otra vez me
obligaron a buscar desesperadamente a alguien a quien se pudiese
censurar. Muchas veces habÃa leÃdo en los periódicos que el divorcio
conduce en ocasiones al delito. Mis padres se divorciaron cuando yo
tenÃa alrededor de cinco años. Era una buena pista que en seguida me
condujo a otra mejor.
Mi padre se fue a vivir a Francia después del divorcio y no lo vi
durante diez años. Luego escribió a mamá pidiéndole permiso para verme y
ella preparó el encuentro diciéndome lo borracho, cruel y obsceno que
era el viejo. TranscurrÃa el verano y estábamos en Nantucket, y yo cogÃ
solo el vapor y fui a Nueva York en tren. Me reunà con mi padre en el
Plaza a primera hora de la noche, aunque no tan temprano como para que
no hubiese empezado ya a beber. Con el agudo y sensible olfato de un
adolescente, olà su aliento a ginebra y noté que se golpeaba contra una
mesa y que a veces repetÃa sus palabras. Pensé más tarde que aquella
cita debió de ser agotadora para un hombre de su edad, sesenta años.
Cenamos y luego fuimos a ver Roses of Picardy. Tan pronto como salieron
las coristas, me dijo que podrÃa acostarme con la que me apeteciese;
habÃa resuelto todos los trámites. Incluso podrÃa elegir a una de las
bailarinas solistas. Ahora bien, si yo hubiera pensado que él habÃa
cruzado el Atlántico para prestarme aquel servicio habrÃa sido distinto,
pero sentà que habÃa hecho el viaje con objeto de causar un perjuicio a
mi madre. Yo estaba asustado. El espectáculo se desarrollaba en uno de
esos teatros anticuados que parecen sostenerse gracias a los ángeles.
Ãngeles de un color pardo dorado sujetaban el techo; sostenÃan los
palcos; incluso se habrÃa dicho que eran el soporte de un anfiteatro que
daba asiento a cuatrocientas personas. Pasé mucho tiempo mirando a
aquellos polvorientos ángeles dorados. Si el techo del teatro hubiera
caÃdo sobre mi cabeza, habrÃa sentido alivio. Después de la función
volvimos al hotel para lavarnos antes de reunimos con las chicas, y el
hombre se tendió en la cama durante un minuto y empezó a roncar. Cogà su
cartera, que contenÃa cincuenta dólares, dormà en la estación Grand
Central y me volvà temprano a Woods Hole. Asà pues, todo aquel asunto se
explicaba, incluso la violencia de la emoción que habÃa experimentado
en el vestÃbulo superior de los Warburton; habÃa estado reviviendo
aquella escena acaecida en el Plaza. No fue culpa mÃa que entonces
hubiera robado, ni tampoco lo fue cuando acudà a casa de mis vecinos.
¡Fue culpa de mi padre! Entonces recordé que estaba enterrado en
Fontainebleau desde hacÃa quince años, y ahora no serÃa mucho más que
polvo.
Fui al servicio de hombres, me lavé las manos y la cara y me peiné hacia
atrás con cantidad de agua. Era hora de salir a almorzar. Pensé con
inquietud en la comida que me esperaba y, al preguntarme por qué, reparé
con asombro en que se debÃa al libre empleo que Burt Howe daba a la
palabra «robar». Confié en que no siguiera usándola.
En cuanto esta idea revoloteó por mi mente en los servicios, la
contracción de mi ojo pareció extenderse hasta la mejilla; era como si
el verbo estuviese hincado en el idioma inglés como un anzuelo
envenenado. Yo habÃa cometido adulterio, y la palabra «adúltero» no
poseÃa fuerza para mÃ; me habÃa emborrachado, y el vocablo «borrachera»
carecÃa de un poder extraordinario. Sólo el término «robar» y su cortejo
de sustantivos, verbos y adverbios poseÃan la facultad de tiranizar mi
sistema nervioso, como si yo hubiera desarrollado inconscientemente
cierta doctrina en la que el acto de hurtar cobrase preeminencia sobre
los demás pecados que se enumeran en los Diez Mandamientos, y fuese
signo de muerte moral.
