En otro tiempo, Zoraida hubiera rehecho la cama esperando a que algún dÃa alguno de los durmientes se apeara. Pero el terror estaba pronto y no habÃa tiempo de tales delicadezas, delicadezas impropias para un momento tan álgido. Noemà colocó entonces sus pequeños zapatos de lona al pie de la cama, tan anciana desde niña, nunca pareció superar su encorvamiento, el persistentemente instruido miedo a mirar de frente, pero miedo era lo que faltaba por vivir.
Zoraida sintió venir algunos pasos decididos y su vagina se endureció: se aprieta, duele de seca tan amarga, toda su estructura arde, finalmente se duerme adolorida sin comprender qué ha sucedido, me inquiere desconcertada recordándome que no hay placer alguno en el terror, como si fuese la vagina de una niña resguardada debajo de una mesa… pasan los pasos sin darse cuenta del mutismo con el que hemos tenido que ir existiendo, luego miro sin moverme y no hay nadie, nadie ha estado aquÃ, sólo ha sido mi vulva trastornada y sola.
Pero los pasos eran muchos de los tantos y tan poco singulares pasos que en una calle a veces ahora pocas veces transitada, se suelen escuchar, alguien se atrevió a moverse, todos y todas suplican silencio con un invisible lenguaje de gestos, se corrige rápidamente, la calle queda sola de nuevo . Noemà tomó una cobija motosa y se envolvió en ella mirando tan niña desde que es anciana, al rostro aterrorizado de Zoraida. Nadie, no es nadie. Y Noemà se envuelve, se envuelve, se envuelve, da vueltas imaginarias en la amplitud de su palacio nunca poseÃdo, del patio con Olivos retorcidos, de losas frÃas y azuladas, y a Zoraida le acusan unas ganas enormes de cubrir con abrazos a su hermana NoemÃ, llevarla en su canto y resguardarla allà para siempre y besar la llana alegrÃa con que se va quedando quieta, llenarla de palabras. Pero nada debe distraerla del terror que se avecina, recio, implacable, del miedo que la nombra.
El café se va enfriando huérfanamente en una mesa que también tiembla y se estremece llamando a “ZoraidaParalizada†al borde de una cama comunitaria, en la que suelen dormir cuatro, a veces cinco. Ahora siendo una cama tan deshabitada, una inmensa extensión a merced del porvenir inmediato, tácito, toda esa vastedad es reducido a un blanco perfecto de la tristeza. Mira hacia los bordes y le cuesta trabajo divisar dónde termina la ruda cama y donde empieza la oscuridad de una habitación que es aún más inmensa que el propio universo. Pero si intenta levantarse, entonces el espanto cierra sus muros musculosos sobre ella, las piernas no responden, la quietud parece ser la única alternativa decente para esperar el terror. Cae en cuenta que se abalanza sobre ella su propia respiración.
Cuando acabará todo esto, me duele tanto la vagina de tan apretada que está.
Noemà saca una mano de juguete de su palacio de lana, tratando de alcanzar a Zoraida pero no lo consigue, desde el borde de la cama no podrá tocar a Zoraida si no intenta por lo menos, una maniobra que le permita movilizar todo el cuerpo hacia ella. Zoraida la mira como si estuviera a kilómetros de distancia, ¡necesita tanto esa mano! Pero un solo movimiento, un solo cambio de postura acelerarÃa la llegada del terror que es capaz de escrutarlas, desde la más inmensa extensión de los cielos ahora privados. Consciente de ello Noemà desiste, con lágrimas en sus ojos, incapaz de salvar su propia pequeña vida, menos, intentar salvar toda la extensión de la dos veces Zoraida.
Dos instantes antes de cualquier otro instante, repentinamente las mujeres comenzaron a respirar violentamente, sin compasión de sà hicieron de sus rostros montones de ojos, para escudriñar una sombra feroz que se avecinaba. Esta era una técnica de supervivencia aprendida desde la inmensa eternidad que se interponÃa entre ellas y su último momento feliz, la historia de su niñez, el entrenamiento clásico de quien en toda su vida no debe dormir nunca sosegadamente. La cama no aliviaba los recuerdos, ahora era ese espacio que se ahuecaba para enterrarlas en el insoportable segundo, tras aquel determinado segundo, tras otro segundo menos soportable que el anterior, en la suma absoluta de todos los segundos que disipaban cualquier esperanza.
El corazón más pequeño se agigantó y comenzó a golpear las costillas con tal fuerza que Zoraida tuvo que pedirle mesura al corazón de NoemÃ, para que no perturbara la tarea de pasar inadvertidas. Silencio corazón, silencio.
Pero la sombra pasó y con ella, nadie, la calle se incorporó a la espera de otro fantasma. Y Zoraida se veÃa a cada segundo más delgada, con su mandÃbula cuadrada y sus dientes gastados de tanto terror antes del terror y sus ojos adelgazados entre gruesos párpados como depósitos de toneladas insomnes y sus labios vitales estrujaron besos mortales y endurecidos, acabo de pulverizar otro beso imposible. Las rodillas no se separaban, las rodillas permanecÃan tenazmente juntas. Los muslos enmarañaban para que las células pudiesen abrazase entre ellas y protegerse de los músculos, gruesos vidrios, brillantes y letales. Zoraida sintió un calambre en sus pies, pero esas eran otras delicadezas impropias del momento. Juntó los dedos con decoro y los contó. Aún habÃa diez.
