El claro embrujado
Con el sol bien alto sobre sus cabezas, Rodrigo y Fermín partieron rumbo a un temido lugar.
Sus corazones se aceleraban por la emoción, anticipándose a la gran aventura que pensaban tener, aunque por dentro los dos confiaban en que no iban a ver o escuchar algo aterrador porque era de día; pero el temor de recorrer un lugar supuestamente embrujado bastaba para emocionarlos.
Atravesaron el bosque sin hablar, y aunque los dos llevaban resorteras (tirachinas), no prestaron atención a los pájaros que saltaban de rama en rama, que normalmente apedrearían pues les gustaba cazar. Llegaron a una parte desconocida del bosque, una parte donde la vegetación se apretaba más, y el sol que los envalentonaba con su luz apenas traspasaba el espeso follaje que se agitaba rumoroso.
Dejaron de caminar y se miraron.

- ¿Seguimos? - preguntó Fermín, y giró buscando el sol. 
- Eh… sí, el claro no debe estar lejos de aquí, y es temprano - contestó Rodrigo.

Siguieron caminando pero como midiendo cada paso. A pesar de ir volteando hacia todos lados ya no vieron más pájaros. No había ningún sendero que seguir. En el suelo se acumulaba un colchón de hojas resecas y cada paso delataba su posición.
Creyeron llegar al fin a su destino, un claro del bosque que la gente de los alrededores afirmaba que estaba embrujado. Supuestamente en el claro rondaban apariciones, se escuchaban voces y lamentos, gritos espeluznantes, y cada cazador de la zona tenía un cuento de terror transcurrido allí.
El claro que encontraron resplandecía de luz. Crecía en él una capa de pasto verde y abundaban las flores. Entonces nuestros aventureros se miraron y sonrieron: aquel lugar no tenía nada de aterrador.
Fuero hasta el centro del claro y miraron en derredor. Lejos de encontrar algo inquietante, divisaron unas plantas de macachín, cuyas raíces apetecían por su sabor dulce.
Cosecharon el macachín escarbando con un palo, arrodillados en la tierra y dando la espalda al sol, que fue bajando de a poco, y pronto la sombra del bosque llegó hasta ellos.

Cuando partieron el sol ya estaba tras los árboles, pero no les importó, pues calcularon que cuando se ocultara del todo ya iban a estar en sus hogares.
Ahora el bosque estaba más sombrío, más de lo que ellos esperaban.  Al rato, ninguno lo decía, pero ambos luchaban para reconocer el lugar por donde habían ido, mas no recordaban nada del lugar.
Tras cruzar una enramada espesa salieron a un claro y pararon sorprendidos. Este claro era muy diferente al otro; no crecía nada en él y se parecía a un páramo de cenizas.
No necesitaron ni hablar: aquel era el claro embrujado. Giraron a la vez para volver al bosque, mas antes de dar otro paso escucharon unos gritos espeluznantes y se lanzaron a correr.
Cada vez veían menos. En su huída tropezaban, caían, se levantaban, las ramas les azotaban la cara, los arañaban, pero el terror los hacía seguir sin parar.
Al alcanzar una zona despejada creyeron ver las luces del pueblo. Los dos jadeaban de cansados. Avanzaron un poco más y se detuvieron a recuperar el aliento. Por un momento los dos se inclinaron como lo hacen las personas que están agotadas, cuando se enderezaron ya no veían las luces, y al buscar con la mirada se dieron cuenta de que estaban nuevamente en el claro embrujado. 
AUTOR:http://cuentosdeterrorcortos.blogspot.com/

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