El cielo estaba oscuro cuando salà a la calle. Las luces fulguraban por
todas partes. Miré al rostro de la gente que se cruzaba conmigo en busca
de alentadoras señales de honradez en un mundo tan corrompido, y en la
Tercera Avenida vi a un joven con una taza de hojalata que mantenÃa los
ojos cerrados para aparentar ceguera. El sello de la ceguera, la
impresionante inocencia de la parte superior de una cara, se veÃa
desmentido por el ceño fruncido y las patas de gallo de los ojos de un
hombre que era capaz de ver su bebida en el bar. HabÃa otro mendigo
ciego en la calle Cuarenta y Uno, pero no examiné sus cuencas oculares
porque advertà que no podÃa certificar la autenticidad de cada mendigo
urbano.
Cardin es un restaurante para hombres situado en una de las calles
cuarenta. La agitación y el bullicio del vestÃbulo me volvieron
retraÃdo, y la chica del guardarropa, al reparar (me imagino) en el tic
de mi ojo, me dirigió una mirada hastiada.
Burt estaba ya en la barra, y después de haber pedido las bebidas hablamos directamente de negocios.
—Para un asunto como éste deberÃamos vernos en un callejón trasero
—dijo—, pero se trata de un primo, su dinero y demás. Son tres crÃos.
Uno de ellos es P. J. Burdette, y entre los tres tienen un millón limpio
para tirarlo por ahÃ. Está visto que alguien va a robárselo, asà que lo
mismo puedes ser tú.
Coloqué una mano sobre el lado izquierdo de mi cara para tapar el tic.
Al tratar de llevarme el vaso a la boca, me derramé ginebra sobre el
traje.
—Los tres acaban de salir de la universidad —prosiguió Burt—. Y los tres
tienen tan llenos los bolsillos que si los dejas sin blanca ni siquiera
lo notarán. Pues bien, para participar en este atraco lo único que
tienes que hacer es…
Los servicios estaban al otro extremo del restaurante, pero fui hasta
allÃ. Llené el lavabo de agua frÃa y hundà en él la cabeza y la cara.
Burt me habÃa seguido hasta los lavabos. Mientras me secaba con una
toalla de papel, dijo:
—En serio, Hakie, no iba a decirte nada, pero ahora que te has puesto
malo, por lo menos puedo decirte que tienes un aspecto pésimo. Te
aseguro que me di cuenta de que algo no andaba bien nada más verte. Sólo
querÃa decirte que, sea lo que sea, whisky, droga o problemas en casa,
es mucho más tarde de lo que crees, y quizá deberÃamos hacer algo al
respecto. No me guardes rencor por decirte esto.
Respondà que estaba enfermo, y aguardé en el retrete el tiempo
suficiente para que Burt se largara. Luego recogà mi sombrero y coseché
otra mirada de hastÃo de la chica del guardarropa y, sentado en una
silla, leà en el periódico de la tarde que unos ladrones de banco habÃan
huido en Brooklyn con dieciocho mil dólares.
Paseé por las calles preguntándome cómo me convertirÃa en carterista y
ladrón de bolsos, y los arcos y las agujas de la catedral de San
Patricio sólo me recordaron los cepillos de limosnas para los pobres.
Cogà el acostumbrado tren a casa, contemplando por la ventanilla el
apacible paisaje y el primaveral atardecer, y me pareció que los
pescadores y los bañistas aislados y los vigilantes de los pasos a
nivel, los que jugaban a la pelota en los solares y los amantes no
avergonzados de su diversión, los propietarios de pequeñas embarcaciones
y los hombres que jugaban a las cartas en los parques de bomberos eran
quienes remendaban los grandes agujeros que hacÃan en el mundo las
personas como yo.
