Era una mañana más en la que despertaba de un salto. Ese dichoso sueño se habÃa vuelto a repetir otra vez: "se veÃa caminando por la ciudad. La gente se acercaba y le pedÃa que los acompañase a casa. Asà durante todo el dÃa. De pronto llegaba la noche y se encontraba en mitad de una calle cualquiera a plena lluvia, sin ninguna compañÃa y sin que supiera regresar a su propia casa...â€
Todo esto habÃa comenzado mucho antes cuando aquella mujer le pidió un cigarrillo mientras paseaba por la Costanera.
Pensó ingenuamente que la mujer se le estaba insinuando, asà es que se sintió halagado pero, en realidad aquel encuentro y aquella petición tenÃan unas intenciones muy distintas que muy pronto iba a descubrir.
Un joven profesional como él no vio ningún inconveniente en aceptar su invitación a caminar junto a ella mientras los dos se iban fumaban un pucho.
Lo que éste durara - pensó Daniel- ante una ráfaga de desconfianza que sintió recorrer su rostro de repente.
En un momento impreciso la mujer le miró fijamente y fue como si en un segundo pudiese trasladarse con la imaginación hacia otros tiempos.
Con el eco de sus palabras navegó y visitó otras épocas de la historia que le parecÃan tan lejanas y hasta sus sentidos se poblaron de aromas ancestrales y comenzaron a aparecer rostros rudos de sádicas expresiones que, sin embargo, parecÃan tan normales.
Entonces Daniel sintió de pronto la furia desatada de una fuerza oscura y cobarde que desahogaba la furia de la impotencia. Y vio por primera vez en su vida un cuerpo de una mujer con las marcas aún recientes de los golpes de un hombre, tan reales como el hambre y como la sed.
HacÃa tiempo ya que habÃan salido de la Costanera y se adentraban por una calle que nunca antes habÃa visto. Daniel tenÃa la certeza de que aún estaban en Valdivia pero parecÃa como si ahora fuese una ciudad distinta transformada por la visión que acababa de tener.
Y fue cuando le inundó el deseo de desnudar entera la ciudad y levantar paredes y colocar parlantes en las poblaciones para que todos pudiesen ver y oÃr con claridad aquellos rostros, aquellas marcas y esos rituales preñados de violencia.
Mientras caminaban comenzó a llover con la fuerza y la persistencia de los inviernos del sur. Esa lluvia también era violenta y de tanto desprenderse se habÃa vuelto familiar. Era como si ya no pudiese haber sur sin lluvia, ni mujer sin violencia.
Como la lluvia arreciaba se refugiaron en una casa que tenÃa las puertas abiertas. Apareció una mujer entrada en años que los invitó a pasar.
Aquella era una de esas mujeres que mantienen con su vida, la vida en pie de milagro: la casa, los hijos, las cocinas, los supermercados y las oficinas, las ferias, las iglesias, las trastiendas, los negocios y las escuelas, todas las comidas y calores que alimentan y recrean. A Daniel siempre le habÃa cuestionado su paciencia y le sublevaba su silencio, pero admiraba el pan que iban haciendo cada dÃa y ese amor que mostraban gratuitamente a quienes no eran quiénes para merecerlo.
¿De dónde nacÃa toda esa fuerza? –se preguntaba-, ¿cómo era posible que siguieran alimentando la mano que las golpeaba?, ¿por qué limpiaban y construÃan y amasaban los escenarios del odio?. Limpiaban y ordenaban y no podÃan sacarse sus propios fantasmas.
Todos los dÃas acudÃan muy temprano a trabajos mal pagados, trabajo tan solo y esfuerzo, trabajo y sufrimiento. Sus cuerpos se entregaban sin agotar su existencia, sin quejas... Tal vez,- pensaba- fuera la suya una dulce venganza, esa de mantener un invisible y cierto cordón umbilical entre toda vida y sus vidas y sus manos y su paciencia y trabajo.
Daniel miró sus manos y comenzaba a prenderse en ellas. Amó esas manos que amasaban el pan nuestro de cada dÃa. Y volvió una vez más a mirar manos de mujer atrapando en el aire un esquivo amor concebido en sueños de regresos y reencuentros que nunca se harÃan realidad. Pese a todo y para todo supo que ellas soñaban amando
Elevó sus ojos hacia sus ojos y supo que hay un alma de mujer en nuestro pueblo y que, ciertamente, es un alma herida.
