"Recuerdo, ¡oh rey afortunado!, que en tiempos muy lejanos, en los dÃas del pasado, ya ido, y en una ciudad entre las ciudades de Persia, vivÃan dos hermanos; uno se llamaba KasÃn y el otro Alà Babá. ¡Exaltado sea aquel ante quien se borran todos los nombres, sobrenombres y renombres; el que ve las almas al desnudo y las conciencias en toda su profundidad, el AltÃsimo, el dueño de todos los destinos! Cuando el padre de KasÃn y de Alà Babá, que era un hombre del común, murió en la misericordia de su señor, los dos hermanos se repartieron equitativamente lo poco que les dejo en herencia, tardando poco en consumir tan mezquino caudal y encontrándose, de la noche a la mañana, con las caras largas y sin pan ni queso. He aquà lo que suele ocurrirles a los que viven descuidados en la edad temprana, olvidando los consejos de los sabios. El mayor, que era KasÃn, viéndose en trance de secarse dentro de su pellejo y morir de inanición, se puso a la búsqueda de una situación lucrativa, y como era avisado y astuto, no tardó en dar con una casamentera o entremetida, ¡alejado sea el maligna! quien, le casó con una adolescente que tenÃa buena mesa y muy buena plata; en todo y por todo, un excelente partido. ¡Alabado sea el Retribuidor! De esta manera, además de una apetecible esposa, el joven tuvo una tienda bien abastecida en el centro del mercado. Tal era su destino, marcado en su frente desde su nacimiento, y asà se cumplió.
En cuanto al segundo, que era Alà Babá, cómo no era ambicioso, sino más bien modesto, capaz de contentarse con muy poco, se hizo leñador y llevó una vida de laboriosidad y pobreza, pero, a pesar de todo, supo vivir con tanta economÃa, gracias a las lecciones de la dura experiencia, que ahorró algún dinero, y lo empleó en comprar un asno, después otro y más tarde un tercero. Todos los dÃas los llevaba al bosque y los cargaba con los troncos y la leña qué antes traÃa él sobre, sus espaldas. Habiendo llegado a ser propietario de tres asnos, Alà Babá inspiraba tal confianza a las gentes de su oficio, todos pobres leñadores, que uno de ellos se consideró honrado ofreciéndole su hija en matrimonio. Los asnos de Alà Babá fueros inscritos en el contrato, ante el kadà y los testigos, como dote y ajuar de la joven, que, por otra parte, no aportaba a la casa de su esposo absolutamente nada, puesto que era muy pobre. Mas la pobreza y la riqueza no son eternas; pues sólo Alah es, el eterno viviente. Alà Babá tuvo de su esposa dos hijos; bellas como lunas, que glorificaban a su Creador. Él vivÃa modesta y honestamente, junto con toda su familia, del producto de la venta de la leña, y no pedÃa a su creador más que aquella sencilla y feliz tranquilidad.
Un dÃa en que Alà Babá estaba en el bosque ocupado en abatir a hachazos un árbol, el destino decidió modificar el sino del leñador. Primero se oyó un ruido sordo que, aunque lejano, se aproximaba rápidamente como un galope acelerado y estruendoso. Alà Babá, hombre pacifico y que detestaba las aventuras y complicaciones, se asustó al encontrarse solo con sus tres asnos en medio de aquella soledad. Su prudencia le aconsejó trepar sin tardanza a la copa de un grueso árbol que se elevaba en la cima de un pequeño montÃculo que dominaba todo el bosque, y asÃ, oculto entre sus ramas, pudo observar qué era lo que producÃa aquel estruendo. ¡Y bien que lo hizo! Pues divisó una tropa de caballeros, armados hasta los dientes y que, al galope, avanzaba hacia donde él se encontraba. Al ver sus semblantes sombrÃos y sus barbas negras, que los hacÃan semejantes a cuervos de presa, no dudó que eran bandoleros, salteadores de caminos de la peor especie. Girando estuvieron al pie del montÃculo rocoso donde Alà Babá estaba escondidó, a una señal de su gigantesco jefe echaron pie a tierra, desembridaron sus caballos y, colgando del cuello de cada uno de los animales un saco de forraje que llevaban sobre la grupa, los ataron a los árboles. Después cogieron las alforjas y las cargaron sobre sus propias espaldas, y tan pesadas eran aquéllas, que los bandidos caminaban encorvados bajo su peso. En buen orden pasaron bajo Alà Babá, que asà pudo fácilmente contarlos y ver que eran cuarenta, ni uno más ni uno menos.
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.