Christina es de esas mujeres que cuando la secretaria de la
asociación de ex alumnos de su universidad le pide que describa su
posición social, se marea pensando en la diversidad de sus actividades y
sus intereses. ¿Y qué tiene que hacer en un dÃa determinado, haciendo
una excepción aquà y allá? Me lleva en coche al tren. Manda reparar los
esquÃs. Reserva una pista de tenis. Compra el vino y la comida para la
cena mensual de la Société Gastronomique du Westchester Nord. Consulta
alguna que otra definición en el Larousse. Asiste a un simposio de la
Liga de Mujeres Votantes acerca del alcantarillado. Va a un almuerzo de
gala en honor de la tÃa de Bobsie Neil. Arranca las malas hierbas en el
jardÃn. Plancha el uniforme de la asistenta. Pasa a máquina dos páginas y
media de su periódico sobre las primeras novelas de Henry James. VacÃa
los cubos de basura. Ayuda a Tabitha a preparar la cena de los niños.
Practica con Ronnie el bateo de béisbol. Se riza el pelo con horquillas.
Trae una cocinera a casa. Me espera en la estación. Se baña. Se viste.
Recibe a sus invitados en francés a las siete y media. Dice «bonsoir» a
las once. Descansa en mis brazos hasta las doce. ¡Eureka! CabrÃa afirmar
que es orgullosa, pero yo creo que es únicamente una mujer que se
divierte en un paÃs próspero y joven. Sin embargo, cuando vino a
buscarme al tren aquella noche, me resultó difÃcil estar a la altura de
su gran vitalidad.
Aunque no me hallaba en condiciones de hacerlo, tuve la mala suerte de
que tocara hacer la colecta en la comunión matutina del domingo.
Respondà a las piadosas miradas de mis amigos con una sonrisa muy torva,
y después me arrodillé junto a la sucia vidriera ojival que parecÃa
hecha a base de culos de botellas de vermut y borgoña. Me arrodillé
sobre un cojÃn de imitación de cuero, donado por algún gremio o auxiliar
para reemplazar a uno de los raÃdos de color marrón que al empezar a
abrirse por las costuras y a enseñar mechones de paja, hacÃa que todo el
local oliese como un viejo pesebre. El olor de paja y flores, el
resplandor de la vela y los cirios cuya llama vacilaba ante el aliento
del párroco, asà como la humedad de aquel edificio de piedra con mala
calefacción, me resultaban muy familiares y pertenecÃan a mi infancia en
igual medida que los rumores y los aromas de una cocina o una
guarderÃa, y, no obstante, aquella mañana eran tan intensos que me sentÃ
mareado. Entonces percibà en el zócalo, a mi derecha, el roer de unos
dientes de rata que perforaban como un taladro el duro roble.
—Santo, Santo, Santo —dije en voz muy baja, con la esperanza de espantar
al animal—. ¡Señor de los ejércitos, el cielo y la tierra están llenos
de tu gloria!
La reducida congregación murmuró amén con un rumor como de pisadas, y la
rata se escabulló corriendo a lo largo del zócalo. Y entonces —quizá
porque estaba demasiado absorto por el chirrido de los dientes de la
rata, o tal vez porque el olor a humedad y paja resultaba soporÃfero—,
alcé los ojos que habÃa cobijado con ambas manos, vi que el oficiante
bebÃa del cáliz y caà en la cuenta de que yo no habÃa comulgado.
Una vez en casa, hojeé el periódico dominical buscando reseñas de nuevos
robos, y comprobé que abundaban. HabÃan saqueado bancos, vaciado de
joyas las cajas de caudales de algunos hoteles, atado a sillas de cocina
a mayordomos y sirvientas, robado partidas de pieles y diamantes
industriales, irrumpido en comercios de comida preparada, estancos y
casas de empeño, y alguien se habÃa llevado un cuadro del Instituto de
Arte de Cleveland. A última hora de la tarde, salà al jardÃn y recogÃ
las hojas muertas con el rastrillo. ¿Qué mayor penitencia que limpiar el
césped de los desechos del oscuro otoño bajo los rayados y pálidos
cielos de la primavera?
Mientras rastrillaba, se acercaron mis hijos.
—Los Tobler están jugando al softball —dijo Ronnie—. Todo el mundo está allÃ.
—¿Por qué no vais a jugar? —pregunté.
—No se puede si no te han invitado —contestó Ronnie por encima del hombro, y luego se marcharon.
