El puente del demonio


En el pueblecito de Combapata se celebraba el día del su patrón, San Nicolás. Desde la víspera, se hallaban profusamente engalanadas todas las casas, y un contagioso y alegre aire de fiesta sacaba de sus casillas a toda la gente de los alrededores.

De la inmediata población de Tinta, todos los vecinos se habían trasladado a Combapata. Y al frente de la piadosa y bullente romería, habían llevado una imagen de San Bartolomé, el gran santo del alfanje.

Confundida entre la multitud, y más por diversión que por devoción, había acudido a Combapata cierta dama que en Tinta tenía escandalizadas a las personas de bien. Sus convecinos, más que por los hechizos de su innegable hermosura, estaban en cuidado por las artes mágicas que le atribuían. Las madres de familia, especialmente, vivían, por culpa de ella, en una eterna pesadilla.

A tanto había llegado el escándalo de la peligrosa dama, que el cura de almas de Tinta, un bendito de Dios incapaz de matar una mosca, se había visto precisado a fulminar contra ella una rigurosa excomunión. En la puerta de la iglesia, una mañana de las dominicas de Adviento, había aparecido el año anterior el terrible edicto: "sepan todos mis buenos feligreses cómo queda públicamente excomulgada la sacrílega Nicolasa Padilla y Fuentes, y asimismo toda otra persona que, sin miramiento por su dignidad, hablare o tratase con ella, excomulgada sea, y así manténgase esta mi excomunión hasta el día en que contrita se arrepienta de su mal vivir, y de público reparo de los daños y escándalos que en este nuestro pueblo ha hecho".

Durante muchos días, no se había hablado en todas las casas de otra cosa. Todo el mundo esperaba que, con tan grave sentencia y el desvío de todo el vecindario, la pecadora haría examen de conciencia, y se determinaria, con sincero arrepentimiento, a cambiar de vida. Todos los castigos, amenazas y desprecios resultan, sin embargo, inútiles. Más bien, por el contrario, durante una temporada, se había llegado a decir que, nada menos que el propio señor corregidor, don Francisco de Carbajal, correo mayor del Reino, la protegía y andaba de picos pardos con ella.

Con el tiempo transcurrido, los temores que al principio había despertado la excomunión, se habían ido desvaneciendo, y doña Nicolasa había seguido haciendo su vida sin mayores estorbos. Ya hemos visto cómo aquel año, que era el 1653, según la tradición, había acudido a Combapata, como una de tantas mujeres de Tinta, a solazarse en la fiesta de San Nicolás.

Transcurrió el día de festejo en festejo, sin un instante de descanso ni de aburrimiento. Tanta fue la diversión y general alegría, que doña Nicolasa perdió la noción del paso del tiempo. La mayoría de sus convecinos regresaron a Tinta a la caída de la tarde, y ella sólo se acordó de la necesidad de emprender el regreso cuando llegó la noche con toda su oscuridad.

n poco medrosa, inició la vuelta por el estrecho camino con la esperanza de hallar algún grupo de romeros, a que incorporarse. Sin embargo, los minutos pasaban y, por más que aguzaba su oído, no percibía el menor rumor de voces ni de pasos. Ya vacilaba entre echarse a correr para llegar cuanto antes a Tinta, o regresar para pasar la noche en Combapata, cuando se le acercó, casi de improviso, un caballero que se ofreció para servirle de acompañante. Nicolasa aceptó la compañía y prosiguió ya más tranquila. Hablando de la fiesta, el camino, aunque era el de regreso, se pasaba casi sin darse cuenta. Salió la luna, y Nicolasa se sintió aún más animosa. Con la claridad, pudo ver mejor al caballero. Su figura era esbelta y fina y sus ademanes correctos. Lo cubría casi por completo una amplia capa roja, y un espolón dorado lanzaba sus relumbres por debajo de ésta.

Charlando y andando, llegaron al hermoso puente de piedra que entonces existía sobre el río Vilcanota, que corre por la quebrada. Al cruzarlo, Nicolasa, que iba distraída con la conversación del caballero, dio un tremendo tropezón, y a punto de caerse, invocó a Jesús y María. Sobrevino entonces, un fuerte estremecimiento y el puente de desplomó con gran estrépito de piedras y escombros.

Nicolasa se salvó milagrosamente. Sana y sola se encontraba en la margen izquierda del río y se disponía a terminar su recorrido sin su acompañante, que había desaparecido, cuando quedó sobrecogida con la presencia de un ángel.

- Oye -le dijo el celeste mensajero-, ese hombre que te acompañaba era el diablo en persona. Así como estás, con tu faldellín de seda y tus zapatitos de raso, te iba a llevar en su compañía al infierno. Te has salvado porque invocaste a la Virgen y a su Divino Hijo, y la Madre de pecadores ha intercedido en tu favor. Tienes, piénsalo bien, un plazo para tu arrepentimiento y enmienda. No lo desaproveches.

Dicho esto, el ángel desapareció. Nicolasa turbada, sintió como si dentro de sí saliese también la luna. na luz purísima iluminó su conciencia y se le presentó toda su vida como un áspero camino de errores. Tan pronto como reaccionó de la impresión de aquel milagro, se encaminó en derechura a la iglesia, donde buscó al Párroco para arrojarse a sus pies. Le confesó todas sus faltas públicas y privadas, le refirió el milagro, y alcanzó la absolución.

Desde entonces, la vida austera y arreglada de la hermosa dama se desarrolló en fuerte contraste con la que había llevado hasta aquel momento.

Como recuerdo de esta historia, se han conservado hasta nuestros tiempos los escombros del memorable puente, que es conocido con el nombre de Sacera-chaca, o Puente del Demonio.

Refiera, por último, la tradición que el caballero de la capa roja se volvió a Combapata envuelto en una nube de azufre.

A pesar del tiempo transcurrido, todavía sigue saliendo por los caminos la noche de San Nicolás, a hacer alguna de las suyas.

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