Noemà subió una pierna a la cama y empezó a girar su pie menudo para librarse seguramente, de algún adormecimiento, luego se encogió como un caracol, babosita, blanda, en su caparazón de lana humeante. ParecÃa querer dormirse, pero el terror ya venÃa, no habÃa derecho a dormirse.
Quiero tomarme el café, debo poder tomarme el café sin ser notada.
Zoraida se inclinó para intentar levantarse de la cama, en un gesto que duró tal vez un minuto. Quitó sus manos del esmaltado de su pánico en las rodillas y apoyó una, aferrada a la manta con desesperación. Verificó mil veces que no tenÃa zapatos, contaba con el silencio de una vida vocacionalmente silenciosa, su propia versión monástica de vida. Ignorando el fuerte dolor del calambre de los pies y el de las piernas y sobre todo, el de su vagina aún joven, logró ponerse en el término de dos minutos y medio de pie. Zoraida se resistÃa mirar a la ventana, pero no podÃa ignorar a las sombras agigantarse y achicarse horrorosamente oscuras y simbólicas, algunas aguadas en tinta china y otras densas como acrÃlico, olorosas a plumas carbonizadas que se le arrancaron a la espantosa bestia del cielo.
Todas las guerras son santas, es el sagrado ritual del despojo, es la procesión del ir acechando todo lo que se mueva, se arrastre o apenas sobreviva. Es un orden que se respeta con la misma disciplina del asceta, pero con toda la ostentación de los ornamentados templos imperiales.
Mientras aguardaban el terror (como si toda aquello no fuera terror en sÃ), la mujer más grande habÃa decidido rescatar al abandonado café que clamaba, con las pocas fuerzas que le quedaban, por un poco de amor, algún cobijo. El café también se hallaba aterrorizado e incapaz de acercarse a ellas, al contrario de lo que sà sucede con ciertos cafés veleidosos ofrecidos en épocas mejores, siempre tan promiscuos.
Zoraida lloró por el desamparo del café lágrimas silenciosas, sin sorber, dejó que las lágrimas desfilaran una ruta ininterrumpida hasta el borde de su nudismo imaginario y aún más allá. No se atrevÃa a elevar sus manos a la altura de su rostro para detener el cosquilleo de las lágrimas groseramente inquietas. Sus manos debÃan permanecer lo más cerca de sus muslos, fieles a la estructura estoica de su cuerpo, entrenado para resistir cataclismos en un obediente orden cerrado. Zoraida creÃa ingenuamente que tal postura le permitirÃa sobrevivir a fuerzas descomunales, mal calculadas por efecto de una fe pasada de moda. La fe en la obediencia.
Llegada a la mesa, estiró las manos en algo asà como 10 horas, 10 dÃas, hasta sentir en la yema de algún primer dedo, el ambiguo calor de la oreja de la taza y de repente la mano, pese a no tener casi sangre en los dedos, se sobresaltó en el descubrimiento de los sentimientos connaturales a todos los cafés, y en un súbito acto de independencia se apresuró a atraparlo. Aquello resultó ser un gesto brutalmente audaz, un momento delator, asesino y natural de la inconciencia. RebeldÃa espontánea ante la condena de la quietud. Y sin embargo, visto desde aquà o allá, podÃa parecer algo tan delicado, tan propio de la sujeción de mujeres como Zoraida. Nadie podrÃa calcular a simple vista las fuerzas y las tensiones tan tremendas que se batÃan entre esta taza y la mano, quizás, digo yo por la languidez del espacio en que solemos adecuarnos a una taza.
El verdadero café se dejó atrapar en la misericordia hasta el final, habÃa llegado su más alegre final, salvado de morir de frÃo e insipidez.
Noemà querÃa café y miraba como una niña antojada a Zoraida, como la niña que era desde que era niña. Pero se conformó con saber que a Zoraida la acompañaba antes del terror, un pequeño torrente tibio que navega paralelo a los más ácidos e hirientes jugos gástricos, convidándolos a una pequeña tregua, a un desarme de tres segundos. Al menos en su vientre habrá una tregua, cesaba también esa guerra imprecisa que atormentaba su vagina. Asà que NoemÃ, al comprender la difÃcil mecánica del cuerpo de Zoraida, y hallándose a su vez sosegada en el sosiego de las tensiones ajenas liberadas, de los músculos disueltos, cabeceó un poco y sonrió. Se preguntaba, qué debÃa sentir en ese justo momento, qué postura asumir. Zoraida al menos parecÃa tenerlo un poco más claro. Pero igual, ante la insignificancia de su propio desconcierto volvió a sonreÃr.