Entonces reparé en que se oÃan los vÃtores del partido al que no nos
habÃan invitado. Los Tobler vivÃan al final de la manzana. Las alegres
voces parecÃan volverse cada vez más nÃtidas a medida que se hacÃa de
noche; incluso pude oÃr el ruido del hielo chocando contra los vasos y
las voces femeninas que se alzaban con débil regocijo.
Me pregunté por qué no nos habrÃan invitado a jugar en casa de los
Tobler. ¿Por qué nos habÃan excluido de aquellos placeres sencillos,
aquella alegre reunión, de las risas, las voces y los portazos que
parecÃan brillar en la oscuridad al haberme negado mi participación en
el bullicio? ¿Por qué no me habÃan pedido que fuese a jugar a su casa?
¿Por qué el éxito social —la escalada, en realidad— excluÃa a un buen
tipo como yo de un partido de softball? ¿Qué clase de mundo era aquél?
¿Por qué tenÃan que dejarme solo recogiendo hojas muertas al atardecer
—como de hecho estaba— invadido de tanta tristeza, abandono y soledad
que mi cuerpo tiritaba?
Si hay alguien a quien detesto, es al sentimental sin personalidad: a
toda esa gente melancólica que debido a un exceso de piedad por los
demás desconocen el estremecimiento de su propia esencia y se deslizan
por la vida sin identidad, como brumas humanas, compadeciendo a todo el
mundo. El mendigo sin piernas de Times Square, con su humilde exposición
de lápices, la anciana pintarrajeada que habla a solas en el metro, el
exhibicionista de los urinarios públicos, el borracho tirado en la
escalera del metro, toda esa gente suscita algo más que piedad: son, de
golpe, la suma de todos los desventurados. Los desechos humanos parecen
pisotear sus propias almas malogradas, dejándolas al crepúsculo en un
estado muy similar a la escena de un motÃn carcelario. Decepcionados de
sà mismos, están siempre dispuestos a desilusionarse de los demás, y
erigirán ciudades enteras, creaciones completas, firmamentos y
principios sobre los cimientos de una decepción bañada en lágrimas. De
noche, en la cama, pensarán tiernamente en el apostante que ha perdido
una fortuna al extraviar el boleto ganador, en el gran novelista cuya
obra magna fue quemada por error al confundirla con basura, y en Samuel
Tilden, que perdió la presidencia de Estados Unidos por culpa de las
trampas del colegio electoral. Y como yo detesto semejante compañÃa, me
resultaba doblemente doloroso apiadarme de mà mismo. Y al ver un cornejo
desnudo bajo la luz de las estrellas, pensé: ¡Qué triste es todo!
El miércoles fue mi cumpleaños. Me acordé a media tarde, en la
oficina, y la idea de que Christina pudiera estar planeando una fiesta
sorpresa me hizo pasar de la posición sedente a la vertical, sin
aliento. Después llegué a la conclusión de que ella no lo harÃa. Pero
los meros preparativos de los niños me suponÃan un problema emotivo:
ignoraba la forma de afrontarlos.
Me marché temprano del despacho y tomé dos copas antes de coger el tren.
Christina parecÃa muy contenta cuando fue a buscarme a la estación, y
yo puse muy buena cara a pesar de mi inquietud. Los niños se habÃan
puesto ropa limpia y me desearon feliz cumpleaños con tal fervor que me
sentà horriblemente mal. Sobre la mesa habÃa un montón de regalitos,
sobre todo cosas hechas por los niños: gemelos confeccionados con
botones, un bloc de notas y otras cosas por el estilo. Creà estar
bastante alegre, teniendo en cuenta las circunstancias, y saqué fotos,
me puse mi ridÃculo sombrero, apagué de un soplo las velas de la torta y
di las gracias a todos, pero al parecer todavÃa habÃa otro regalo —el
gran regalo—, y después de cenar me dejaron en casa mientras Christina y
los niños salÃan afuera, y luego entró Juney, me sacó al jardÃn y me
llevó a la parte de atrás de la casa, donde estaban todos. Apoyada
contra la pared habÃa una escalera extensible de aluminio con una
tarjeta y una cinta atada a ella, y yo dije, como si me hubieran dado un
golpe:
—¿Qué diablos significa esto?
