LAS GOTAS SALADAS
La biblioteca del Vaticano atesora sorprendentes sucesos históricos vinculados a trastornos médicos que hoy, en su mayoría, la ciencia ha llegado a conocer y comprender, desmitificando así su interpretación sobrenatural. Ese era, por ejemplo, el caso de la epilepsia, atribuida hasta hace no mucho a una posesión diabólica. Sin embargo, hay otros fenómenos que no se han vuelto a presentar, convirtiéndose en una incógnita para unos y conservando su misterio religioso para otros. De los que he podido documentarme, gracias a mi amistad con un entrañable jesuita, el hecho que más me ha cautivado es el de una mujer cuyo aroma natural hacía llorar a la gente a su alrededor.
El día del parto, la matrona pellizcó a la criatura para que llorase y lo consiguió, por lo menos en cuanto al sonido, porque lágrimas no derramó ni una. En cambio, quienes presenciaron su nacimiento no dejaron de echarlas. Al desconocer el motivo real, atribuyeron su estado a una profunda emoción por la nueva vida, así que dieron rienda suelta a todos los gestos y gemidos que suelen acompañar a esas gotas saladas.
Los visitantes y la matrona pudieron recuperase al poco rato de abandonar la cabaña, pero la madre y el padre estuvieron a punto de fallecer esa misma noche por deshidratación. A la mañana siguiente, hicieron pruebas saliendo y entrando de la casa, repetidas veces, descubriendo que su hija era la causante de su incomprensible lagrimeo. Si alguien del pueblo se enteraba de aquello, la acusarían de endemoniada y la condenarían a muerte. También ellos correrían la misma suerte por haberla engendrado. Decidieron ocultarla del mundo hasta saber qué hacer. Pero tenían la obligación de bautizarla para no despertar sospechas y, de paso, ver si con eso se aliviaba. El sacramento tuvo lugar en su casa y sólo acudió el cura. Habían dicho a los vecinos y amigos que la niña padecía fiebres extrañas y posiblemente contagiosas. Como era de esperar, el sacerdote Darius lloró. Lo imprevisto fue que se lo tomase tan bien. Puesto que en ningún instante sintió tristeza, pensó que la ceremonia estaba siendo bendecida con un halo de alegría espiritual. Lamentablemente para él, debía atender otros compromisos y tuvo que retirase de inmediato, sin darle tiempo a sospechar. A raíz de lo ocurrido, la criatura adquirió el nombre de Beatrice, que significa ‘quien da felicidad’.
Los padres hicieron de todo para remediar la situación. La bañaron con cuantas flores conocían, rezaron hasta la última oración que habían aprendido, se inventaron más, compraron amuletos, le dieron medicinas, recurrieron a pócimas e incluso, yendo contra sí mismos, intentaron provocarle el llanto como la última esperanza de que con ello se resolvería el problema. Beatrice no soltó ni una lágrima, únicamente quedó afónica. Los padres, destrozados por el remordimiento y la impotencia, optaron por confiar en el sacerdote. Al menos él no era un bruto ignorante.
Efectivamente, Darius era listo. Para empezar, propuso una solución temporal para cuando necesitasen sacar a la pequeña de casa. Aconsejó envolverla completamente, dejando sólo un diminuto orificio a la altura de la nariz que le permitiese respirar. Bastaría con decir que le había caído agua hirviendo encima y que no querían que nadie viese su deformidad. Darius les prometió encontrar un remedio definitivo. Mientras tanto, les pidió un favor en beneficio de los pobres del pueblo de Argesca. En las celebraciones de la misa, tenían que colocarse en el centro de la nave y, al iniciar el sermón, debían descubrir sigilosamente a la pequeña. Así se hizo. La fe del pueblo se elevó y con ella las limosnas. No obstante, Darius no comió ni más ni mejor. Él era uno de esos curas que creían en la bondad de la iglesia. Por consiguiente, redistribuyó los ingresos. También es cierto que era consciente de su pecado.
En medio de uno de los sermones, un feligrés se percató de lo que hacía la madre y, al ver el rostro de Beatrice, gritó ¡milagro, milagro, la niña ha sanado!, y todos lloraron mucho más de lo habitual. A partir de ahí, la pequeña caminó descubierta y fue sólo cuestión de tiempo que la gente notase que ella era la causante de sus lágrimas. Sin embargo, no pensaron que fuese un acto del mal, sino de Dios, porque en lugar de dolerles, les hacía más sensibles, más buenos. Y Darius volvió a sacarle el lado positivo a la situación. Se confesó ante todas las personas del pueblo y, seguidamente, las convenció para que fueran sus cómplices. 
En pocos días, esparcieron por los pueblos aledaños el falso rumor de que en Argesca habían encontrado los restos de un hombre santo y que durante las misas su presencia era tal, que todo el que asistía lloraba de alegría. Cada semana, el número de peregrinos crecía notablemente, dejando generosas ofrendas. Durante las ceremonias, la gente del pueblo se colocaba alrededor de la niña, para que la madre nunca fuese vista al destaparla y al cubrirla nuevamente. Con los años, la propia Beatrice se encargó del ritual. Una vez lejos de las inmediaciones de la iglesia y de los extranjeros, aligeraba sus vestimentas y paseaba como cualquiera de sus amigas. Los arguescianos se acostumbraron a vivir entre lágrimas en medio de risas, de discusiones, de pedidas de mano, de negociaciones, de juegos, de brindis, de la vida cotidiana.
El sacerdote Darius fue ascendido a obispo por las ingentes cantidades que conseguía recolectar. Lo único que pidió fue no ser destituido de la parroquia de Argesca. Por azares del destino, sobrevivió a la muerte de la señora Beatrice. Ya cansado, sin nada que perder por la edad y su débil salud, se atrevió a documentar la vida de su benefactora, confesando el gran engaño que había encabezado. Por supuesto, el documento no salió a la luz.
Curiosamente —podría considerarse más bien un detalle lógico, aunque no por eso menos llamativo— en el funeral de Beatrice, ninguno de los presentes lloró. La querían, sí, pero contuvieron sus lágrimas en señal de duelo.
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