¡SonreÃr! Una delicadeza necesaria antes del terror
Zoraida se invadió de café y de la sonrisa de NoemÃ, justo cuando pudo acomodar cada sección de su vagina y creyó poder esperar tranquila el inevitable terror que se avecinaba. HarÃa de cuenta que se habÃa criado en una de esas culturas donde desaparecer es otro acto de la alegrÃa. ¿Cuántos instantes habrÃa pasado desde su primer pensamiento hasta este último? Minutos, apenas. Inclina la cabeza de nuevo, en un movimiento de tantas horas para sentir el lÃquido viajar hacia sus entrañas y humedecer los órganos resquebrajados por el pánico.
Cuando se disponÃa a sonreÃr, darse el lujo de sonreÃr, entonces descendió una cosa inmensa, espantosa, ruidosa, como un tumor descomunal expulsado por su fealdad, de la etérea belleza del cielo y sus ángeles. Su ruido se estrelló contra la tierra y al término también el objeto. Pero su ruido hizo un primer cÃrculo de devastación, desgarrando los delicados hilos que sujetaban al mundo en el universo, asà les pareció a las mujeres. No que un punto Ãnfimo de la tierra estuviese siendo atacado por, no sabemos qué odios azuzan la demencia. Para ellas era el planeta, el que estaba siendo arrancado del universo y tenÃan toda la razón. El ruido estrelló el suelo contra Zoraida y arrojó haica la pared a NoemÃ, en el momento de mayor descuido en la espera del terror. Zoraida pensó la inmediata fragmentación del mundo, serÃa su culpa por haberse relajado de tal manera. Si hubiese conservado cada pieza en su lugar…
La anciana, que era solÃa ser una niña, flotó detenida con el rostro al filo de una pared imaginaria, patas arriba, giró y finalmente de forma acelerada, chocó contra la verdadera pared. Se encogió, rodó en un falso suelo vertical, calló al verdadero suelo y la cama la ocultó.
Zoraida sintió su pecho irse hacia delante, mientras adentro de sÃ, sus criaturas empujaban para poder escapar de un cuerpo en proceso de disolvencia. El ruido la dobló, sus brazos se fueron violentamente hacia atrás y sus pies se levantaron, su cabeza pendÃa de su cuello gracias a una debilidad preocupante y su largo cabello campesino, se abrió haciendo el aura de la Guadalupe, llamarada negra, caótica arquitectura de la sombra. La onda golpeaba sus muslos y estos se palmoteaban despavoridos, tratando de agarrarse entre sÃ, queriendo que nada los separara. Empezando a sentir un gran extrañamiento, se despedÃan el uno del otro con lágrimas sanguinolentas, mientras los cartÃlagos de sus rodillas se quebraban agotados como viejas cuerdas de algún instrumento abandonado. Cayó sobre su pecho, en un suelo también herido y la taza de café, a unos cuantos centÃmetros de ella, dejó de ser.
Luego vino un naranja intenso que llenaba el espacio con su perversa ostentación. Era una cosa tan maravillosa e in imaginada, era un color sólo para ese momento arrogante. Y era un color tan poderoso, que su paso iba despejando el lugar que ocuparÃan los mensajeros cÃrculos de luz y astillas, corriendo endemoniados por el allÃ, por el acá, por todo lo que no fuera vacÃo, como una última visión del dios al que hace sacrificios la perversión humana, el Mammon de nuestros tiempos llenando el aire con cuchillas de la inquisición moderna. La inmensa montaña naranja aplastaba con su corteza irregular cada parte que sobre parte pendÃa, las desunió en tan pequeños segmentos, a todas las partes sin miramientos, sin reparar acerca de qué objeto componÃan, si era orgánico o inorgánico, si alguien esperaba volver a verlo, si alguien le necesitarÃa mañana para alguna labor de la casa. La casa no estarÃa desordenada mañana, simplemente no estarÃa, Zoraida intentó tranquilizarse.
Entonces viene esa otra fase de nubes y nubes compuestas con objetos que han dejado de ser. Todo dejaba de ser esa quietud tan habitual, para convertirse en una nueva existencia de las cosas, ahora navegando minúsculas, sin particularidad distinguible en una nube naranja con ribetes negros. Pensar que no podrÃa comprender en el siguiente instante, después de este brevÃsimo instante, semejante voluptuoso orden desorbitado, le causaba aún mayor angustia a Zoraida. Las mujeres flotaron como moléculas iridiscentes, el largo espacio del terror que inexplicablemente aún podÃan ver. Y luego de eso, sordera, silbatina, necedades innecesarias, todos los infiernos preciosos, glotones, ingiriéndose al mundo, esa pequeña partÃcula vulnerable en medio de un mar de creatividad maligna, el mundo borrado de la memoria, el mundo desaparece cuando desaparece lo que causa en la memoria, el mundo acaba cuando nadie le recuerda. Lo posible se hace cruelmente aún más posible, dos o tres frases más antes de no poder enunciar nunca más, eternamente nunca más nada, no poder pensar, no funciona más y después de tanta obesa fastuosidad, no hay nadie.
A todas las vÃctimas de los bombardeos en la franja de Gaza, inspirado en los recuerdos de Franz Hinkelammert