—Pensamos que la necesitabas, papá —dijo Juney.
—¿Para qué necesito una escalera? ¿Qué os creéis que soy, el dependiente de una librerÃa?
—Contraventanas —dijo Juney—. Cortinas…
Me volvà hacia Christina.
—¿He estado hablando en sueños?
—No —contestó ella—. No has hablado en sueños.
Juney comenzó a lloriquear.
—Podrás quitar las hojas de los canalones para la lluvia —dijo Ronnie. Los dos chicos me miraban con cara larga.
—Por lo menos tienes que reconocer que es un regalo muy poco habitual —le dije a Christina.
—¡Santo Dios! —exclamó ella—. Vamos, niños. Vamos.
Estuve dando vueltas por el jardÃn hasta después de oscurecer. Las luces
se encendieron en el piso de arriba. Juney seguÃa llorando, y Christina
le cantaba. Luego se calló. Esperé hasta que se encendió la luz de
nuestro dormitorio, y al cabo de un rato subà la escalera. Christina
estaba en camisón, sentada ante su tocador, y en sus ojos habÃa gruesas
lágrimas.
—Tienes que tratar de comprender… —dije.
—Aunque quisiera, no podrÃa. Los niños han estado ahorrando durante meses para comprarte ese chisme.
—Tú no sabes por lo que he pasado.
—Aunque lo hubieras pasado peor que en el infierno, no te lo perdonarÃa.
No te ha ocurrido nada que pueda justificar tu conducta. La han tenido
escondida una semana en el garaje. ¡Son tan encantadores!
—No me he sentido yo mismo últimamente.
—No me digas a mà que no te has sentido tú mismo —replicó—. He estado
esperando que te marchases esta mañana y he temido que volvieras a casa
esta noche.
—No me he portado tan rematadamente mal.
—Peor aún —dijo ella—. Has sido brusco con los niños, odioso conmigo,
grosero con tus amigos, y malvado a sus espaldas. Peor imposible.
—¿Quieres que me vaya?
—Oh, Señor, ¿si quiero que te vayas? VolverÃa a respirar.
—¿Qué hacemos con los niños?
—Pregúntaselo a mi abogado.
—Entonces, me iré.
Bajé a la sala y me dirigà a donde guardábamos las maletas. Al sacar la
mÃa descubrà que el cachorro de los niños habÃa mordido la correa de
cuero hasta desatarla por uno de los lados. Cuando intentaba buscar otra
maleta, todas las demás se me cayeron encima, magullándome. Arrastré
tras mis pasos hasta el dormitorio la maleta con su larga correa
colgando. «Mira —dije—. Mira esto, Christina. El perro se ha comido la
correa de mi maleta.» Ni siquiera levantó la cabeza.
—He invertido veinte mil dólares al año en esta casa durante diez años
—grité—, ¡y cuando llega la hora de marcharme ni siquiera tengo derecho a
una maleta decente! Todo el mundo tiene una. Hasta el gato tiene una
buena bolsa de viaje.
Abrà bruscamente mi armario y sólo encontré cuatro camisas limpias.
—¡No tengo camisas limpias ni para una semana! —grité.
A continuación reunà unas cuantas cosas, me calé el sombrero y salÃ. Por
un instante pensé incluso en llevarme el coche; fui al garaje y le eché
un vistazo. Entonces vi el letrero que rezaba se vende, y que habÃa
colgado de la casa cuando la compramos mucho tiempo atrás. Desempolvé el
letrero, cogà un clavo y una piedra, rodeé la casa hasta la entrada
delantera y clavé en un arce el rótulo se vende. Después me fui a pie
hasta la estación. Está como a dos kilómetros. La larga correa de cuero
iba arrastrándose a mi espalda; me detuve y traté de cortarla, pero no
lo conseguÃ. Al llegar a la estación, descubrà que el próximo tren no
pasaba hasta las cuatro de la mañana. Decidà esperar. Me senté sobre la
maleta y aguardé cinco minutos. Luego desanduve el camino a casa. A
mitad del trayecto vi a Christina, que bajaba la calle con una camisa,
suéter y zapatos de lona —las cosas que más rápido se pone uno encima,
pero eran prendas estivales—, volvimos juntos a casa y nos acostamos.
