Un día empezó a obsesionarse con que había espíritus en su casa. Decía que el demonio los había enviado para hacerle sufrir por un suceso ocurrido en el pasado. Patricio no había tenido un pasado tan perfecto como pensaban en el pueblo, y eso le estaba comiendo por dentro hasta el punto de pensar este tipo de cosas.
Tal era su terror, que ya empezaba a ser un problema para sus vecinos. Por aquél entonces los psicólogos y la medicina no estaban suficientemente desarrollados, y se creía más en los curas para este tipo de situaciones.
Alfredo, el pastor del pueblo, pidió ayuda a conocidos de la iglesia, pero mientras esperaba su llegada, se vieron obligados a contener a Patricio de alguna forma, porque ya comentaba que los espíritus le estaban pidiendo que asesinase a sus conocidos. Por ello, lo encerraron en una habitación y pusieron una barra de hierro para que no pudiese abrir. Patricio gritaba con todos sus pulmones:
- ¡¡¡¡Que ya están aquí, que ya están aquí!!!!
- ¿Quién está, Patricio? – le preguntaba el cura.
- ¡¡¡¡Son ellos y han venido para acabar conmigo!!!
Finalmente, unos días después, llegó el exorcista que Alfredo
había pedido, y se dirigieron a la habitación. Al llegar, reinaba el
silencio absoluto, y Alfredo se temía lo peor. Cuando abrieron la puerta
encontraron a Patricio ahorcado, pero lo que no eran capaces de
entender es de dónde pudo sacar la soga que ató a su cuello, y cómo pudo
subirse tan alto… además, la cuerda pendía del vacío.