SabÃa que quedarÃan las ausencias como lo único presente y palpable, quedarÃan con los hijos del miedo, quedarÃan, tal vez, deambulando de error en error, exponiendo su corazón al desamparo. QuedarÃan huérfanas de calor y amistad hasta que el diablo de la locura o la resignación las enterrase.
Y pensó también en aquellos hombre ausentes en cada una de esas historias de mujer y no logró ver sus rostros claramente pero sà pudo presentir en cada uno de ellos el cosquilleo de la muerte.
Daniel vio moverse una vez más aquellas manos acariciando su pelo y comprobó que el amor es la razón última de la vida y es por eso que el desamor es su mayor infierno.
La televisión habÃa estado encendida todo ese tiempo sin que ellos se dieran cuenta y comenzó a sonar una de esas canciones de amor que estaban de moda. Tomó clara conciencia de que cualquier parecido con la realidad era pura coincidencia. Los medios de comunicación con su afán de popularidad y de lucro distorsionaban los ritmos y las melodÃas de la vida real.
Ya era de noche y habÃa dejado de llover. Se asomó a la ventana y vio como la luna llena invadÃa con su tenue pero cristalina luz toda la ciudad.
Daniel siempre habÃa creÃdo que la Luna era el decorado para el espectáculo del Misterio. Tal vez fuera por su particular luz, tal vez sus ocultamientos, sus formas cambiantes o por sus secretas relaciones con la Tierra. El caso es que seguÃamos sin saber qué tenÃa su cara oculta que tanta atracción nos despertaba. Lo que si supo entonces fue que la Luna era definitivamente mujer. Porque era Ella la que se convertÃa cada noche en una baterÃa inmensa de esperanza donde poder recargar de ternura las heridas luego de un duro dÃa de trabajo y humillaciones.
Las dos mujeres le miraron con dulzura y en sus rostros pudo ver que se asomaba misteriosamente por entre las lágrimas, una sonrisa recién estrenada. Recobró el aliento de sus ojos al ver su alegrÃa acariciando su alma, esta vez, sin revelaciones dolorosas.
Sus sonrisas le lavaron de delitos y pecados y por un momento se sintió más humano y más vacÃo y deseó que, cuando él partiera, la pesada carga de aquellas mujeres fuera también más liviana.
Daniel debÃa regresar a su casa porque se le habÃa hecho muy tarde y al dÃa siguiente debÃa acudir a su trabajo muy temprano.
Se despidió amablemente y cuando salió de nuevo a la calle descubrió que el lugar le era muy familiar. Todo habÃa vuelto a ser como lo recordaba antes, asà es que no se demoró mucho en llegar a su casa.
Con una gratuita paz de anocheceres serenados por la lluvia luego de la increÃble agonÃa de aquella tarde, la Luna se presentó con presagios de otra vida y aquellas mujeres tiernas y doloridas como volcanes apaciguados por el llanto, le habÃan mostrado la trastienda de la vida y de la ciudad.
Mientras caminaba hacia su casa recordó cómo de su mano habÃa bajado al fondo de sus miserias, que habÃa tenido presentimientos sudorosos y que hasta habÃan logrado quebrarle los tÃmpanos del alma y todo eso en apenas una noche. Pero sabÃa también que aprendió a hacer del silencio un buen ungüento, y a permanecer sintiendo hasta entrañar el corazón en la mirada. Porque acogió sin más y hasta lo impropio y todo eso se le hizo vivencia imborrable.
Miró su reloj y se dio cuenta que no le quedaba tiempo para dormir asà es que se duchó rápidamente con ese ritual que recobra la cordura de la gente sometida a la rutina y con el café en la boca partió para su trabajo.
Al llegar a la oficina sus colegas se sorprendieron al verla más sonriente que de costumbre. Y es que en el Ãrea de Servicios Sociales de la Municipalidad y, con todos los casos lÃmite que conocÃan, los motivos para la alegrÃa resultaban ser bien escasos.
¡Daniela -le dijeron- hoy estás como radiante!, ¡¿qué es lo que te sucedió anoche, hija?!, ¡¿con quién la pasaste que traes esa cara de felicidad?!...
Ella sonrió de nuevo y no quiso decirles nada porque sabÃa que en aquella oficina cualquier comentario se convertÃa inmediatamente en un rumor de cuento imposible de detener.
Unos dÃas después a Daniela le entregaron un cigarrillo y una flor y descubrió en ellos la luz de la mañana.