El sábado jugué al golf, y aunque el partido terminó tarde, quise darme
un baño en la piscina del club antes de volver a casa. En la piscina no
habÃa nadie, aparte de Tom Maitland. Es un hombre de piel morena y bien
parecido; muy rico, pero muy callado. Parece introvertido. Su esposa es
la mujer más obesa de Shady Hill, y a nadie le gustan gran cosa sus
hijos, y creo que es el tipo de hombre cuyas fiestas, amistades, asuntos
amorosos y negocios descansan a modo de intrincada superestructura
—castillo de naipes— sobre la melancolÃa de su primera juventud. Un
soplo podrÃa derrumbarlo todo. Casi habÃa anochecido cuando dejé de
nadar; el local del club tenÃa las luces encendidas y se oÃan los ruidos
de la cena en el pórtico. Maitland estaba sentado al borde de la
piscina y columpiaba los pies en el agua de color azul intenso, que olÃa
a cloro del mar Muerto. Yo me estaba secando y, al pasar junto a él, le
pregunté si no pensaba bañarse.
—No sé nadar —dijo.
Sonrió, desvió de mà los ojos y contempló el agua inmóvil y reluciente de la piscina en el oscuro paisaje.
—TenÃamos una piscina en casa —prosiguió—, pero nunca tuve ocasión de nadar en ella. Siempre estaba dando clases de violÃn.
Y he aquà que aquel hombre de cuarenta y cinco años, millonario como
mÃnimo, ni siquiera era capaz de flotar, y no creo que tuviese tampoco
muchas oportunidades de hablar con tanta franqueza como acababa de
hacerlo. Mientras me vestÃa, se asentó en mi cerebro la idea (sin que yo
la alentase) de que los Maitland serÃan mis próximas vÃctimas.
Pocas noches después, me desperté a las tres de la mañana. Repasé
mentalmente los cabos sueltos de mi vida —mamá en Cleveland, la
fabrica—, y luego fui al cuarto de baño a encender un cigarrillo antes
de recordar que me estaba muriendo de cáncer y dejando a viuda y
huérfanos sin un céntimo. Me puse mis zapatillas azules de lona y el
resto de la indumentaria, eché una ojeada por las puertas abiertas de
los dormitorios de los niños y salà de casa. Estaba nublado. A través de
jardines traseros llegué hasta la esquina. Luego crucé la calle y me
planté ante el camino de acceso a la casa de los Maitland. Caminaba por
la hierba, a la orilla de la grava. La puerta estaba abierta y entré tan
excitado y temeroso como cuando estuve en la mansión de los Warburton;
bajo la luz tenue me sentÃa incorpóreo: un fantasma. Me guié por el
olfato al subir la escalera hasta donde sabÃa que estaba el dormitorio
y, tras percibir una respiración profunda y ver sobre una silla unos
pantalones y una chaqueta, busqué el bolsillo de ésta, pero no habÃa
bolsillos. No era una chaqueta de traje; era una de esas de satén
brillante que usan los niños. No tenÃa sentido buscar una cartera en los
pantalones de Tom. No la llevarÃa encima para segar la hierba del
jardÃn. Salà de allà precipitadamente.
No volvà a dormirme esa noche; me quedé sentado en la oscuridad pensando
en Tom y en Gracie Maitland, en los Warburton y en Christina y en mi
propio destino miserable, y en lo distinto que era Shady Hill visto de
noche y a la luz del dÃa.
Pero volvà a salir la noche siguiente, esta vez al domicilio de los
Pewter, que no sólo eran ricos, sino borrachines, y que bebÃan tanto que
no me explicaba cómo podrÃan oÃr los truenos en cuanto apagaban las
luces. SalÃ, como de costumbre, poco después de las tres.
