Quiero la muñeca embrujada
Después de cometer su fechorÃa, Sebastián mantuvo un perfil bajo por varios dÃas.
Esa actitud no era común en él, y sus padres desconfiaron, interrogándole varias veces,
pero el niño se mantuvo firme, y decÃa que no habÃa hecho nada.
“Nada buenos habrás hechoâ€, le decÃa su padre, “Ya nos vamos a enterrarâ€.
Cuando la cosa se calmó, cuando la mirada desconfiada de sus padres se hizo menos frecuente,
Sebastián se dispuso a gastar el dinero que habÃa robado, “encontrado†según él, sobre una
mesita en el hogar de ancianos donde vivÃa su abuelo.
Dando saltitos de alegrÃa fue hasta la tienda de antigüedades. No sabÃa por qué pero le gustaban
las cosas viejas. Camino a la escuela, siempre se detenÃa a mirar desde afuera, la cara y las manos
pegadas a la vidriera, contemplaba por un rato las cosas de los estantes.
Estaba por entrar cuando vio a Andrés, su enemigo desde hacÃa tiempo, ya no recordaba por qué.
Los dos intercambiaron unos insultos que horrorizaron a una señora que pasaba por allÃ. Después
Andrés siguió su camino y Sebastián entró a la tienda, cada uno convencido que habÃa ganado el
duelo de insultos.
El dueño de la tienda de antigüedades, un viejo alto y delgado, más viejo que la mayorÃa de las
cosas que habÃa allÃ, examinaba un objeto bajo una lupa. Al notar a Sebastián buscó si alguien
más habÃa venido con él.
- Buenas tardes niño - saludó el viejo - ¿Y tus padres?
- Buenas. Mis padres están en la casa, vine solo, pero tengo plata, que ellos me dieron. - y le
mostró el fajo de billetes que abultaban su bolsillo.
- Bien, pero no revuelvas mucho, mejor, no toques nada. Si te gusta algo me avisas.
Las últimas palabras del viejo Sebastián no las escuchó, ya se habÃa internado en el laberinto
de aparadores, estantes, y muebles.
Buscaba algo pequeño, algo que pudiera atesorar sin que sus padres lo notaran, que pudiera
esconder fácilmente, como a las revistas que tenÃa.
Allà habÃa todo tipo de cosas: grandes, pequeñas, desde pesados muebles a delicados adornos,
fonógrafos, retratos, y muñecos, muchos muñecos.
Al terminar de bordear un armario, quedó frente a una gran muñeca de madera, de su mismo
tamaño. TenÃa puesto un vestido de niña, su cara estaba pintada de blanco, y tanto la pintura
como la madera estaban agrietadas; eran unas grietas diminutas como arrugas, lo que la
hacÃa parecer una anciana. TenÃa pelo blanco y parecÃa ser humano, sus ojos eran celestes y
muy realistas.
Sebastián la miró con detenimiento. Echó el cuerpo hacia atrás cuando la vio hacer un
movimiento con los ojos. Enseguida la muñeca giró levemente la cabeza hacia él, y levantando
los brazos a la altura de los hombros los extendió apuntando a Sebastián.
Cuando la muñeca dio unos pasitos rápidos hacia él, Sebastián salió como despedido por un
cañón, y de milagro no chocó con algo en su huÃda.
Al verlo salir el viejo sacudió la cabeza “¡Estos niños de ahora…!â€
Por la noche, acurrucado en su cama, Sebastián revivÃa mentalmente su aterrador encuentro, muy
a su pesar, pues la sola evocación le producÃa terror.
De repente se le ocurrió algo, y sonrió bajo su frazada.
Durante el dÃa fue nuevamente a la tienda. Sin darle tiempo a que el viejo reaccionara, y lo corriera,
puso el dinero sobre el mostrador, y enseguida dijo:
- Voy a comprar una muñeca que vi ayer. - El viejo le miró de reojo pero tomó el dinero.
- ¿Cuál es la que quieres? - le preguntó.
- Una grande, de madera, que está por allá - y agregó Sebastián -. Yo no la voy a llevar ahora.
Mis padres me dijeron que le diga que la mande a mi casa.
- ¿Y dónde es tu casa? - preguntó el viejo.
- Esta es la dirección - y Sebastián sacó un papel de su bolsillo, con la dirección de Andrés, su
enemigo.