Estuve pensando tristemente en mis comienzos: en cómo me engañó aquella
pareja de tramposos en un hotel del centro tras una cena de seis platos
regados con vino, y mi madre me habÃa dicho muchÃsimas veces que, si
ella no hubiera bebido tantos cócteles antes de aquella famosa cena, yo
todavÃa seguirÃa en una estrella, a la espera de nacer. Y pensé en mi
viejo padre y en aquella noche en el Plaza, en los muslos con cardenales
de la campesina de PicardÃa, en los ángeles de color pardo dorado que
sostenÃan el teatro, y en mi terrible destino. Mientras me encaminaba
hacia la casa de los Pewter, se produjo un áspero revoloteo en todos los
árboles y jardines, como una corriente de aire sobre un lecho de fuego,
y me pregunté cuál serÃa la causa, hasta que sentà la lluvia sobre mi
cara y mis manos, y entonces me eché a reÃr.
Ojalá pudiera afirmar que un bondadoso león me devolvió al buen camino, o
bien un niño inocente, o incluso las notas de la música distante de
alguna iglesia, pero no fue más que la lluvia sobre mi cabeza —su
fragancia revoloteando hasta mi olfato— la que me mostró la magnitud de
mi liberación de los huesos de Fontainebleau y las artes de un ladrón.
HabÃa maneras de salir del apuro si me preocupaba por utilizarlas. No
estaba atrapado. Yo estaba aquà en la tierra porque yo lo habÃa
escogido. Y me tuvo sin cuidado el modo en que me habÃan sido concedidos
los dones de la vida, puesto que los poseÃa, y los poseà entonces: el
vÃnculo entre las raÃces de la hierba húmeda y el vello que crecÃa en mi
cuerpo, el escalofrÃo de mi mortalidad que habÃa conocido las noches de
verano, amando a los niños y mirando dentro del escote del vestido de
Christina. Me hallaba ya delante de la casa de los Pewter; alcé la vista
hacia la vivienda a oscuras y después di media vuelta y me alejé. VolvÃ
a acostarme y tuve agradables sueños. Soñé que navegaba en un barco por
el Mediterráneo. Vi unos peldaños de gastado mármol que bajaban hasta
el agua, vi el agua misma, azul, salada y sucia. Planté el mástil, icé
la vela y empuñé el timón. Pero al hacerme a la mar me pregunté: ¿por
qué debÃa parecer que sólo tenÃa diecisiete años? No se puede tener
todo.
No es, como alguien escribió una vez, el olor del pan de maÃz el que nos
hace retornar de la muerte; son las luces y las señales del amor y la
amistad. Gil Bucknam me telefoneó al dÃa siguiente, me dijo que el viejo
estaba agonizando y me preguntó si volverÃa a ocupar mi puesto de
trabajo. Fui a verlo y me explicó que era el viejo quien habÃa pedido mi
cabeza, y, por supuesto, me alegré de retornar al hogar de la fábrica.
Lo que no logré entender, mientras bajaba esa tarde por la Quinta
Avenida, fue cómo un mundo que parecÃa tan sombrÃo podÃa, en cosa de
minutos, tornarse tan agradable. Las aceras parecÃan brillar y, al
regresar en tren a casa, sonreà a aquellas necias muchachas que
anunciaban fajas en las vallas del Bronx. A la mañana siguiente me
pagaron un anticipo de mi sueldo y, tras adoptar ciertas precauciones
respecto a mis huellas digitales, metà novecientos dólares en un sobre y
fui andando hasta la casa de los Warburton cuando ya se habÃan apagado
las últimas luces del vecindario. HabÃa estado lloviendo, pero ya habÃa
escampado. Las estrellas empezaban a mostrarse. No tenÃa sentido
extremar la prudencia, y rodeé la casa hasta la parte trasera; encontré
abierta la puerta de la cocina y dejé el sobre encima de una mesa de la
oscura estancia. Cuando comenzaba a alejarme de la casa, un coche de
policÃa aparcó junto a mà y un agente a quien conozco bajó la ventanilla
y me preguntó:
—¿Qué está haciendo en la calle a estas horas de la noche, señor Hake?
—Paseando al perro —contesté alegremente. No habÃa perro por ninguna
parte, pero no miraron—. ¡Ven aquÃ, Toby! ¡Vamos, Toby! ¡Qué buen perro!
—llamé, y me fui silbando alegremente en la oscuridad.